Niebla, nubes, montañas, nieve. Mar, océano. Tierra, frío, mucho frío, una mansión solitaria, una pirámide negra. Las primeras imágenes de 1899, la serie alemana que estrenó Netflix la semana pasada, son cautivantes, delicadas, misteriosas. Mientras se sucede el paisaje, la voz de una mujer dice: “El cerebro es más vasto que el cielo”. También: “El cerebro es más profundo que el mar”. Es un poema que Emily Dickinson escribió en 1962, a sus 31 años, cuando comenzó a recluirse en su casa, cuando dejó de ir a reuniones sociales, a muestras de arte, a charlas literarias, cuando dejó de pasear a su perro, cuando se encerró en sí misma. El poema se titula “El cerebro” y concluye —en la serie este fragmento no aparece, tampoco se menciona a Dickinson— de esta manera: “El cerebro tiene el mismo peso de Dios / pésalos libra por libra / se diferenciarán -si se pueden diferenciar- / como la sílaba del sonido”.
El plano ahora muestra un espiral en el océano. La cámara, nosotros, nos metemos ahí adentro y de pronto aparecemos en un neuropsiquiátrico; en un manicomio, como se decía un siglo atrás. La voz de la mujer toma cuerpo. Es Maura Franklin —la actriz se llama Emily Beecham— y tiene un camisón blanco; es paciente del lugar. “¿Padre?” Frente a ella, un hombre, una silueta envuelta en oscuridad. “¡Sé lo que vi! ¡No estoy loca!” Aparecen dos enfermeros grandotes, fornidos, vestidos de blanco, la toman de cada brazo y se la llevan. Ella sigue gritando: ¿Qué le hiciste a mi hermano? Él iba en el Prometeo. Sabía lo que hacías con esos barcos. ¿Por qué no lo recuerdo? ¿Qué le hiciste a mi memoria?” La cara del hombre, del padre, se ilumina, es descubierta. Mira a Maura, a la cámara, a nosotros, y dice: “Despierta”. Ahora Maura abre los ojos y está recostada en el camarote de un barco. Acaba de despertar sin entender nada. Nosotros tampoco.
Por ahora 1899 cuenta con una temporada de ocho capítulos que rondan los 50 minutos de duración cada uno. Los autores, los alemanes Jantje Friese y Baran bo Odar, guionista y director respectivamente, que además son pareja, son quienes crearon Dark. Además de esta temporada —en una entrevista con The Hollywood Reporter dijeron: “Ya tenemos ideas para una segunda y tercera temporada”— hay un documental de menos de una hora titulado 1899: detrás de escena. Ahí Jantje da una buena sinopsis: “Se trata de un barco de inmigrantes que van de Europa a Estados Unidos y en el viaje se encuentran con algo muy misterioso”. Bo Odar agrega que “la historia comienza como un drama de época que se convierte en una especie de historia de terror, pero resulta ser de ciencia ficción”. Ese enredo de géneros, esa mutación en la forma y ese desconcierto en el destino de la trama son elementos clave de la serie.
Es 1899 y el barco Kerberos sale de Londres con destino a Nueva York. Llega a bordo migrantes de distintos países. Cada cual habla su lengua, un detalle que recuerda a películas como Paris, je t’aime, Babel y Bastardos sin gloria. Hay diálogos en inglés, en alemán, en danés, en francés, en español, todo con sus particularidades y, desde luego, sus públicos. Maura, la protagonista, es inglesa; Eyk Larsen (Andreas Pietschmanncomo, actúa en Dark), el capitán del barco que perdió a toda su familia en un incendio, es alemán; Ángel (Miguel Bernardeau) y Ramiro (José Pimentão), pareja gay española; Ling Yi (Isabella Wei) y su madre (Gabby Wong), geishas de Hong Kong; Jérôme (Yann Gael), un ex soldado que viaja como polizón, es francés, también los recién casados Clémence (Mathilde Ollivier) y Lucien (Jonas Bloquetcomo); Olek (Maciej Musiał), obrero del carbón en el barco, es polaco; y además está la familia danesa.
Todos escapan de algo: tienen la imperiosa necesidad de dejar su vida pasada e iniciar un nuevo camino en esas tierras que entonces prometían, con su monumento insignia, libertad. El año no es casualidad. En la entrevista con The Hollywood Reporter, Baran bo Odar dijo que fue “un momento tan interesante que, desafortunadamente, fue la acumulación de muchas cosas terribles que sucedieron después: con la Primera Guerra Mundial y luego la Segunda Guerra Mundial, cuando la gente entró en un nuevo siglo, había mucha esperanza, pero también mucho miedo, con respecto a las ideas nuevas y las ideas más antiguas: el viejo mundo contra el nuevo mundo. La ciencia y la religión chocaron mucho”. Hay una frase que se repite mucho en la película: “esto no tiene sentido”, dice Maura; “esto no tiene sentido”, dice el capitán Larsen. También: “esto es imposible”. La estrategia es el enigma que crece y crece, siempre a punto de explotar.
La incertidumbre es algo más que un anzuelo, que una forma de mantener al espectador atrapado contra las cuerdas, o como suele decirse: en vilo. Hay un gesto políticamente narrativo ahí. ¿Acaso el mercado no se esfuerza por darnos productos masticables, fácilmente identificables, sobre todo masivos, adaptables a todo el mundo, con interpretaciones lineales y razonamiento inmediato? Cuando aparecen obras que dejan de lado el entendimiento rápido para centrarse en, justamente, lo opuesto, la incertidumbre, se genera un efecto de desconcierto. En la serie The O. A. se ve con suma claridad: se suceden los capítulos y no queda claro si lo que uno está viendo es una bazofia o una genialidad, sin embargo se queda, mantiene la atención, apuesta a mantener el contrato de lectura. El pensamiento, la reflexión, la postura crítica, el pulgar arriba o abajo, todo eso vendrá después. A veces es necesario dejarse llevar.
En el medio del viaje, reciben la señal de un barco. Hace cuatro meses desapareció el Prometeo, de la misma compañía naval. Nadie sabe qué pasó, pero estiman que luego de ese tiempo varando en el mar no hay sobrevivientes. Un barco fantasma. El capitán decide dirigirse a la ubicación recibida y rescatar a quien sea que esté con vida. En el barco, como todos escapan, como todos quieren llegar rápido a Estados Unidos, se niegan. El capitán no desiste y timonean hasta el Prometeo: lo encuentran, lo abordan, lo recorren y está vacío, salvo un niño, uno solo, escondido, de grandes ojos azules, traje, sin marcas de hambre ni heridas, que no habla, que no dice ni una palabra. A partir de la llegada del niño al Kerberos, los sucesos extraños que ya venían ocurriendo se aceleran. Empieza a morir gente, pistas difíciles de develar, identidades troqueladas, pasadizos secretos. Efectivamente: de la historia de época al suspenso, del terror a la ciencia ficción.
Que esta serie es una megaproducción no se ve solamente en el variado elenco y en la publicidad que le destinó Netflix, también en la cantidad de paisajes que proyecta. Hay un truco que no es spoiler: en 1899: detrás de escena la novedad se llama Volume, una herramienta que se basa en una pantalla curva gigante de fondo que reemplaza el clásico panel verde —que suele ser “rellenado” en postproducción— y un escenario adaptable. Con Volume, escenografías minuciosas y un efectivo trabajo de iluminación, los actores hacen el rodaje en un estudio gigante que se trasviste de desierto, de río, de barco, de montaña, sintiendo ellos mismos ese “estar ahí” que, según sostienen varios en este documental, es algo inédito e inexplicable. “Se ve real. Se ve muy real. Es muy útil para nosotros. No tenemos que viajar al desierto ni al Polo Norte, ni a los glaciares. Cambias todo en segundos”, cuenta ahí Andreas Pietschmanncomo.
Es imposible no pensar en Titanic cuando la protagonista —Emily Beecham dijo en 1899: detrás de escena: “Creo que ha sido el personaje más desafiante que he interpretado y que interpretaré”— observa en el gran hall del barco el festival de superficialidades o cuando se producen los diálogos en la cubierta. También se hace presente Lost, por su disruptivo método de acumular misterios. También la película Truman, pero mejor evitar spoilers. Quizás el único punto endeble a marcar en la serie —se podría ampliar a este tipo de series— es el reverso de su virtud, el segundo filo de la espada. Al jugar al límite con la incertidumbre, con la tensión, al sobrellevar y ampliar el suspenso de la trama capítulo a capítulo, cuando la explicación llega, cuando el develamiento se hace presente, no está a la altura de las expectativas que tan bien se fueron musculando durante todo ese tiempo. O al menos es lo que parece ocurrir.
Sin embargo, y como la clave está en el guion —aunque no es una serie que podríamos definir como ingeniosa, en el sentido que basa toda su potencia en una idea innovadora, en un argumento, ya que la dirección, la fotografía, las actuaciones, todo resalta—, el misterio siempre renace, la intriga siempre revive y de pronto el espectador se encuentra con que la historia no está cerrada, que aún quedan detalles por resolver, la sensación de que “esto no puede terminar así” y que la segunda temporada es inminente. Claro que es una serie adictiva —¿no es esa la envoltura que tiene la mayoría de las producciones audiovisuales actuales?—, lo interesante es que en esa adicción, en esa voracidad de “maratonear”, se filtra algo de belleza. Entretenimiento, por supuesto, pero con un bonus track agregado al regocijo pasatista de la época: destellos de algo que se parece mucho a la genialidad y que tal vez lo sea.
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