“In the day we sweat it out in the streets of a runaway American dream,
at night we ride through the mansions of glory
in suicide machines” “Born to Run”, 1975
En las líneas que abren la canción “Born to Run”, incluida en el disco del mismo nombre publicado en 1975, Springsteen toca varias de sus obsesiones recurrentes. La idea de la carretera como metáfora de un país lleno de posibilidades y oportunidades, pero, a su vez, resquebrajado, roto en su núcleo central. El disco, sin dudas una de las obras claves de Springsteen, está repleto de canciones sobre jóvenes que desean escapar en búsqueda de una vida mejor en esa tierra de “sueños y oportunidades” del corazón del ethos del mito americano... La esperanza permanente de la huida hacia adelante permanente, del escape ante trabajos sin futuro, relaciones destruidas y frustraciones de tantos miles y millones de trabajadores de cuello azul estadounidenses. Si Bruce entiende esto tan bien es porque en algún momento, aunque ya fue hace mucho, él mismo perteneció a ese sector de americanos jóvenes y sin perspectivas de horizonte aparente.
Paddy McAloon, de la banda británica Prefab Sprout, cantaba en “Cars and girls”, uno de sus hits ochentosos que “la vida es más que chicas y autos”, intentando esbozar una crítica a la imaginería tan presente en la obra de Springsteen. Sin embargo, McAloon confundía forma y fondo: para Springsteen, la promesa de evasión presente en canciones como la misma “Born to Run” o “Thunder Road” –acaso una de las canciones de amor más hermosas de la historia de la música pop– es lo único que mantiene vivo al ser humano en medio de una sociedad cada vez más derruida. La obra de Springsteen alcanzaría cuotas de oscuridad bastante considerables, prácticamente inéditas hasta el momento para un artista de su alcance comercial en los Estados Unidos.
En “Badlands”, del disco Darkness in the Edge of Town, de 1978, ya cantaba “trouble in the heartland” –sobre “problemas en el corazón del país”– en la previa de la era Reagan, o en la canción homónima del disco le avisaba a la chica que si lo buscaba, podía encontrarlo en los márgenes de la ciudad, donde la oscuridad es permanente. En megaéxitos como “The River”, se ponía en la piel de un arquetípico joven de pequeña ciudad, o pueblo chico, que para su cumpleaños número 19 había recibido como regalos una “chaqueta de boda y una tarjeta del sindicato”. Sin embargo, es en Nebraska, de 1982, donde la cosa realmente se pone oscura. En “Atlantic City” avisa que tiene “deudas que ningún hombre honesto puede pagar”, mientras que en “Used Cars” o en “Mansion on the Hill” toca temas de infancias tristes, problemas ya sin solución porque el tiempo pasó y no queda más nada que hacer.
Tanto en “Open all Night” como en la canción que da nombre al disco, la carretera y la chica como escape a los problemas ya no existen. Como si se tratara de una especie de inversión de “Thunder Road”, ya no hay ninguna esperanza de redención, “Nebraska” cuenta la historia real de Charlie Starkweather –un joven con típico aspecto de los años 50 americanos, a lo James Dean– y su novia Caris Fugate, que durante un viaje en auto entre Nebraska y Wyoming asesinaron a ocho personas sin motivo aparente. En la canción final, “Reason to believe”, Springsteen cierra cada estrofa con una línea demoledora: “Me resulta divertido, señor, que al final de cada dura jornada la gente siga encontrando un motivo para creer.” Ya no hay motivos para creer en los Estados Unidos del neoliberalismo reaganiano.
Durante los años de Nebraska, Springsteen atravesó una profunda depresión a tono con la música que estaba haciendo por aquel entonces. De aquellos años es la canción que le proporcionaría la redención, tan americana, apenas poco tiempo después. La ultrafamosa –y mal interpretada– “Born in the USA”, que había sido escrita en formato acústico pero que su histórico manager, Jon Landau, recomendó que la guardara para grabarla con su E Street Band. Le vio potencial de hit, y no se equivocaba. Springsteen se reconvirtió en una especie de Rambo del rock, con su pañuelo omnipresente y su imagen de arquetipo americano con destino de poster. Para la prosa del disco fue retratado de espaldas, con su camiseta blanca arremangada, jeans 501 Levis azules y gorra roja saliendo del bolsillo. Un Tom Sawyer de los años ochenta dispuesto a reclamar el trono que le correspondía a los suyos.
Con la fama inimaginable, vino, también, la mala interpretación, con o sin mala intención, incluso, por parte del mismo Ronald Reagan. Desde el entorno presidencial le pidieron a Springsteen que apareciera en algún acto con el entonces mandatario, pero, hasta entonces, el músico prefería no posicionarse políticamente, ya lo hacían sus canciones por él, que, saltaba demasiado claro, nada tenían que ver con los valores sostenidos por la era Reagan. Pero cuando el presidente pasó por New Jersey, e hizo una parada en la pequeña localidad de Hammonton, con apenas 15.000 habitantes, afirmó: “El futuro de América [EEUU] descansa sobre un millar de sueños dentro de vuestros corazones; descansa en el mensaje de esperanza de las canciones que tantos jóvenes americanos admiran: las de Bruce Springsteen, originario de este mismo estado de Nueva Jersey. Y ayudarnos a hacer que esos sueños se convirtieran en realidad es precisamente mi trabajo”.
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El presidente pretendía hacerles creer a los habitantes de esos pueblos de Nueva Jersey que se parecían a “un paisaje lunar” –como cantaba en “Open all Night”–, tras la devastación neoliberal, que Springsteen era uno de los suyos. A los pocos días, un Bruce todavía sorprendido por la repercusión de sus letras, contestó: “El presidente mencionó mi nombre el otro día, y no dejo de preguntarme cuál será su disco favorito de los míos. No creo que sea Nebraska. Ni siquiera creo que lo haya escuchado”. Por si quedaban dudas respecto de sus posiciones políticas hasta aquel entonces, no hacia falta decir mucho más. Mucho tiempo pasó desde aquello, y Springsteen pasó por muchas cosas: la separación y reunión de su legendaria E Street Band; la muerte de uno de sus pilares, miembros fundadores y hermano de mil batallas del Jefe, Clarence Big Man Clemons; un divorcio público y la vuelta del amor con Patti Scialfa, quien canta en la nueva encarnación de la E Street Band y lo acompaña a todos sus shows; su consolidación final como hombre fuerte de la industria cultural estadounidense haciendo shows de Broadway y publicando libros sobre su vida. Todo ello, batallando contra una depresión omnipresente, de la que no reniega públicamente. Y, por supuesto, aún sigue publicando discos regularmente -el último, de versiones de clásicos de soul, publicado el 11 de noviembre-, y presentándose en sus shows legendarios de más de tres horas.
Si con alguien se puede hacer un paralelismo en el mundo de las letras sería con otro gran trabajador incansable y narrador de los vericuetos y grietas del sueño americano, Stephen King. La comparación no es antojadiza, el maestro de la literatura es un ávido conocedor y fan del rock and roll en general y de Springsteen en particular, cuyas canciones nombra en varios cuentos y novelas. Ambos actualmente son orgullosos militantes del Partido Demócrata y encuentran en Donald Trump y la deriva ultraconservadora del Grand Old Party a la raíz de gran parte de los males de un país que parece haber perdido el rumbo hace tiempo. Bruce, incluso llegó a grabar un podcast con su amigo Barack Obama, titulado Renegados. Por supuesto, a nadie se le escapó, en su momento, la palpable ironía de que dos hombres que son parte del 1% más importante de la elite cultural y política del país más poderoso del planeta se autodenominen a sí mismo como marginados. El Jefe, al igual que King, hace campaña desde hace años por los candidatos demócratas, incluyendo las últimas elecciones de medio termino del 8 de noviembre pasado, en las que los republicanos resultaron vencedores, dejando a los Estados Unidos nuevamente frente al abismo de un más que probable regreso de Trump, o, al menos, del trumpismo. Algo que no se le podría haber ocurrido a King ni siquiera en sus cuentos más pesadillescos hace poco tiempo atrás.
La gran Mariana Enríquez –fan confesa del Jefe– me comentó un tuit hace unas semanas em el que decía que nadie describió tan bien el fin de una relación como Springsteen en “Brillant Disguise”, contenida en Tunnel of Love, su “disco de divorcio”, a la manera del “Blood on the Tracks”, de Bob Dylan: “Tonight our bed is cold; I’m lost in the darkness of our love. God have mercy on the man Who doubts what he’s sure of” (Esta noche nuestra cama esta fría; estoy perdido en la oscuridad de nuestro amor. Dios tenga piedad del hombre que duda de lo que está seguro). De la misma manera que podría argumentarse respecto de tantas canciones de Springsteen, también sería posible aplicar la parte final de esas líneas al estado de las cosas en los Estados Unidos de hoy.
Actualmente, son muy pocos los que no dudan respecto de lo que antes todos estaban seguros, no hay más certezas respecto de un mito central para la constitución y fundación misma de su país: el Sueño Americano. Y, a diferencia de otros tiempos, cuando aún quedaban largas carreteras, clásicos autos americanos, y chicas “que no son una belleza pero están bien” con las que “escapar de este pueblo lleno de perdedores para ganar”, no parece haber más adonde ir. Al menos, hasta que pase el próximo auto, y la próxima chica, porque, a fin de cuentas, también es necesario “mostrar algo de fe, hay magia en la noche”, o, al menos, en nuestra parte de la noche.
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