De pequeño, solía sentir que la vida podía ser muy tediosa, monótona, previsible. Siendo hijo de padres que habían huido de la Segunda Guerra Mundial, nada de lo que me ocurría parecía ser semejante a la riqueza de los relatos de hechos a los que me fui acostumbrando a escuchar. Crecí a la espera de que algo fuerte, raro e inesperado aconteciera. El primer hecho que me impactó se produjo en 1955, cuando me topé con una estatua de Evita tumbada en las puertas de IMPA, en el tiempo en que todavía era una fábrica que portaba el emblema de la DINIE. Allí en la esquina de Pringles y Querandíes. Luego una extraña presencia militar cuando acompañábamos a mi hermana al colegio y para ello debía cruzar un puente sobre las vías del tren, cosa que me aterraba. Años más tarde, mudanza, ascenso social, escasa identidad y pertenencia.
Solía en aquel entonces desarmar y armar relojes despertadores, cosa que maravillaba a mi madre que sugería debía llegar a ser ingeniero. Los mandatos quedan como latencia; actúan en oscuros rincones del alma, tal como los hechos políticos surgen de muchas de dichas latencias en la historia. Quizás no podía percibir que mi pasión con los relojes era un perfecto reflejo del deseo de tiempos de cambio y un medio adecuado para medir la espera; alimentar grandes esperanzas. La ansiedad y la angustia existencial despertaron tal vez ya en el seno materno acompañadas de la severidad de mi padre.
Al haber crecido en una época del mundo y en un país turbulento, la vida no podía ser tediosa. Revoluciones, guerras, odios, cambios de valores, discusiones en el hogar, transcurrieron junto con grandes avances tecnológicos que de repente acabaron con el olor del orín de caballos en el empedrado de barrios porteños.
Fue ya en la adolescencia cuando descubrí que en la vida se nos presentan momentos clave, donde parece que tienes algo así como opciones binarias para decidir por un sí o por un no. Y cada uno de estos nodos de decisión te llevan a donde a su vez se presentan grandes y pequeñas opciones que te llevaran a ser y vivir de un modo u otro. A un trabajo o profesión, a una novia o varias, a una carrera, a adherir a escoger valores y también al exilio. Seguro que esos nodos admiten más posibilidades.
Es común pensar que si te has exiliado es porque huías de la brutal represión, ergo algo que hiciste, pensaste, dijiste, o alguien a quien conociste. Pero en mi caso no fue así y sobrevinieron tragedias, pero también sorpresas. Una tras otra.
De repente me hallé con una vertiginosa sucesión de eventos encadenados con una supuesta baja probabilidad de ocurrencia. Fue allí cuando comencé a escribir. La velocidad de mi mano no era suficiente. Sin embargo, a eso de los treinta años supe al fin lo que deseaba hacer. Para ese entonces ya había estudiado dos carreras, Comunicación Social primero, luego y en paralelo Economía. Estaba casado y tenía dos hijos.
Descubrir que uno desea ser un escritor apasionado y estar apretujado de obligaciones, es todo un desafío. ¿A qué hora? ¿A costa de quienes y de qué? ¿Será solo un berretín, me da el cuero?
Quizás todo escritor y escritora ha pasado por tensiones similares. El caso es que como no había estudiado ni Filosofía, ni Letras, comencé a devorar cuanta cosa hallara impresa. Los tiempos de leer a los clásicos de la Economía, la Semiología, el Psicoanálisis, habían pasado junto a mi noviazgo y los retomaba si era necesario para mi labor profesional. En cambio, busqué todo tipo de literatura. Las novelas por placer y para aprender estructuras narrativas, pero aquella vinculada a epistemología, religión, especulaciones, discusiones metafísicas, para intentar comprender qué se supone que hacemos aquí. Llegué a subrayar miles de veces obras como las del religioso jesuita, Pierre Teilhard de Chardin. Nadie puede imaginar lo que fue esa fase.
La idea de escribir una novela convivió durante años con la escritura de informes técnicos, notas de opinión, trabajos científicos, preparación de exposiciones, clases, algunos poemas y cuentos para mis hijos. Todo lo que me había acontecido necesitaba ser dicho, tanto como distintas reflexiones que desde hacía décadas las iba anotando junto a pilas de datos.
Mis primeros libros versaron sobre política petrolera en Argentina en 1993, para saltar luego a obras como: ¿Choque de Civilizaciones o Crisis de la Civilización global? Problemática, Desafíos y Escenarios, obra que editó Miño y Dávila en la colección Filosofía y Política en 2005.
En el mientras cientos de novelas fallidas escritas entre 1980 y 2007 y decenas de manuscritos aguardaban su hora en formatos diversos: anotadores, hojas, servilletas, cuadernos y disquetes.
Pero yo no tenía mecenas y la realidad del mundo apremiaba. Desde 1995 venía trabajando en un ensayo teórico sobre mi visión de la dinámica de la economía mundial y sus consecuencias sociales, bajo un abordaje alejado de todas las corrientes en boga, fueran marxistas, liberales u otras. Algo que hacía confluir tal vez una mirada mixta entre la de un ingeniero y la de un economista. Gracias a la editorial de la Universidad Nacional de Río Negro, pude publicar en 2017 el libro: Cómo lograr el Estado de bienestar en el Siglo XXI. Pensamiento económico, desarrollo sustentable y economía mundial 1950-2014, con una versión también en inglés.
Fue en 2019 cuando de repente superé todos los resquemores respecto a mezclar datos autobiográficos, vivencias, críticas ideológicas y especulaciones en una sólo pieza. Así, sin proponérmelo, me hallé despertando a los dos o tres de la madrugada. Escribiendo de corrido unas diez páginas por día, hasta eso de las ocho. Decidí llamar a esa naciente novela: La extraña vida de Zlatan Gregorich.
Cuando llegaron las vacaciones a inicios de 2020, fue una suerte de gloria. De pronto entramos en pandemia y me dejé tentar. La novela centra su desarrollo en el contraste entre la complejidad de la vida humana y el delirio de lograr un control total sobre ella a partir de la captura de datos. Plasmé entonces a un oscuro personaje: “Míster Yo”, como un antagonista que representa la suma de todas las perversidades. Este espacio argumental me permitió cargar por igual contra capitalismo, comunismo, fetichismo tecnológico y abrir un debate inconcluso acerca del origen de la conciencia humana, la creencia en Dios y las aversiones a ello.
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