Hola, ahí.
Me gusta hacer planes, eso organiza mi vida. Necesito esa fórmula porque tiendo a pensar que soy el desorden caminando, aunque a medida que pasan los años me parece que exagero, ni soy perezosa ni soy tan desordenada. Si venís leyendo estos envíos, ya sabés que me gusta armar listas y que me da cierta tranquilidad programar mis cosas, anticiparme a lo que viene; un grado de obsesión intenso, una forma de creer que lo controlo todo, tal vez.
Como te digo, la falta de planificación me provoca angustia y, sin embargo, al mismo tiempo, cuadricular mi vida es pura desazón porque habitualmente no cumplo con lo pautado y porque, por armar en detalle el día a día, me cuesta relajarme. En síntesis, no hay solución para este dilema. Si programo, me desafío y me decepciono: ni disfruto del todo ni cumplo con la agenda y, como no lo hago, me convenzo de que lo mío es pura pérdida del tiempo, que nunca hago nada importante o que sin dudas pude hacer mejor las cosas.
¿Nací para sufrir? Y, sí.
Mates, bombillas y mermeladas
Venía ya planificando mis vacaciones, unas vacaciones que necesito con desesperación (todos las precisamos, ni hablar) porque el 2022 fue un año difícil, pleno de enfermedades familiares, cuidados agobiantes y pérdidas definitivas. Lo cierto es que venía pensando con entusiasmo en esas próximas vacaciones, tratando de programar en qué consistirán esos días con menos trabajo y más disfrute, cuando el Covid volvió a ensañarse con mi familia y acá me tenés, en El Bolsón, Río Negro, Patagonia argentina, adonde tuve que venir de urgencia porque habían internado a mi hermana Mariana con neumonía bilateral provocada por el virus. Ella, que sí estaba de vacaciones, terminó aislada en una habitación del hospital y con soporte respiratorio.
El miedo duró poco, afortunadamente: su recuperación fue excelente, ya le dieron el alta y estamos por regresar a Buenos Aires, pero en el medio mi vida volvió a quedar entre paréntesis durante una semana y los planes se alteraron ya no por lo que ahora llaman procrastinación (qué palabra feíta, apenas la uso) sino por la vida misma, que no pide permiso para intervenir tu agenda.
Veo cerros por doquier, una feria artesanal maravillosa que abre varias veces por semana en la plaza Pagano; sé que hay ríos cercanos a los que no pude ir y arroyos a los que pude asomarme, los rosales explotan en cada cuadra, la gente se saluda por la calle y, en este contexto de inesperada belleza, trato de no abandonarte y de seguir hablando de cosas que pueden interesarte.
Compré mates, bombillas y mermeladas de frutos rojos, vi chicos entusiastas con la bandera argentina a la manera de una capa mágica luego del 2 a 0 contra México, tomé helado de gustos como Ristretto y Mascarpone con frambuesas; caminé bastante por la San Martín y comprobé una vez más la potencia que conserva en este país la salud pública, en donde un hospital pequeño y sostenido a fuerza de empeño de la población funciona mejor que cualquier institución privada capaz de negarte la internación aunque te estés muriendo, mientras no dudan en aumentar la cuota incluso antes de que se haga público el índice de inflación mensual.
Sí, es cierto, el hospital del El Bolsón no podría haber hecho nada por mi hermana si la cosa empeoraba y el soporte ventilatorio no invasivo CNAFO (cánula nasal de alto flujo de oxígeno) que debieron ponerle por 72 horas no alcanzaba para reponer el aire que le faltaba. Pero la calidad humana, la voluntad y la garra que mostraron médicos, enfermeros, kinesiólogos respiratorios y el resto del personal sanitario para sacarla adelante no se encuentran en todos lados y consiguen, en medio de la incertidumbre, hacerte recuperar la confianza en las personas.
Algo más: esta semana —como seguramente ocurre en muchas otras—, hubo paro del personal del hospital con asamblea incluida; una asamblea a la que asistí involuntariamente durante un rato porque me tocó estar ahí, en horario de visita. Ese día no había consultorios externos ni se daban turnos. Pero el médico de mi hermana, el mismo que decidió internarla un domingo a la noche y me explicó a través de una llamada por whatsapp la delicada situación de su salud por la que terminé viajando, estaba ahí y abandonó la asamblea para atender a los pacientes internados y también para darme el parte del día.
Lo decimos siempre pero es recién cuando lo vemos con nuestros ojos y lo vivimos en nuestros zapatos cuando lo entendemos: les pagan mal, son pocos y sobreexplotados y no los valoran como corresponde. No pasa solo acá, pasa en todo el país. Tal vez el día que comprendamos que maestros y personal sanitario son columnas fundamentales para el crecimiento y el sostén de cualquier país, que es indispensable brindarles capacitaciones serias y otorgarles mejores salarios, empecemos a salir de esta rueda del infortunio que nos aplasta y nos impide avanzar.
(Asoma diciembre, ya hay sidras y pan dulce en las góndolas de los supermercados y me tienta pedir deseos, espero que me comprendas).
Melancolía del borscht
No pude leer mucho en estos días, pero así y todo tengo dos libros —bien diferentes— para recomendarte y el recuerdo de otro que es tan pero tan bueno que siempre vale la pena traer de regreso.
Instalada inesperadamente en el sur argentino, la escritora y cronista Liliana Villanueva (1973) me llevó con ella a diferentes ciudades y tiempos con su nuevo y hermoso libro de relatos El mar nunca se acaba (Fruto de dragón), una perlita de diseño que acompaña los textos con fotos, dibujos y anotaciones de la autora. Liliana es arquitecta y hace de su curiosidad un talento. Vivió entre 1986 y 1996 en Alemania y luego pasó cuatro años en Moscú. De esos tiempos son sus relatos volcados en Otoño alemán y Sombras rusas mientras que de su época de discípula de la gran escritora argentina nacieron sus apuntes para el libro Las clases de Hebe Uhart.
En este nuevo volumen de sus crónicas, Villanueva reúne textos inéditos con otros que han sido publicados hace unos años, algunos de ellos merecedores de diversos premios. Hay un viaje en vaporetto por Venecia con un niño pequeño e inquieto en una tarde de calor, una cabeza de Lenin olvidada en el piso del patio de un museo de Yerevan, Armenia, a la que alguien le puso piadosamente un almohadón de seda rosado por debajo; la búsqueda de una llave para ingresar a la antigua mezquita Tarik-Jana en Damgán, Irán, el relato de un último día en Varsovia que cruza en apenas unas páginas la historia de Europa del Este, el Báltico congelado y la melancolía del borscht con relatos de la aristocracia pampeana…
En ese mismo texto articulado en los tiempos, los personajes y los espacios de manera exquisita, la autora desanda una singular y atractiva teoría amorosa:
“Hubo un tiempo en que yo era capaz de enamorarme de una frase, de la mandíbula de un hombre mientras lo veía masticar arroz (una maravilla todos esos músculos en funcionamiento), me enamoraba de unas manos masculinas que lijaban el marco dorado de un espejo, podía quedarme horas fascinada mirando la curva de la mejilla de un desconocido mientras subía por una escalera mecánica, me encendía con el suave roce de una mirada, con una palabra pronunciada en otro idioma. Blackashénie en ruso significa “berenjena” pero suena tan dulce cuando la dice el ser amado y después de la sh junta los labios como en un beso. La expresión ‘contigo’, por dar otro ejemplo, era fatal, esa palabra fue culpable de una serie de enamoramientos desastrosos con uruguayos, bastaba que alguien dijera ‘contigo’ para que yo me entregara a lo que pudiera pasar”.
Me quedo pensando en la masticación seductora y en ese amor por algunas palabras que señala Villanueva y no puedo resistirme a ir hacia atrás en el tiempo para ubicar en mi propio pasado el elemento clave, la escena en la que sucumbía, el gesto que me enamoraba más que nada en el mundo. Celebro la epifanía erótica: un hombre se arremanga con absoluta naturalidad la camisa (blanca o celeste valían mucho más) en medio de una cena, de una conversación, de un baile.
Mano que se cruza al brazo contrario y desabrocha el puño para luego deslizarse sobre la muñeca, sobre el antebrazo, sobre el codo. Pliegue sobre pliegue sobre pliegue, sus ojos en los míos.
Yoyogi y Plaza Irlanda
Tsuneo Asai es un funcionario japonés que ocupa mucho tiempo planificando su crecimiento profesional. Casado con una mujer más joven y distante, viven en Tokio y él está de viaje en otra ciudad cuando le avisan desde su casa que su esposa murió tres horas atrás de un infarto en la calle, en un barrio residencial ajeno, un barrio que él no conoce y que ignoraba que ella conociera. Asai no sabe qué hacía su esposa Eiko allí, en ese barrio colmado de casas espectaculares pero también de hoteles de citas de parejas clandestinas.
La muerte de Eiko lo afecta pero mucho más lo perturba la situación: su mujer aparentemente murió en una tienda de venta de cosméticos, adonde llegó sintiéndose mal y buscando refugio. Ella acostumbraba a salir unas horas en el día, había tomado clases de música, de pintura y en el último tiempo iba a un taller de Haiku.
Tiempo atrás había tenido una angina de pecho y el médico le había aconsejado llevar una vida normal aunque sin excesos y la joven había considerado entonces mejor mantener alejado al esposo de su cama, algo que él había concedido tomando en cuenta su debilidad física. El barrio en el que Eiko murió tiene calles empinadas, complicadas de transitar para alguien con las dificultades físicas de Eiko. ¿Puede la pasión por otro hombre haberla llevado a ese esfuerzo?
Asai está desolado pero lo que no lo deja en paz no es el dolor sino el universo de sospechas alrededor de la vida y la muerte de su esposa, por lo que decide iniciar su propia investigación.
La novela se llama Un lugar desconocido, su autor es Seicho Matsumoto (1909-1992) y fue publicada por primera vez en japonés en 1975. Libros del Asteroide acaba de publicarla en español. Todo el relato gira alrededor de una pregunta: ¿qué hacía Eiko en Yoyogi?
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“Nunca supe qué hacía ella en Plaza Irlanda”.Así comienza una de las novelas argentinas más conmovedoras y enigmáticas de las últimas décadas, Plaza Irlanda, de Eduardo Muslip, publicada originalmente en 2005 —aunque fue escrita en 2001— y reeditada hace unos años.
“Ella” es —en realidad, era— Helena, la mujer del narrador, quien murió atropellada por un colectivo fuera de control mientras caminaba por la calle Donato Álvarez, entre Neuquén y Franklin. Todo lo que sigue a ese comienzo abrumador e inolvidable es el detalle presente de la vida en automático del protagonista, que, mientras cuenta cómo se va desprendiendo de libros, objetos y ropa de su mujer y cómo aprende a vivir sin ella, narra también cómo llegó Helena —como la de Troya— a su vida y cómo le avisaron que la había perdido, dos meses atrás.
Hay en la novela de Muslip un relato del romance y de la tragedia, en un ida y vuelta en el tiempo que llega a través del minucioso relato del narrador —un amante de los mapas— junto con datos menores, irrelevantes, y con el recordatorio obsesivo de páginas marcadas con cruces en una guía de la ciudad, recortes de diarios pegados en un corcho, el recuerdo de gestos mínimos y los modestos relatos mitológicos de un hombre enamorado.
Como el protagonista vuelto investigador de Seicho Matsumoto (un escritor muy popular en Japón, autor de una obra premiada y gran cultor de la novela negra), el narrador de Muslip también intenta saber qué hacía Helena en Plaza Irlanda, por qué estaba ahí, por qué justo tuvo que estar ahí.
“Siempre me interesa la cuestión de los duelos. Y lo que la muerte de una persona se lleva de todo un mundo de pequeñas cosas que se disuelven en el momento en que una persona muere. Como si fuera un centro de gravedad que desaparece y lo que queda son restos que es con los que uno hace literatura, ¿no? En Plaza Irlanda está la consciencia de las cosas a las que uno nunca va a volver a acceder. O sea, esta cosa doble de volver, de recordar y hacer que vuelva ese sujeto que no está y, al mismo tiempo, la conciencia de lo ya perdido”, me dijo hace un tiempo en una entrevista Muslip, gran amigo de Hebe Uhart y una de las personas que se ocupa del legado literario de la gran escritora y formadora de escritores.
La novela de Muslip y la de Matsumoto parten de una idea similar, aunque son bien diferentes. Así y todo, más allá de las distintas formas de resolver las historias, hay algo que las atraviesa y es lo descorazonador que resulta admitir que nunca podemos conocer del todo a quien amamos, que detrás de la idea de que conocemos a esa persona como no la conoce nadie, se oculta una ilusión absolutista: la de controlar ni más ni menos que el amor, el pasado, el presente y el futuro.
Qué ambición desmedida.
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No podemos planificar todo ni controlar cada paso de nuestras vidas y la de quienes están cerca nuestro. Pero vivimos (o al menos yo vivo) prefiriendo ignorar esa certeza o matizándola con suplementos para limitar la angustia. Mientras me hago a la idea de que las listas y las agendas pueden obrar como calmantes aunque nunca como garantía de nada, me despido deseándote que tengas una buena semana, toda la felicidad posible en casa y muchas alegrías en el fútbol.
Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com.
Hasta la próxima.
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