Hola, ahí.
No sé si te pasa —estimo que sí— pero al menos a mí me pasa frecuentemente y nunca deja de sorprenderme. Es muy común que al mismo tiempo que leo un libro, o veo una obra de teatro o una película, casi en simultáneo o en esos mismos días parte de la historia o algún personaje o algo que se nombra aparece en otro objeto de arte, a la manera de epifanía. Te doy un ejemplo, hace poco en la misma semana leí No me acuerdo de nada, el libro de Nora Ephron y Para que sepan que estuvimos, la novela de Marina Yuszczuk y en ambas aparecía mencionado el parque de diversiones de Coney Island. No digo que sea guau, que coincidencia. Pero guau, qué coincidencia leer esa referencia en dos libros diferentes en menos de 24 horas…
También hay casualidades misteriosas que de pronto vinculan lo que estoy leyendo con el lugar en el que estoy en ese mismo momento. Otro ejemplo: mientras leía El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura, viajé a México y justo el día en que estaba leyendo en la novela el capítulo que transcurre en la Casa Azul de Frida en Coyoacán, chan, yo tenía ese mismo día un evento… ¡en la Casa Azul de Frida! Bueno, sí, podía ocurrir. Pero no deja de darme cierta electricidad cuando sucede esta clase de sociedad inesperada.
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El peor de los daños
Por estos días ando en algo así como lo que te contaba, con un tema que merodea y del que no puedo salir.
Después de haber leído algunos comentarios auspiciosos, vi en Prime Video La caída, la película de Lucía Puenzo que es una gran radiografía de la manipulación y los abusos sexuales que se dan en un equipo olímpico de natación mexicano. El argumento está basado en una historia real ocurrida en 2004, la de la clavadista olímpica Azul Almazán.
En la ficción, Mariel (Karla Souza) también es una clavadista olímpica que está cerca de los 30 años y para quien el final de la carrera está a unos pasos. Su entrenador, Braulio, ejerce sobre ella un dominio absoluto, el mismo con el que manipula a su entorno.
Se acercan los Juegos de Atenas y por un problema de salud, la compañera habitual de prueba de Mariel no podrá acompañarla y, a cambio, Braulio (Hernán Mendoza) seleccionó a Nadia (Dèja Ebergenyi), una jovencita de 14, para reemplazarla. Mariel está desolada, su rostro y sus palabras evidencian un sinnúmero de inquietudes privadas que se ponen en juego con la elección del entrenador; algunas se advierten de inmediato (el tema de la edad, de la finitud profesional, los celos por la competencia); otras, mucho más poderosas, se irán revelando a medida que avanza la historia.
El espectador sabe desde el vamos que Mariel, una mujer hermosa, con una mirada intensamente triste y un cuerpo esbelto amasado en las rutinas del agua, no es una persona feliz y abunda en conductas autodestructivas. Tiene sexo compulsivo con conocidos y desconocidos, sufre dolorosas infecciones urinarias a repetición y bebe más de lo aconsejable. Su cara se va convirtiendo en una máscara; su obsesión: llegar a los juegos y ganar.
Inesperadamente, cuando todos parecen estar concentrados en los juegos por venir, la madre de Nadia (Fernanda Borches) denuncia a Braulio por abuso sexual aun en contra del pedido de su propia hija, quien dice ante todo el mundo que su madre miente. El peso del histórico entrenador en la comunidad (y también en la familia de Mariel) es de tal magnitud que es unánime el rechazo a la denuncia de la mujer. Incluso Mariel parece apoyar a su entrenador y se acerca a la madre de la niña para disuadirla con el argumento de que va a perjudicar a la chica. Pero eso será al principio. Luego, la memoria que estaba en sordina y entre sombras se dispara y convierte a Mariel no solo en la mejor compañera de Nadia sino en un símbolo, más allá de las piscinas.
La película es de una elegancia y una sobriedad magníficas. Los gestos y las miradas pesan por momentos más que las palabras en esta película que no es un film de tesis ni de barricada sino un thriller inquietante pleno de imágenes deslumbrantes: esos cuerpos esbeltos, la tensión antes de arrojarse al agua, la danza que une a esas compañeras de prueba que tienen tanto padecimiento en común y que, al mismo tiempo, representan momentos sombríos de mujeres de diferentes generaciones en los que se revela hasta qué punto el peor de los daños —aquel que marca a un chico para toda la vida— puede pasar desapercibido en una sociedad que no está dispuesta a prestarle atención.
La película, de más está decirlo, es realmente buena, no padece ripios ni mesetas molestas y tiene la actuación apabullante de Katia Souza, que vale por mil. La cámara de Lucía Puenzo muestra que se puede ahondar en temas vinculados a la violencia y los abusos sexuales sin abundar en la perversión y con el acento puesto en el padecimiento de las víctimas, lo que no significa, justamente, revictimizarlas.
Y algo más. Para quienes aseguran que tratar estos temas con respeto por las mujeres y sus figuras es un regreso a cierto oscurantismo ahora progresista, la forma en que Puenzo planta el mundo de las nadadoras y ese conflicto de abusos confirma que es posible poner en escena cuerpos hermosos sin bastardear la belleza ni regodearse en la hipersexualidad.
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Escenarios, obsesiones y rutinas
En una de esas coincidencias mágicas de las que te hablaba, al comienzo en la misma semana que vi La caída había recibido Bocetos de natación, un exquisito libro de Leanne Shapton que, aunque no trata sobre el tema abusos, sí toma —al igual que la película— escenarios, obsesiones, sensaciones y rutinas de quienes pasan desde muy chicos horas y horas de sus vidas en el agua. Me río sola mientras escribo: todas las imágenes que se me ocurren para decirte de qué manera me puse a leer como poseída el libro publicado por Blatt & Ríos son del tipo “me tiré de cabeza”, “me sumergí”, “me zambullí”.
El espíritu del ensayo acentúa mi tendencia a la obviedad…
Publicado originalmente en inglés en 2012, el libro recibió entonces algunos premios. Esta edición nos regala un adicional que vale mucho: la traducción es de Laura Wittner. Leanne Shapton (1973) es canadiense y actualmente vive en Nueva York. Es escritora, autora de varios libros y es muy conocida como artista y como editora. Fue ilustradora de la sección Opinión del New York Times.
El libro, de estructura original, sorprendente, recorre la relación de Shapton con la natación desde los tiempos en que comenzó a nadar y a competir junto con su hermano Derek. Pero nadar, para Shapton, no es algo vinculado a un tiempo de su vida sino que allí donde viaja (y viaja y viajó a muchos lados, de hecho ya que su marido fue durante mucho tiempo editor de las revistas de Condé Nast) lleva con ella su traje de baño y acomoda su rutina para sumergirse tempranísimo en piscinas o aguas abiertas, aunque estas últimas le resultan algo abrumadoras, y lo cuenta. Le falta, dice, el envase al que está acostumbrada. No hay en esas piscinas de 25 o de 50 metros que le son tan familiares riesgos de orden natural que puedan aturdirla o paralizarla como sucede en el mar...
En Bocetos de natación, Shapton narra a la manera de postales y en forma miscelánea diferentes momentos de su vida como nadadora, ya cuando entrenaba profesionalmente como luego de abandonar la competencia y dedicarse a su actual profesión. Relata sus ritos, sus dietas, sus manías. Pone mucha atención a las mallas, a las texturas, a las formas de la ropa en general. Narra también los momentos en que nadó desnuda en algunas playas o espacios nudistas de los países nórdicos. Y además, tal como anuncia el título, dibuja. Dibuja figuras en el agua, rostros de viejos compañeros de pileta y competencias como si se tratara de fotos movidas y pasadas por agua; dibuja también olores: sí, en el capítulo “14 olores”, aparecen como acuarelas de diferentes colores con la descripción de algunos combos de su memoria olfativa de los tiempos de vestuario, una maravilla de originalidad y belleza.
Hay otro capítulo, “Talles”, en el que aparecen fotografías de los diferentes trajes de baño que usó a lo largo del tiempo y el detalle de dónde fueron comprados y utilizados, una estrategia narrativa muy original y atractiva.
En las primeras páginas de este libro cautivante hay una frase que me explicó algunas ideas de la película de Puenzo. Es cuando dice:
“Los nadadores ponemos al entrenador por encima de todo. Lo admiramos, somos vulnerables, estamos desnudos y mojados frente a él. El entrenador nos ve débiles, nos debilita, cuenta con nuestra confianza, hacemos lo que nos dice. Es una relación como de guardián, padre, madre, jefe, mentor carcelero, médico, psicólogo y maestro.”
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Mar abierto
También en Blatt & Ríos fue publicado hace no mucho tiempo un librito pequeño que se llama Som-Hi (¡Venga!, ¡Vamos!, en catalán) y que es una verdadera preciosura. Hay en el diario del nadador una sintonía de su deporte con esa forma narrativa; como si a través de alguna forma de diario se pudiera plasmar una idea del registro que todo nadador tiene en la cabeza y que lo lleva a contemplar obsesivamente el cuidado de su cuerpo, la eliminación del vello, el dominio de su técnica, los objetivos, la necesidad de fusionarse con el entorno.
Las diferentes rutinas. Los movimientos de los brazos, de las piernas, la respiración, la cabeza adentro, la cabeza afuera. El compartir espacio con otros cuerpos que buscan el mismo tesoro…
La autora de Som-Hi también es artista, se llama Inés Marcó y en ese libro narra el tiempo en que entraba al mar de Barcelona varias veces a la semana, con frío o calor, en cualquier momento del año, en grupo junto con otras personas pero diseñando un ritmo propio.
Una singularidad: mientras la intimidad del mar encuentra a la narradora con ella misma y con cuestiones vitales propias, el conflicto independentista catalán se escucha a lo lejos. Como en la costa.
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Nadar de noche
Otro libro maravilloso sobre la relación de las personas con el agua es En el estanque (Diario de un nadador), publicado por Entropía, donde —traducido por Juan Nadalini— el inigualable crítico, poeta y ensayista inglés Al Alvarez —adicto a la adrenalina, montañista, jugador— cuenta su experiencia como hombre mayor que se sumerge habitualmente en las verdes aguas que se hallan en Hampstead, un verdadero tesoro natural de Londres.
En Constelación de nado (publicado por Norma), Mariana Furiasse cuenta la historia de Gala, quien está buscando entender su identidad sexual, su deseo, que no encaja exactamente en el casillero que el mundo viene señalando hace mucho tiempo como un deber ser. Junto con su mamá y su hermana están en Bariloche, donde viven sus abuelos. Y es precisamente el abuelo quien consigue que a Gala le permitan ingresar a la pileta de un hotel del centro cuando está cerrada para los turistas. Así cuenta ella lo que siente cuando se zambulle:
La malla era perfecta. Tenía la espalda descubierta hasta la cintura, negra, con unas tiras cruzadas fosforescentes, no muy gruesas, lo que es perfecto porque soy bastante plana. Y la parte de atrás me cubría exactamente la cola, siempre me resulta más cómodo así.
Esa fue mamá. Ella sabe. La gorra, insólita. Negra con unos lunares que parecían brillos, pero no eran. Junté mis cosas y las lleve conmigo a la piscina. Las dejé en un banco. No había nadie. Y eso me emocionó igual que cuando el abuelo me había dado la bolsa en la camioneta. Caminé hasta el borde. La superficie quieta. Transparente. Suavemente iluminada. Enfrente, el mundo vidriado. A lo lejos, bosque y montaña.
Respiré hondo. Me estiré.
Y me sumergí.
Leo en esa novela para jóvenes esta escena que representa la idea de nadar de noche e inevitablemente pienso en Forn. Y en ese cuento hermoso que ya es historia literaria, y en ese diálogo inesperado —literalmente— entre un padre y un hijo. Y recuerdo, como no, aquella frase, la respuesta del padre a la pregunta acerca de cómo es eso de estar muerto.”Como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse”.
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No aprendí a nadar, pero nado. No me ahogo, disfruto el agua y puedo ir de acá para allá jugando, digamos, nunca compitiendo, ni siquiera conmigo misma. Soy nadadora de chapuzón, chapucera de pileta, ahí está.
No conozco esa sensación que se adivina en la película de Puenzo y se lee en los libros que te mencioné, no sé de qué se trata eso de maridar con el agua —lo intuyo, vivo hace décadas con un hombre para quien nadar en algunos momentos de su vida es algo así como respirar— pero me atrae la experiencia de los otros, me gusta muchísimo ver las carreras de los juegos olímpicos: puedo quedarme largo rato viendo esas competencias de las que no entiendo absolutamente nada pero que me maravillan igual. Es poner la mente en blanco, aunque en agua.
Me despido con otro boceto de Leanne Shapton y te recuerdo que siempre podés escribirme al correo hpomeraniec@infobae.com.
¡Hasta la próxima!
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