Resulta ineludible (antes, pero sobre todo después de asistir a su representación) intentar responder cuáles son los motivos por los que el Teatro Colón consideró importante reponer, por primera vez luego de su estreno en 1913, la ópera Los pescadores de perlas (1863) de George Bizet luego de más de más de un siglo de ausencia.
Confinada al ostracismo de la popularidad por su obra más importante (Carmen, de 1875), este título ingresó –y sigue- en el cono de sombras de la popularidad, salvo por la celebérrima aria del protagonista, “caballito de batalla” de los más afamados tenores de todos los tiempos. Por lo demás, la atención puesta en esta obra por parte de otros grandes teatros líricos y las compañías discográficas, ha sido bien escasa.
Para responder al interrogante inicial, puede ser útil reponer los términos principales en los que podría resumirse el debate en torno a los procesos creativos de los artistas y al análisis de sus obras. Por un lado, se encuentran aquellas interpretaciones muy propias de los siglos XVIII y XIX y que depositan en el aura inspiracional del artista la totalidad de las “responsabilidades” en el carácter y calidad de su obra. Por el otro –muchas veces resultado de la influencia del marxismo-, que ninguna obra puede explicarse si no es por sus condiciones (sobre todo materiales) de existencia y producción en las que se encuentra inserto el artista. La pura inspiración individual, en un extremo; la ineludible y total determinación social, en el otro.
Pero desde hace tiempo ya, se acepta –sobre todo desde la consolidación de la llamada “perspectiva cultural” en ciencias sociales- que las posibilidades de interpretación –y de su mano, de comprensión- de cualquier producto cultural no es unívoca, sino más bien el resultado de múltiples miradas, “lecturas” y perspectivas diferentes para su abordaje. Una vez más siguiendo al clásico de la sociología Emile Durkheim: “el todo es siempre más que las suma de las partes”.
Dentro de estos términos, la posición de Pierre Bourdieu puede resultar útil para responder al interrogante en torno al caso que aquí se analiza. Asumiendo una posición mucho más dinámica y compleja que la de los extremos expuestos, el sociólogo francés postula que no puede comprenderse cabalmente una (cualquiera) obra de arte sin enmarcar la misma dentro de lo que ha dado en llamar “las reglas del arte”, es decir, una teoría que sin dejar de reconocer la impronta individual que define el estilo y la calidad de cada artista y sus obras, tampoco afirme que las mismas son el resultado mecánico o como un reflejo especular de una determinación producto de las grandes estructuras.
Mejor -dice Bourdieu-, analizar lo que llama las reglas de funcionamiento del “campo artístico”, es decir, aquel espacio en el que un creador individual, con sus propias características, está cruzado a su vez por otros actores de ese mismo campo y también por los de otros -como los económicos, los profesionales, los institucionales, etc.- y de los cuales su propia impronta no puede escapar a su influencia (Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario).
El caso de Bizet y, en particular, lo ocurrido con Los pescadores de perlas puede resultar bien ilustrativo de este hilo de reflexión. Ningún musicólogo, tampoco ningún profesional del mundo de la crítica literaria pero, mucho menos aún, cualquiera de esos fanáticos de la lírica (conocedores al dedillo de las indispensables convenciones que hacen eficaz al género) podrán negar que esta obra se encuentra musical y argumentativamente lejos –tal vez muy lejos- de la más famosa del compositor, y también de otras que abordando incluso tramas parecidas, encajan de modo perfecto con las “reglas” del arte lírico.
Pero si nos alejamos de una lectura que focalice en las calidades intrínsecas de la obra y la inscriba comparativamente con otras del mismo autor en una trayectoria creativa, para dirigir la vista hacia algunas de las determinaciones sistémicas, resulta ineludible reparar en que aquellas debilidades se combinan con el hecho de tratarse de una obra cruzada por algunas de las prácticas que un capitalismo por entonces cada vez más soberbiamente consolidado, imponía a las manifestaciones culturales de una Francia en expansión, colonialista y cada vez más segura de sí misma. Así, Los pescadores de perlas –cuya acción tiene lugar en Ceilán- es una obra que le fue encargada a Bizet para ser presentada en el marco de una de las Exposiciones Universales y en las que junto con las “bondades” de las sociedades centrales, se pretendía exhibir el exotismo con el que eran vistas las culturas periféricas de la llamada “era del Imperio”. Se sabe que el compositor –quien evidentemente conocía muy bien las “reglas del arte” de su tiempo- respondió a ese pedido –que en los albores del capitalismo industrial podría ya aventurarse como un “producto comercial”- apelando a dar una forma más o menos coherente a borradores, apuntes y fragmentos que disponía dispersos de otras composiciones.
Si esta acotada y abreviada perspectiva no ayuda a responder la pregunta disparadora de estas líneas, entonces resta como legítima una diferente: ¿Alcanza una puesta pretendidamente innovadora, vanguardista y modernista como la contratada por el Colón para dar vida a una obra que -sea por sus condiciones intrínsecas; sea por sus condiciones de producción-, exhibe debilidades congénitas? O aún otra: ¿Es una decisión de este tipo una expresión de acertado criterio en materia de política cultural?
Ojalá estas preguntas habiliten la “pesca” de otras lecturas y abran debates sobre la cultura que consumimos en estos tiempos.
Seguir leyendo