¿Qué es la memoria, qué es el tiempo, qué es la vida cuando el futuro se mide en pasos cortos? De estos temas, entre otros, se ocupa la filmografía de María Álvarez, la documentalista argentina que hoy, en sintonía con el mes en el que se cumplen cien años de la muerte de Marcel Proust estrena en el Malba El tiempo perdido, la última pieza de una trilogía compuesta, además, por las celebradas Las cinéphilas y Las cercanas.
Durante varios años María filmó a un grupo de hombres y mujeres que se reunían semanalmente a leer En busca del tiempo perdido en un bar porteño de Tribunales que ya no existe. El grupo original había arrancado mucho antes, en total, la actividad duró dieciocho años. Filmada en blanco y negro, la película -que ganó el Premio a la Mejor Película de la competencia argentina de la edición pasada del Festival de Mar del Plata y fue presentada en festivales y foros internacionales- es un nuevo ejemplo de cómo la cámara de Álvarez consigue seguir amorosamente y sin prácticas invasivas las rutinas de un grupo de personas mayores vinculadas al arte que, en este caso, se juntan para leer en voz alta fragmentos -muchas veces repetidos- de una misma obra a la que analizan en conjunto.
Si en Las cinéphilas se trataba de mujeres que acudían a ciclos y festivales de cine con verdadera pasión y obsesión y en Las cercanas se contaba el vínculo estrechísimo de dos hermanas ancianas y pianistas que habían estado cerca de convertirse en verdaderas celebridades, en El tiempo perdido lo que hay es un grupo de lectores en busca del Aleph de la obra magna de Proust que, tal vez, podría hallarse en la reiteración de la lectura (uno de los lectores se jacta de ir ya por la quinta lectura de la Recherche, y exhibe esa proeza como un tesoro).
Lectores nuevos, lectores que pertenecen al grupo original, lectores más perezosos, atletas de la lectura: todos los modelos coexisten en esa mesa del bar, en todas las estaciones del año, ante las caras de los mozos, que escuchan cómo se deleitan, padecen y también, por qué no, se aburren con el relato proustiano, que consigue encender una paleta de emociones humanas y anudar los vínculos entre los miembros del grupo de “fanáticos de Proust, una secta hermosa”, como los llama Álvarez.
Infobae conversó con la directora acerca de esta película y de su particular proyecto sobre la memoria.
-¿Habías leído En busca del tiempo perdido antes de empezar a filmar?
-Conocía el libro, pero no lo había leído. Lo empecé a leer cuando decidí filmar los encuentros del grupo. No sabía si iba a hacer un documental, sólo quería registrar ese ritual de tantos años. A medida que leía la novela y filmaba a los lectores, el meta-lenguaje entre la obra de Proust y lo que yo veía a través de la cámara me empezó a parecer algo muy potente. Y en mi cabeza comencé a identificarme con el narrador de la novela de Proust y lo tomé de “guía artística” para hacer la película.
-¿Qué representaba Proust para vos?
-Antes del documental era sólo un autor conocido, “el escritor francés de bigotes que detalló la memoria mientras se come una magdalena”. Cuando empecé a leerlo se volvió un desafío. Los primeros tomos me costaron mucho, creo que si no hubiese estado filmando la película probablemente lo hubiese abandonado en el segundo volumen. Pero tenía que seguir, y Proust se fue transformando en un compañero, en un lugar al que volver, una forma de estar en paz entre tanto estímulo. Un descanso. Y me impresionó mucho su escritura, su lucidez, su sentido del humor y su visión adelantada. Lo fui tomando como referencia de narrador para mi propia película, como referencia de una forma de mirar el mundo y a las personas. Me inspiró y me animó a seguir en una tarea que no era fácil. Pasé a sentirlo como un mentor que me alentaba y protegía.
-¿Qué te llevó a pensar en la película? ¿El tema del tiempo de la novela, el tema de la edad de los lectores?
-Lo del metalenguaje entre la novela y lo que veía a través de la cámara fue central. Y “la voz” de Marcel Proust, a través de su novela, que me empezó a motivar y a alentar en que podía funcionar, que tenía que intentarlo porque aunque era una tarea ambiciosa valía la pena. La edad de los lectores no es menor. La edad, el paso del tiempo, la vejez, son temas centrales de En busca del tiempo perdido. En la novela, Proust describe la transformación física y espiritual de las personas cercanas con el paso del tiempo. El narrador percibe la vejez de los otros pero no puede percibir la suya propia. Esa vejez de los demás es la prueba del paso del tiempo y, aunque no lo pueda sentir ni ver, la prueba de su propio envejecimiento. Él lo describe como una especie de “espejo inverso”. Creo que todos, en algún momento, sentimos que nuestro interior no coincide con nuestra edad. Es algo muy íntimo y él logra narrarlo con mucha profundidad.
-Contame cómo llegaste a ellos. ¿Cómo supiste de la existencia del grupo y cómo fue arreglar con ellos para filmarlos?
-Llegué al grupo a través de Norma, una de las protagonistas de mi primer documental, Las cinéphilas. Cuando estaba haciendo esa película, Norma nos invitó al grupo de lectura y nosotros la seguimos con la cámara. En Las cinéphilas quedaron dos escenas del grupo de Proust. A partir de conocer al grupo, me interesó seguir registrando ese ritual de tantos años, siempre el mismo libro. Fanáticos de Proust, una especie de secta hermosa. Les pregunté si podía filmarlos y ellos accedieron. Supongo que pensaron que me iba a cansar rápido, no sé si imaginaron que los iba a acompañar durante años.
-¿Cuánto tiempo duraron las filmaciones? ¿Cuántos eran ustedes?
-Un par de veces fui sola pero la mayoría de los encuentros éramos dos personas. Filmamos un total de 23 encuentros en un período de cuatro años. En cada encuentro, empezábamos a filmar antes de que llegasen los lectores y los filmábamos hasta que se iban, casi sin cortar las dos cámaras. La película tiene la duración aproximada de uno de esos encuentros pero está armada como un rompecabezas con piezas de distintos años en distintas combinaciones. Fue un trabajo de edición muy exhaustivo, de compresión del tiempo y de híper-reducción de la novela (que tiene como 3.500 páginas) a su mínima expresión.
-Siempre te pregunto lo mismo, ¿Cómo te acomodabas ahí con ellos para que no se notara tu presencia?
-Nosotros no interferíamos en los encuentros, los sobrevolábamos como moscas. Y las moscas terminaron siendo un leit-motiv de la película, están en el afiche incluso. Ellos y ellas estaban demasiado concentradas en la lectura y en los intercambios de impresiones. Las pocas veces que intenté modificar la mesa o que ellos hicieran algo en particular para la cámara sentí claramente que se rompía la magia. Yo no debía pinchar la atmósfera que se creaba entre la literatura y sus emociones.
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- ¿Hay anécdotas que recuerdes? ¿Algún momento incómodo, risueño, emocionante?
-Hay una anécdota que es mínima pero para mí significó mucho. Y tiene que ver con esto de romper la magia. Al principio de uno de los primeros encuentros que filmamos, una de las protagonistas llegó al bar, se sentó y puso una bolsa sobre la mesa. Una bolsa de esas negras de consorcio, grande. Como te conté, yo trataba de no intervenir en absoluto pero esa bolsa negra de plástico en el medio de la mesa del bar era “infilmable”. De la manera más delicada posible, con la cámara en mano y sin dejar de filmar, le pedí si por favor podíamos bajar la bolsa o ponerla en una silla. Ella golpeó el bulto como algunos se golpean el pecho con orgullo y, con la mezcla más extraña de firmeza y dulzura, miró fijo a cámara y dijo: “María, hay cosas que vas a tener que aceptar aunque no te gusten”. Esa bolsa estuvo sobre la mesa todo el encuentro. Nunca supe qué había adentro. Después hubo otro momento que para mí fue clave. Hacía ya un par de años que veníamos registrando los encuentros y, como en todo proceso creativo, yo empecé a dudar. Dudaba de mi proyecto tan ambicioso “por amor al arte” y también empecé a cuestionarme si no estaríamos interfiriendo en la dinámica del grupo, ¿molestábamos?
Estas dudas se disiparon cuando en mi casa revisé el material del último encuentro que habíamos filmado. Con los auriculares, escuché un diálogo de fondo entre dos de los protagonistas que se despedían:
-Qué bueno estuvo el encuentro de hoy, qué bien la pasamos.
-Sí, esta chica que viene a filmar ayuda mucho.
Ahí sentí que se había generado algo que era como el huevo y la gallina. Y que ser observados y registrados también los estaba motivando a ellos a seguir leyendo. Fue muy hermoso saber que todos éramos parte de un engranaje artístico que seguía girando.
- ¿Qué te pasa con el tiempo y con los viejos? Qué buscás contar con tus películas?
-Lo que me interesa es la acumulación de la memoria. Y cómo esa cantidad de recuerdos dialogan con las películas, con las novelas, con la música, con el arte en general. Es una generalización, pero probablemente en la mayoría de las personas a mayor cantidad de años vividos, mayor cantidad de experiencias y de memoria. Eso es lo que busco, el diálogo que existe entre la ficción (el arte) y la realidad (la vida). Y esa realidad a mí me parece mucho más rica y profunda a medida que se van acumulando los años.
-¿La vieron ellos antes de que la hicieras pública, objetaron algo?
-Por la pandemia, no nos pudimos reunir a ver la película. Cada uno tuvo que verla en su casa, en condiciones que no son mis preferidas (como sabrán quienes vieron Las cinéphilas). Cuando ellos la vieron, la película ya estaba terminada. Yo confié mucho en que los protagonistas son intelectual y emocionalmente muy inteligentes. Están familiarizados con las dificultades y los desafíos que implica crear una obra artística. Ese es un tema central en la novela de Proust y ellos lo analizan constantemente. Es gente sensible y muy respetuosa de la mirada autoral y la creación. Por eso confiaba en que respetarían mi mirada. Además porque eran los mejores testigos de la dedicación, el tiempo y el amor que yo ponía en lo que estaba haciendo. Lo estaba haciendo por el más puro amor al arte, a Proust y a lo que ellos hacen, que lo siento como un acto de resistencia. Probablemente al principio algo, a alguno, le habrá chocado. No es fácil verse a través de la mirada de otro. Pero de alguna forma creo que percibieron que el todo es mucho más grande que cada una de las partes y que la emoción colectiva, la inspiración y la ternura que transmite lo que hacen es lo más importante. Ahora ya vieron la película varias veces en festivales, en una sala, pudieron recibir la devolución de lo que el documental genera en las y los espectadores. Es algo muy especial y bello.
-Creo haber visto recientemente que falleció alguno de los integrantes del grupo, ¿no?
-Pasaron siete años desde que empezamos a filmar. Lamentablemente en todos estos años fallecieron varios de los protagonistas. Y se sienten las ausencias. Pero cuando se proyecta la película de alguna forma volvemos a estar todos los que éramos en ese momento. Es muy impresionante el efecto de trascendencia que tiene el cine. Hay algo muy hermoso en haber capturado un recorte de años de un grupo de gente muy especial que nunca volverá a ser el mismo. Lo mismo con el Café Tribunales, que cerró justo antes de la pandemia. Era un espacio de pertenencia que ya no existe pero al que, de manera mágica, podemos volver siempre en El tiempo perdido.
*El tiempo perdido podrá verse a partir de hoy todos los sábados de noviembre a las 20 en el MALBA, Av. Figueroa Alcorta 3415, CABA.
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