Mariana Travacio es una autora que en los últimos años consiguió acuñar una voz propia en la literatura argentina a partir de novelas que se insertan en una tradición narrativa que hace del registro de la oralidad y de la errancia de los personajes sus puntos esenciales.
Travacio nació en Rosario en 1967, vivió durante su infancia en Brasil y en la actualidad vive en Buenos Aires. Es psicóloga y trabajó como docente de la cátedra de Psicología Forense. Es traductora de francés y portugués y cursó la maestría de Escritura Creativa que dirige María Negroni en la UNTREF.
Es la autora de los libros de relatos Cotidiano y Cenizas de Carnaval y de las novelas Como si existiese el perdón (que recibió una mención especial en el Premio Nacional de Literatura) y Quebrada que, aunque pueden leerse de manera autónoma, comparten paisajes áridos del norte argentino como escenarios y algunos personajes, de modo que habitan en una misma forma de la fábula. Ambas fueron publicadas por Tusquets.
Lo que sigue es la reconstrucción de una conversación que tuvo lugar semanas atrás.
— Un tono es un estilo, es una clase de literatura singular. Tu narrativa tiene eso. ¿Cómo trabajás eso en la lengua? O, mejor, ¿cuánto te importa eso en tu lengua literaria?
— Creo que me importa todo, digo siempre que la literatura es un asunto de lenguaje. Pero de todas maneras hay algo en los procesos creativos y cómo se da esto. A mí me sucede que la escritura se me da de un modo muy auditivo: lo primero que necesito es escuchar un tono, justamente, el tono de una voz, ¿no? Incluso Borges decía que si se tiene la voz, la sintaxis peculiar de una voz, se tiene un destino. A mí me sucede eso, a veces me paso mucho tiempo buscando exactamente un tono. Cuando lo tengo, ya me es fácil seguirlo; es como seguir la sintaxis de esa voz. Y creo que es desde esa voz de donde surge todo lo demás, el paisaje, la trama, las cosas que van a ocurrir. Pero es cuando tenés al personaje ya y eso, para mí, te lo da la voz. Es decir, el modo en que una persona habla te determina quién es, cómo piensa, qué puede hacer, qué no puede hacer. Entonces, es un poco eso: siguiendo la música, la cadencia de la voz. En el caso de Quebrada, de hecho, la voz de Lina surge de una entrevista que le habían hecho en un diario a una maestra rural que se llamaba Aída y a mí me encantó justamente el tono de Aída, su modo de hablar. Y tomé nota de dos o tres oraciones, de ese fraseo, de esa cadencia que me pareció hermosísima.
— ¿Y de dónde era Aída?
— Aída era una maestra rural que iba a lomo de mula a dar clases a esta escuela y en un entorno como el de la Quebrada. Y ella tiene un accidente un día yendo a la escuela y entro a leer la nota porque me llamó la atención el nombre del pueblo, Mala Mala. Yo jamás había escuchado un pueblo con ese nombre. Además me pareció tremendo. Entonces entro a leer la nota por eso. Y tenía frases muy bonitas porque, por ejemplo, luego del accidente, si no la encontraban se moría, estaba lastimada. Y decía cosas como “Yo, que me andaba llevando a las patadas con diosito, últimamente”. Y se encuentra rezando para que la encuentren y para salvarse ¿no? Y por ahí el periodista le pregunta “¿Y cuánto tarda usted en ir desde su casa a la escuela?”. Y ella dice: “Se echan dos días, como se echan cuatro, según los vientos”. Entonces, para mí en la voz de esta maestra había todo un paisaje. Y me pasó algo re loco es que yo escribo Quebrada tirando de esa voz de este pueblo que se llamaba Mala Mala, que yo nunca lo había googleado y que no sabía exactamente a dónde quedaba, ¿no? Y cuando se publica la novela recibo un mensaje por Instagram de una persona que no conozco, que se llama Natalia y me manda una foto de una carreta tirada por dos bueyes en un entorno así pedregoso. Y me dice: “Gracias por pintar los paisajes que transito a diario. Esta foto es camino a Mala Mala”.
— Dios.
— Impresionante. Era la segunda vez que escuchaba “Mala Mala”. Le pregunto: ¿adónde queda eso? Y, ahí me entero que queda en la provincia de Tucumán y que a ella le encanta el montañismo y que vive atravesando esas montañas, cosas mágicas de la literatura. Hablando de voces.
— Leyendo tu biografía no lo parece, pero te lo pregunto: ¿la vida rural tuvo algo que ver en tu vida o es pura literatura para vos?
— Yo en eso estoy con Barthes, para mí la escritura sale de las lecturas. Porque lo que pasa es que cada uno de nosotros, cuando escribimos, producimos una escritura singular porque se conforma de un recorrido singular que uno también hace. Los recorridos de lectura en mi caso fueron muy azarosos, siempre. Barthes en La preparación de la novela dice que uno dialoga más genuinamente o más a fondo con determinada literatura, que es la que a uno lo interpela, ¿no? Porque se anuda, dice Barthes, a la tópica del deseo de uno.
— Me hace acordar un poco a lo que Umberto Eco llamaba la enciclopedia y a la idea del lector ideal, que es uno mismo. O sea, esa enciclopedia solo la tiene uno, en definitiva.
— Claro. Es que cuando vos empezás a preguntarle a alguien que escribe por su biblioteca vas a ver que cada uno tiene un recorte hecho. Porque también cada uno de nosotros tenemos una propia búsqueda estética, hasta en las cosas que nos conmueven estéticamente. Y no encontramos las mismas cosas todos en aquellos deslumbramientos que la literatura nos produjo, dónde nos deslumbramos, dónde nos fascinamos como lectores.
— Y a qué edad también, ¿no? Porque yo pensaba, a ver, capaz que me equivoco. Pero cuando uno te lee, uno encuentra a Rulfo, a García Márquez. Pero en estas dos novelas tuyas uno encuentra esos tonos y esa literatura. ¿Esa literatura no fue leída por vos -o al menos la primera vez- cuando eras muy chica y te provocó el deslumbramiento por la literatura?
— Es que acabas de decir algo que es increíble pero es tal cual. Yo me crié en Brasil y en Brasil los libros de la biblioteca en casa estaban en portugués. Y como me educaron en un liceo francés, los otros libros que yo podía leer eran los extraídos de la biblioteca del liceo, que estaban en francés. Y yo tengo 55 años y por supuesto que mi Netflix en esa época eran los libros. Entonces, yo me paso la infancia leyendo traducciones. Leyendo a Poe, a Dickens, a Julio Verne, a Hemingway. Esa era mi lectura de infancia. Ahora, cuando llego a los 13, 14 años, me encuentro por primera vez con la lectura de libros en mi lengua madre y ahí es donde me deslumbro con la literatura, cuando empiezo a leer. ¿Y con qué me encuentro a esa edad? Me encuentro con Cortázar, con García Márquez, con Vargas Llosa, con Rulfo, con Carpentier, con Carlos Fuentes, con Donoso. Yo empiezo a los 13, 14, 15 en adelante y me instalo ahí porque es cuando empiezo a leer subrayando. Es cuando algo del orden de la gramática me llama. Yo decía “ah, se puede escribir así”. Claro, yo venía de leer otro tipo de literatura. Yo me acuerdo de estar encerrada, mi familia me decía: vamos a la playa. “Vayan ustedes que yo estoy acá con un libro, lo más bien”. No me sacaban del cuarto. Entonces, sí, mi gran abrazo empezó ahí. Es decir, ahí se me produjo una ruptura. Yo ya no fui la misma.
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— Tu literatura encaja mucho en la literatura en general latinoamericana de la que estamos hablando. O en autores como Tizón o Di Benedetto. Ese es el tono, es esa sintaxis. Algo que uno extraña porque no está presente hoy por lo menos en la literatura argentina.
— Claro. Yo, por supuesto, después de este primer deslumbramiento tuve otros. Pero creo que, bueno, uno vuelve siempre al primer amor, también.
— Te quería preguntar por los personajes de los hermanos Loprete: ¿tienen algo de “La gallina degollada”, el cuento de Quiroga?
— Ah, mirá. Porque sabés qué pasa, hay algo interesante también cuando uno piensa en los procesos creativos. En general a mí me es más fácil cuando termino de escribir mirar para atrás y decir “ah, mirá, acá aparece esto”, ¿no? Pero también una escritura es una mitad, no es una mera proposición. Hay tantos textos como lectores tenga ese texto. Para alguien que escribe creo que no hay mayor fiesta, mayor motivo de celebración, que los ojos que encuentran ese texto y te devuelven una mirada. Y uno ahí encuentra que ese texto son miles de textos porque de alguna forma estamos como todo el tiempo reescribiéndonos, ¿no? Y hay algo colectivo. A veces creo que estamos todos escribiendo un mismo libro, fragmentos.
— Sí, pero también me parece que tiene que ver con lo que mencionábamos antes porque todos tenemos esa enciclopedia, esa biblioteca, como autores y como lectores.
— Sí, seguramente. No sé, a mí me pasa que cuando encuentro un libro que me deslumbra salgo -sin que nadie me lo pida- a recomendarlo. Y a veces se lo recomendás a alguien que se deslumbra al igual que vos y otras lo recomendás y esa persona te dice “sí, está bueno” y vos decís: “No maestro, esto es una obra de arte, cómo ‘está bueno’…”.
— Hablábamos de un tono, de una gramática, de una sintaxis, y estamos hablando de relatos en primera persona. Me contabas cómo surgió la voz de Lina de Quebrada, pero también está la voz de su marido y hay más voces. ¿Qué es o cómo es narrar en una primera persona con un narrador que en principio no tiene que ver con el autor?
— Se juegan varias cosas, me parece. Porque, por un lado, te diría que todas esas primeras personas sí son de alguna forma el autor, entrecomillado. Pienso por ejemplo en la literatura de António Lobo Antunes, que admiro profundamente, que es totalmente polifónica y, sin embargo, a ratos tengo la sensación como lectora de que todas esas voces son como un caudal oceánico que nacen de un mismo río en algún punto. Como si fueran afluentes. A mí me gusta mucho trabajar la primera persona y me pasa que cuando tengo la voz, como te decía al principio, cuando encuentro esa sintaxis ya tengo al personaje. Le tengo un respeto profundo. Yo ahí ya no tengo nada que ver. Es como un trabajo con mucho de respetarlo a ese personaje, lo que ese personaje tiene que hacer en función de quién es, del origen que tuvo.
— ¿Como si lo desgrabaras?
— Exacto. Exactamente. Como si lo fuera escuchando. Es más, ahora que me traés la palabra desgrabar, porque también en el camino de la escritura uno a veces se va volviendo un poco loco, ¿no? Mi hija, la menor, la otra vez entra a mi estudio y me dice “mamá, con quién hablás”. Y yo estaba sola, estaba escribiendo. Lo que pasa es que se ve que ahora escribo en voz alta (risas), o sea, como que voy desgrabando.
— Qué maravilla. Yo suelo preguntarles a los autores si se leen en voz alta y vos me decís que escribís en voz alta. Extraordinario.
— Empecé a escribir en voz alta, es una locura. Porque antes yo imprimía y corregía en voz alta para ver dónde iba la coma. Pero ahora se ve que empecé a escribir en voz alta, además.
— Haber nacido en un país, haber crecido en otro parece vincularse a la idea de errancia que aparece en tu literatura. Aparece como algo fundamental para la trama y para lo que es el centro de las novelas.
— Sí. Sí, en efecto. Escribimos con todo lo que nos compone. Hace un rato decía que escribimos fundamentalmente desde lo que hemos leído, no hay dudas. Al mismo tiempo decíamos, por alguna razón, nos deslumbran más algunas escrituras que otras, Pero es cierto, también, que escribimos con todo el acervo que nos compone y eso implica todos los lugares donde la vida te ha detenido, donde vos te detuviste. Las cadencias infantiles, las voces, todo lo que uno ha escuchado. Yo creo que todo eso compone una especie de singularísimo acervo icónico y sonoro que uno tiene en la cabeza y del cual también te vas sirviendo a la hora de escribir. Hay un cuento de Juan José Saer que se llama “A medio borrar”, que al final dice algo así como que no es lo mismo el exilio de adulto que el exilio del niño. Al niño se le ensanchan las fronteras, dice ahí, ¿no? Entonces, de alguna forma, después te cuesta arraigar también. Porque allá no sos de allá, y acá tampoco ya porque te formaste en otra parte. Entonces queda una cosa ahí, medio rara. Y es un tema que me interpela. Yo voy encontrando, así, temáticas. Bolaño tiene un consejo para los cuentistas que me encanta, que dice: nunca escriba los cuentos de uno en uno porque si usted escribe los cuentos de uno en uno, usted corre el riesgo de escribir el mismo cuento hasta el día de su muerte. Son piedras, creo, con las que uno se va tropezando sin querer en la escritura y son temas que vuelven. Y empiezo a encontrar que temas como la identidad, la memoria, el desarraigo, qué hacemos con los cuerpos de nuestros muertos, son todos temas que a mí me vuelven.
— Sí, lo de los cuerpos de nuestros muertos es algo sobre lo que te iba a preguntar. Y sobre el relato de la violencia. Imagino que ahí hay marcas también de tu trabajo en el campo de lo forense. Todo lo que aparece en relación a las heridas. Todo lo que aparece en relación a los cuerpos y en relación a los restos y al abandono de los restos, porque esta idea de la errancia en Quebrada aparece muy fuerte con eso de “me voy pero me tengo que llevar conmigo lo que es mío”. Y eso podría incluir a los muertos, ¿no?
— Sí, sí, sí, el mandato de Relicario era que a los muertos no se los abandona porque los muertos no saben quiénes son si no tienen a un vivo que les recuerde quiénes eran. Y, de hecho, el dilema de Relicario es cómo seguir el deseo sin quebrar un mandato. Y creo que la resolución que encuentra al dilema es la única posible, que es: sigo mi deseo pero arrastro a mis muertos conmigo. Los carga literalmente encima de la carreta. Vos me decías que habías leído también Como si existiese el perdón y allí hay una preocupación muy grande del Tano y de Manuel por no dejar a los suyos tirados por ahí: había que darles sepultura.
— Exacto, sí. Bueno, en la Argentina ese es un tema fundamental, el de tener los cuerpos para darles sepultura. Antes lo fue de la tragedia griega, del origen de la cultura, claro, pero a nosotros como argentinos particularmente nos interpela.
— Exactamente. Tenemos la historia colectiva. Y yo digo que no es casual. A veces me encuentro con ciertas escenas en la novela y me digo: yo fui criada entre dos dictaduras, claramente. Entonces claro que es una pregunta y para nosotros es central y bueno, como marcabas vos, para muchas situaciones de la humanidad toda: esto es una preocupación. Y me acordaba de una frase de García Márquez que decía que no pertenecemos a una tierra hasta que no tenemos al menos un antepasado enterrado allí.
— Ay, sí.
— Mientras tanto, somos meros errantes sin tierra. Y uno de los castigos más grandes en algún momento era el destierro, que te condenaran a dejar tu tierra. Entonces, esto de dejar la tierra yo creo que es una pregunta. Yo entiendo un poco la literatura como un estado de pregunta. Creo que cuando me siento a escribir no es tanto para hallar una respuesta sino para indagar en la pregunta, ¿no? Y como dice Marguerite Duras todo intento de escritura es fallido, no se logra decir lo que uno quiere porque, bueno, primero porque el lenguaje no da cuenta. Segundo, porque existe lo indecible. Entonces, bueno, yo entiendo la escritura ante todo como asumir una disposición al fracaso.
— Sí, pero hay un momento en que uno suelta la historia. Hay un momento en que uno suelta y dice “esto es un libro, esto es lo mejor que yo pude hacer”. ¿Cuándo te pasa eso?
— Mirá, hay un momento en el cual yo no puedo seguir y es como si se detuviera la pulsión de escritura. Y ese es el final, hasta donde llegué. Porque, qué sé yo, Como si existiese el perdón de hecho tuvo cinco capítulos o seis más pero…
— Ah, mirá.
— Sí, pero ahí no me di cuenta. O sea, seguí. A veces, por inercia, seguís un poco. En Quebrada también me pasó. Pero después en la relectura vos decís “no, pero el final estaba acá”. Y ahí eliminás lo que estaba de más. Digamos, ese tipo de operaciones, esas sí ya son decisiones narrativas que se toman pensando en la historia que se está narrando o lo que se ha dejado decir en esa historia. En Quebrada quise modificar el final. No estaba de acuerdo con este final que había surgido un poco respetando los personajes pero ninguno de mis intentos por modificar este final tuvo éxito, entonces dejé el primer final que ocurrió.
— ¿Y sigue sin gustarte?
— No, yo tenía un debate, cómo te puedo decir, tal vez como ético con lo que pasa al final y quise buscarle un final menos trágico, si querés. Pero después pensé que, en realidad, esto era lo que debía ocurrirles a estos personajes. Que estaba escrito en lo que ya se había narrado, entonces no era modificable ese final.
— Me resultó muy interesante lo que tiene que ver con el tema del sufrimiento de las mujeres en Quebrada. Volvemos al que era tu trabajo como psicóloga forense. ¿Mira distinto alguien como vos, en relación a la literatura?
— Yo creo que es inevitable que, como volvemos a esto de escribir con todo el acervo, la formación de uno en alguna parte está. Todas las experiencias vitales que uno ha tenido en alguna parte están. Las profesionales, las de la infancia, las de hoy, las de ayer. Están ahí, presentes. No es algo de lo que me sirva conscientemente pero sin dudas interviene en mi escritura, no tengo dudas. Fueron muchos años; yo ya no me dedico a esto pero fueron muchos años de ejercicio de clínica y de psicología forense, de las dos cosas. Entonces, esa mirada necesariamente está en algún lado. Creo que es algo de lo que no puedo deshacerme, en todo caso, porque ya me compone.
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— ¿Por qué decidiste en su momento cursar una maestría en escritura creativa, qué te decidió?
— Mira, yo quería escribir desde la adolescencia, pero era tal la admiración y la fascinación que decía: “bueno, pero esto no voy a poder hacerlo nunca”. Entonces lo que hice fue elegir una profesión aledaña, que era la otra que más o menos me gustaba y a la que me dediqué muchos años. Me dediqué exclusivamente, muy fuertemente a la Psicología. Nunca dejé de escribir, escribí el Manual de Psicología forense, escribí artículos en revistas. Pero era otro tipo de escritura. Y creo que llegó un momento de mi vida, allá por los 40 años, donde me dije: “bueno, ¿vos te vas a seguir haciendo la boluda con el deseo que tenías de escribir o vas a seguir escribiendo sobre psicología toda la vida?”. Entonces creo que ahí me habilité. Barthes dice que uno escribe porque hay el deseo de escritura, pero si uno no se lo habilita, si uno no se instala, si uno no habita ese deseo, pues eso no va a ocurrir nunca. A mí creo que me pasó algo así, el deseo estaba pero lo soslayé muchos año. Entonces cuando decido instalarme en ese deseo cursé Letras primero y, cuando estaba más o menos a mitad de la carrera, me avisan que se abría la Maestría en Escritura y me dije: me parece que esto tiene más que ver con lo que estoy buscando. Fue una experiencia hermosa cursar la maestría que dirige María Negroni y la recomiendo muchísimo porque es estar en contacto -a lo largo de dos años, dos veces por semana, cuatro horas cada vez-, con compañeros y compañeras que están apostando fuertemente a la escritura y se crean intercambios muy ricos. En fin, es una experiencia que es muy bella.
— Quebrada y Como si existiese el perdón están vinculadas por escenario, temática y personajes. Se leen de manera autónoma pero es muy interesante y da para ponerse a hacer cuadritos -a la manera de Cien años de soledad- para entender los linajes y genealogías. ¿Estás escribiendo otra historia con algunos de estos personajes o esto terminó acá?
— Estoy escribiendo actualmente una novela. Yo nunca sé lo que voy a escribir de antemano. De hecho, cuando empecé Quebrada pensé que iba a contar otra historia y no, salió esta. Ya hay algún personaje que se me empieza a aparecer y sí, supongo que voy a habitar esas tierras algún rato más para tratar de decir algo que no se ha dejado decir, todavía.
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