Cualquier turista se sentirá intimidado al estar al pie de alguna de las estructuras conocidas como spomenik (“monumento” en serbocroata), erigidas en varios puntos de los países de la ex Yugoslavia. A simple vista se los puede apreciar por su magnificencia, su morfología casi salida del mal sueño de una civilización perdida y el significado trágico que encierran en medio de una tierra caracterizada por las diferencias de todo tipo.
Pero también su impacto visual reside en su ubicación y entorno: la mayoría de estos monumentos están en el medio de zonas agrestes y despobladas, como viejas formas extraterrestres caídas en desgracia. Dos ejemplos claros son, por un lado, el Monumento al Levantamiento en Vojvodina (Zrenjanin, Vojvodina, Serbia, 1985) que es, morfológicamente, una nave espacial; y el Monumento a los Soldados Caídos de Kosmaj (Kosmaj, Serbia, 1971), una estrella gigante de ocho puntas.
Fueron encargados por el líder yugoslavo Josip Broz, Tito, en las décadas del sesenta, setenta e inicios de la del ochenta, con el fin de rendir homenaje a las milicias partisanas que defendieron el país de las tropas nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Tras romper relaciones con la URSS por rechazar las intenciones estalinistas de convertir a Yugoslavia en un estado satélite soviético, la intención de Tito fue reforzar una identidad nacional que le diera legitimidad a su estado. Y nada mejor para llevarlo a cabo que glorificar a los compatriotas caídos ante una amenaza exterior.
Sin embargo, no fue tarea sencilla. El territorio aglutinaba diferentes naciones que hasta hacía no mucho tiempo habían estado enfrentadas en términos étnicos y religiosos. Para dar algunos ejemplos, en Croacia, nación cristiana, los fascistas locales conocidos con el nombre de ustacha recibieron a los nazis con los brazos abiertos. Una vez en el poder, cometieron atrocidades de todo tipo contra serbios, bosnios (de religión musulmana) y judíos. Por su parte, la también cristiana Serbia fue testigo de la puja entre agrupaciones filonazis y contrarias al invasor, y en Eslovenia les dieron la bienvenida con vítores. Ante un escenario tan complejo, la misión de establecer una memoria nacional que fortaleciera el estado era prácticamente una utopía.
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Esta información importante y crucial no debería pasar desapercibida para aquel turista asombrado ante las formas extrañas del Monumento a la Revolución al pueblo de Moslavina (Podgaric, Croacia, 1967) o de esa especie de palacio futurista llamado Monumento al Levantamiento del Pueblo de Kordun y Banija (Petrova Gora, Croacia, 1981) cuyo autor, Vojin Bakić, también realizó el impactante Monumento a la victoria revolucionaria del pueblo de Eslavonia (Kamenska, Serbia, 1968). Pero también cabría la posibilidad de que el turista se preguntara por las formas tan variadas y extrañas de esos monumentos y por qué ejercen sobre sí mismo una mezcla de fascinación e interpelación. Y aquí es importante volver a la intención rupturista de Tito para con el régimen soviético.
En los países europeos alineados a la URSS, la línea arquitectónica que se utilizaba estaba emparentada con el realismo socialista. Los monumentos repetían rasgos comunes: personajes de gestos adustos, bustos con poses dramáticas, héroes marciales de mirada severa. A la hora de crear se desaprobaban todos los estilos más libres y vanguardistas, tan en boga en el resto de Europa. Por lo que, para diferenciarse de esto y como contrapunto al espíritu del gigante del este, el gobierno de Tito tomó en cuenta los lineamientos estéticos del expresionismo abstracto.
Con los años, los innumerables spomenik sembrados por todo el terreno atrajeron las miradas del mundo, pero aún más de las juventudes yugoslavas que debían recibir una educación patriótica y pragmática basada en la tragedia y el heroísmo de los pueblos que conformaban el estado en el que vivían. Unidad y Fraternidad fue el lema elegido por el gobierno, un lema que acompañó la inauguración de todos los spomenik con el fin de superar los viejos conflictos entre etnias y establecer así el nacimiento de un hombre nuevo (el socialista) como individuo de una sociedad también nueva (la yugoslava). Como el brote de la memoria nacida de las cenizas de los muertos, el spomenik La flor de Piedra de Jasenovac (Jasenovac, Croacia, 1966) se alza en medio del campo en donde fueron exterminadas ochenta mil personas en manos de los nazis. Otra muestra del resurgimiento de la nación yugoslava puede apreciarse en el Memorial de Bubanj (Niš, Serbia, 1963), tres puños enormes que recuerdan la ejecución de 10.000 serbios.
El Complejo Memorial de Kadinjača (Kadinjača, Serbia, comenzado en 1952 y finalizado en 1979) representa, en una escala gigante, el impacto de una bala como metáfora de la derrota de los partisanos ante las tropas alemanas en 1941. También el (Štulac, Serbia, 1981), conocido como El Francotirador, da fe, en tamaños ciclópeos, de la brutalidad del uso de las armas.
Pero el proyecto ambicioso de unión y fortaleza de la nación yugoslava comenzó un lento deterioro cuando en 1980 murió, víctima de una insuficiencia cardíaca, su líder y arquitecto, Tito. Ese proceso fue lacerando los esfuerzos por mantener una paz artificial resistida por gran parte de los yugoslavos y de cada una de las fuerzas armadas de los países que la conformaban. Once años después, todo eso desembocará en las sangrientas Guerras Yugoslavas.
La pregunta, entonces, es inevitable: ¿qué sucedió con los spomenik y la idea de representación que encarnaba la unión entre croatas, serbios y bosnios, macedonios, montenegrinos, kosovares y eslovenos? Los monumentos a la memoria de los partisanos caídos en la Segunda Guerra Mundial no pudieron resistir las viejas diferencias étnicas que resurgieron con más fuerza y animosidad después de la muerte del líder. Esa memoria y heroísmo construidos a fuerza de discursos, publicidad y spomeniks se enfrentó con el viejo dilema de que muchos de los crímenes cometidos por los vecinos antes de la formación de Yugoslavia no se debían olvidar.
Las guerras pasaron y arrasaron con todo a su paso. Las matanzas fueron de tal magnitud que militares de diferentes regiones fueron juzgados y sentenciados por el Tribunal Penal Internacional de La Haya. Hubo cambio de nombres de calles, de ciudades y alteraciones de las fechas del calendario. Después del conflicto, la intención renovadora fue la opuesta a la iniciada por Tito: se pretendió borrar todo rastro del pasado comunista y de la gloria y memoria partisana.
El turista dará fe de esto mismo cuando visite el Monumento al Coraje (Ostra, Serbia, 1969) que representa al pueblo yugoslavo alzando su brazo, significativamente abandonado a su suerte durante los años posteriores a las guerras de desintegración. También, como ejemplo, comprobará esa negligencia cuando visite el Monumento a la Libertad (Gevgelija, Macedonia, 1969). Los spomenik pasaron a ser un tabú; muchos sufrieron saqueos, vandalizaciones y otros tantos fueron directamente desmantelados por representar la unión (forzada) de esa ramas de naciones eslavas.
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Aún hoy, más de veinte años después del conflicto balcánico, las generaciones más jóvenes claman por la reconciliación entre serbios, kosovares, croatas y bosnios, las cuatro naciones que resultaron más sacudidas por la guerra. Existen iniciativas de conservación de los spomenik por parte de las autoridades de estos países, entre los que también podemos mencionar a Macedonia y Eslovenia. Sin embargo, la población más entrada en años no tolera la idea de borrón y cuenta nueva lanzada por los gobiernos. También se oponen a que se destinen fondos para el mantenimiento de monumentos representativos de un comunismo que los llevó a la ruina.
Las ideas que guardan los monumentos están en constante reverberación. En palabras del filósofo Jacques Derrida, de alguna manera se resignifican los sentidos alrededor de un objeto para dar luz al significado que éste encierra. La admiración meramente estética de estos monumentos y las cicatrices que las Guerras Yugoslavas imprimieron sobre los mismos, llevan a una reflexión acerca de los pasajes imborrables de una historia reciente. Como metáfora de esto, quizás sea necesario que el turista visite el Complejo Conmemorativo de la batalla de Sutjeska en el Valle de los Héroes (Tjentište, Bosnia y Herzegovina, 1971), dos alas de ángel enormes de estilo brutalista inspiradas en las alas de la famosa escultura La Victoria de Samotracia.
Los spomeniks siempre estarán presentes dominando las montañas, los valles, las zonas más áridas y las costas de una tierra marcada por la violencia. Recordarán las ideas de unión y libertad de los pueblos, ya no solo circunscrito a los países de la ex Yugoslavia, si no a todas las naciones y pueblos del mundo.
A esta altura, el turista en cuestión, muy bien lo sabe.
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