Los trabajos de esta muestra en Mite Galería se remontan a un ejercicio: Marcela Sinclair es docente de primaria y durante la pandemia les propuso a sus alumnos hacer sellos con verduras para revelar su espíritu (el de las verduras, claro). Como suele suceder, el procedimiento fue creciendo en ella, que se copó y se puso el traje de artista figurativa para jugar, por diversión. Así nacieron estas criaturas, cuando pasó a usar como matriz los ingredientes del puchero que preparara para sus amigos. Por un rato, y para entendernos, a las criaturas les diremos “los seres escolares”. Porque lo que nace en torno a las instituciones, como la escuela, no está hecho sólo de disciplina y alienación (perdón Foucault) sino que también se forma en el entusiasmo de eso que algunos llaman ridículo.
Es sabido que si Sinclair acerca el arte y la didáctica es sólo por vía de ese entusiasmo (nada de “giro pedagógico”, cualquier solución genérica relativa a tal programa es harina de otro costal). Como sea, el estilo de los seres escolares no logra cumplir con las normas ISO del gusto de ocasión, o se pasa tres pueblos o se baja antes de tiempo y antes de lugar, esa es su medida (su ansia) y esa es también su pretensión. Porque si hay algo para afirmar con certeza es que se trata de un estilo pretencioso, y esto último debe entenderse como un halago.
La gracia de las formas está en unas pocas combinaciones entre material y composición. La gracia del puchero está en que no pierde calidad por ser un plato barato. Papa, batata, zanahoria, cebolla, ajo, choclo, zapallo cabutia, anquito, coliflor, hueso de caracú. Una cualidad inherente a la obra de Sinclair es la predisposición a transformar lo que queda a mano, sí, pero lo que le sale “tiene esa marca de estar a la vez muy cerca y muy lejos del punto de partida”.
En un cuadernillo de la revista Segunda Época, leí que su arte es “disparatado, pero con límites”. Un disparate organizado, entonces, metódico. Las coordenadas de las que se sirve aquí son dos: las del esqueleto y las del invento. El esqueleto que otorga el sostén para el ritmo, y el invento que no desmonta la extrañeza del mundo, que deja a quienes nacen en él vivir su misterio, hacer su ridículo específico y particular.
Como el puchero es un plato generoso, la matriz de la que provienen estas criaturas se multiplica en un caudal de motivos. Está la animalística: ser ecuestre juega a las bochas; desfile de bichos; terneros pastando; dragón oriental trae la lluvia y controla las aguas. Y los personajes: bailaora con castañuelas y vestido de volados encebollados; canoero litoral; vendedora de empanadas canasta en la cabeza y Cabildo detrás; geisha con kimono, kanzashi y sombrilla. Además las cebollitas sobre papel de servilleta gofrado, como la fumadora de opio que bate sus alas; la que luce penacho en la coronilla; o la que esconde los rulos bajo el sombrero. Luego, la retratística más delirante.
“Motivos” es la palabra justa, porque el motivo es capaz de mover y también de determinar la existencia de las cosas (en eso se parece al esqueleto). Si bien quien reina ahora es la monocopia b&n, esta serie es pariente del “optimismo dark latinoamericano” de Transmandioca y La chocla, esos personajes que también provenían de verduras, pero entonces en clave collage, a los que la artista sumaba el uso de espirógrafo, cartulinas fluorescentes, perlas de cotillón, lapiceras.
Ahora bien, abrirle paso al disparate particular es un trabajo serio. Si le damos rosca a esta idea podríamos incluso decir que es un trabajo inherente a la clase media (a veces a las ideas no hay que ajustarlas, sino darles rosca y pasarse nuevamente de largo). La visión de Sinclair, su imaginario, su canasta simbólica, bebe allí, de esa clase social, pero para ponerla en estado de reversión.
La artista se inspiró para esta serie en los platos de Castagnino, esa vajilla de la que su mamá estaba tan orgullosa; en las muñecas españolas que le fascinaba ver en otras casas y que horrorizaban a su familia; en ciertas pinturas decorativas orientales, esas que lucían las cocinas de sus amigas de infancia; en las ilustraciones de los libros de historia que le daban en la escuela; en artistas archiconocidos que le gustaban de chica. Y acá es donde vuelve la cuestión del gusto. Con las salvedades del caso, hablar de gusto es hablar otra vez de pretensión, y hablar de pretensión es hablar nada más ni nada menos que de clase media, que le teme al mal gusto más que al diablo, y por eso sale corriendo a salvarse en el design.
El estilo de los seres escolares mira esas dos posibilidades con cariño y corre para otro lado, porque si juega con la herencia es sin especulación, y por eso puede ser amoroso y elocuente a la vez. Puede ir de La danza de Matisse al caballo encabritado de Castagnino con rancho en el horizonte, aquellos con los que el pintor ilustró el Martín Fierro e ingresó en los hogares argentinos.
En estos sellos, Sinclair ya no revela el espíritu de las verduras, como lo hacían sus alumnos, sino que juega con el espíritu de clase (o con su esqueleto, el extraño ser de hueso que esta tiene adentro). Pasa que estamos hablando de una clase que es como la cebolla, con tantas capas, falsa de corazón, sí. Y llorona. Aun así, Sinclair nos advierte que “eso de que la cebolla hace llorar, es relativo e incompleto”. Dicho esto, corta la parte entintada de los ingredientes para meterlos finalmente en la olla.
*Marcela Sinclair: algunos órganos poseen dobles esqueletos. Hasta el 26 de noviembre de 2022. Mite Galería, Avenida Córdoba 380. De martes a viernes de 14 a 19 hs. y con cita previa
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