Fui, vi y escribí: La edad de la inocencia

Volver a la infancia es regresar a ese tiempo en el que el futuro era todo. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

Una imagen de "Belfast", la película de Kenneth Branagh.

Hola, ahí.

A veces me parece que volver a la infancia es como querer recuperar un sueño. La imagen está cerca, da vueltas a tu alrededor; te parece que la tenés a mano pero se escapa: es más un puzzle que una foto. Seguís tomado, abducido por esa imagen, esa idea, esa sensación en fuga permanente que vuelve todo el tiempo pero a la que no conseguís rearmar por completo. Siempre falta algo y a cambio crece el deseo de regresar ahí, por un momento, para ver ese mundo con tus ojos de hoy.

Todos tenemos un álbum armado de imágenes quietas de cuando éramos chicos. Por algo, vaya a saber por qué, son las que quedaron fijadas y a las que volvemos una y otra vez: no pertenecen necesariamente a hitos o a momentos relevantes de nuestra historia o, al menos, no de lo que llamaríamos relevante hoy. Pero están ahí, insobornables. Una tarde jugando a las estatuas en el patio, un sábado de matinée y confitados, un día nublado comiendo barquillos en la playa. La maestra de primero o la de séptimo, los chocolates con burbujas de aire que llevaban tus abuelos cuando iban de visita y dejaban arriba del piano, el pelo de tu mamá cuando la peinabas. Esas son las que están, pero cada tanto, como en la bruma del tiempo aparecen otras, las que no se quedan, las que huyen cada vez que estás por abrazarlas.

Me gustan mucho estos versos de Louise Glück, la poeta estadounidense ganadora del Nobel en 2020:

”Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”.

Quiero mi “Martín Fierro”

Mi casa es una colmena de libros que moran en cada una de las habitaciones, a veces ordenados, la mayoría de las veces no. Tengo registro fotográfico de los libros que tengo, es uno de mis dones. Por eso cuando busco un libro sé adónde ir y, en la gran mayoría de los casos, doy con él. Hay títulos repetidos, con diferentes ediciones. Esto ocurre con los clásicos y aunque a veces regalo los ejemplares más nuevos (sigo teniendo predilección por las ediciones viejas), otras veces conviven en mis bibliotecas. Sé que eso pasa con el Martín Fierro. Y llevo en mi cabeza cada una de las tapas.

Martín-Fierro-ilustraciones-de-Páez

El sábado fui a leer al Museo Histórico Nacional en el marco de la Maratón Fierro, una movida hermosa pensada para celebrar los 150 años de la publicación de El gaucho Martín Fierro, de José Hernández, la primera parte de lo que conocemos como el Martín Fierro (la segunda es La vuelta de Martín Fierro, escrita por Hernández en 1879).

Cuando me invitaron, imaginé que allí iba a haber ejemplares para leer pero tuve ganas de llevar uno de los míos. Estaba tranquila, sabía que tenía varios, pero me dejé estar y recién comencé a buscar entre los estantes el viernes, un día antes del evento. No puedo explicarte la angustia y el mal humor que me envolvieron al no encontrar ninguna de las ediciones que sé que tengo. De entre todas, me perseguía una en especial, publicada por el Centro Editor de América Latina en 1975, ilustrada por Roberto Páez. Un libro cuadrado, tapa blanca, ilustración azul. Era uno de esos libros que compraba mi papá en ese tiempo en el que se consolidó como lector a partir de las colecciones populares y de excelencia que editaba Boris Spivacow, libros con los que más tarde me formé yo también. También de entonces es otra de las ediciones que seguro está en esta casa, el primer tomo de esa colección maravillosa e inigualable que se llamó Capítulo.

No aparecían mis ejemplares y en principio decidí bajar algunas versiones en el iPad. Suelo leer en dispositivos electrónicos en público, es algo práctico, no me siento abrumada por eso. Pero ir a leer el Martín Fierro en el iPad en una lectura colectiva en el Museo Histórico Nacional me pareció un gesto frívolo, desubicado, casi un llamado de atención y no quería eso. No quería eso. Quería tener conmigo uno de mis ejemplares de siempre, uno de los que heredé de mi papá. O, al menos, el ejemplar de Kapelusz con el que estudié en la escuela, que también está en casa y sigue sin aparecer.

Martín-Fierro-colección-Capítulo

Tal como imaginé, muchos de los lectores llevaron sus volúmenes ajados, marcados, subrayados, queridos. Esa tarde, cuando decenas de artistas, académicos, intelectuales y público en general le dieron —le dimos— voz a los versos del gran poema nacional, la historiadora Milena Acosta me puso entre las manos un ejemplar de Eudeba ilustrado por Juan Carlos Castagnino. Un libro hermoso, pero que no era mío. Escribo esto y vuelvo a angustiarme. Trato de pensar qué hay detrás de esta sensación, el por qué de mi empecinamiento y busco convencerme de que no es una veleidad y mucho menos un capricho lo que me pasa cuando digo que quería leer en voz alta con mi libro entre las manos.

¿O sí?

¿Fue el capricho de la nena que quería llevar su juguete?

Irlanda del Norte, 1969

“Todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan”. La frase es de Antoine de Saint-Exupéry y la leíste, seguro, en El Principito, un libro que es un mundo y que justamente reproduce lo que es la mirada de un niño.

Volver a la infancia es regresar a la edad de la inocencia, ese tiempo en el que el futuro era todo, cuando todavía tenías por delante la mayor parte de tu vida y cuando te asomabas al mundo de la mano de los mayores. Si tuviste suerte, será por siempre tu tiempo ideal, tu temporada amorosa y de formación. Belfast es una película de Kenneth Branagh —actor, director, guionista, hombre de cine y de teatro— que compitió por el Oscar y que por estos días puede verse en HBO Max. Cuenta la historia de Buddy (Jude Hill), un chico de 9 años encantador, pícaro e inteligente, en la Irlanda del Norte de 1969. Buddy vive con sus padres (Jamie Dornan y una hermosa Caitríona Balfe, la actriz de Outlander) y su hermano mayor en una calle en la que los conocen todos. Sus abuelos paternos (la gloriosa Judi Dench y Ciarán Hinds) viven cerca, los visitan mucho. El padre, en realidad, trabaja en Londres y viaja a verlos cada quince días. Pese a las deudas, hay armonía familiar.

La calle de su casa es el centro de su mundo, todo sucede allí. La merienda, la escuela, la salida al cine o al teatro; las tareas escolares, los primeros amores, los alcoholes alegres de los adultos, la escucha clandestina de la conversación de los mayores: lo chiquito vuelto macro, lo cotidiano convertido en excepcional por el arte del cine.

Buddy y su familia en el cine. Otra imagen de la película de Branagh.

Uno de esos días en los que Buddy está jugando con sus amigos de la cuadra, aparece la turba de enmascarados y ya nada será igual. La película del shakesperiano Branagh cuenta, desde los ojos de un niño, lo que se conoce como el comienzo de “The Troubles”, el período de más de treinta años de conflicto violento y armado entre los católicos irlandeses y los protestantes leales a la Corona británica, una tensión que marcó las vidas de los locales y que también fue noticia internacional de los medios de esas décadas.

En las imágenes de la película pueden verse los ataques con bombas incendiarias y saqueos a casas, autos y comercios de católicos, las barricadas preparadas por los vecinos para defenderse y también la llegada de las fuerzas de seguridad, mayormente protestantes. El histórico conflicto entre ambas comunidades alcanzaba entonces un pico de gravedad que seguiría creciendo y finalizaría recién décadas después, con los llamados acuerdos de Viernes Santo de 1998, dejando atrás no solo el miedo sino también 3.600 muertos (la mitad, civiles) y más de 30.000 heridos.

Pero Belfast no es exactamente una película sobre la violencia en Irlanda del Norte sino una película sobre la infancia y la familia. Buddy ama y es amado; desde sus ojos sus padres son hermosos, aguerridos al límite de la temeridad y hasta tienen talento para cantar y bailar. Sus abuelos, ya mayores, no dejan de estar enamorados. Sobre todo él. “Cuando sos mayor, nadie recuerda que tu corazón alguna vez estuvo acelerado”, le dice el abuelo (o así recuerdo al menos la frase, no la anoté) en una de sus charlas al atardecer.

Pese a lo que se vive en las calles y a su origen y tradición protestante, no hay intolerancia en la familia de Buddy, quien crece sabiendo que no hay religiones ni orígenes que valgan más que otros. Todos viven —muchos nacieron— en Irlanda del Norte y aman su territorio, que es su identidad: eso le enseñan. Buddy es feliz, pero su vida está a punto de cambiar radicalmente. Su padre tiene una oferta de trabajo que le permitiría llevarse a su familia a vivir cerca de Londres. Es decir que tienen la chance de escapar de la región que arde y en la que la adorable vida entre vecinos familiares que tanto aman ya es historia.

La película arranca en color y con imágenes contemporáneas y poco a poco se salta un muro y aparece 1969 en blanco y negro, que dominará el resto de la proyección. El color volverá, por ejemplo, en el cine, cuando la familia entera disfrute de la música y las imágenes de Chitty Chitty Bang Bang, con Dick Van Dyke.

No quiero contarte mucho más y, por otra parte, no tiene sentido porque, como dije recién, no hay historias enormes, es todo pequeño, hermoso, cercano.

En "Belfast", todo el conflicto entre católicos y protestantes se ve a través de los ojos de un niño.

El guion está basado en la biografía de Branagh aunque él se ocupa de aclarar que es una ficción. Nació en 1960 y, como Buddy, tenía 9 años cuando los disturbios llegaron a su barrio. Tal vez, como Buddy, estaba jugando con las tapas de los tachos de basura a la manera de escudos guerreros cuando explotaron los primeros autos y los líderes protestantes se presentaron amenazantes para extorsionar a las familias protestantes de la zona y para expulsar a las católicas. Fue a esa edad que tiene Buddy en la película cuando su familia se mudó a Reading, en el condado inglés de Berkshire. Buddy no es él, pero tal vez sí.

En los créditos finales, la peli está dedicada a “los que se quedaron, a los que se fueron y a los que perdimos”. Por si fuera poco el caudal de belleza de las imágenes y los climas, el soundtrack de Belfast está integrado por canciones compuestas y cantadas por Van Morrison, incluso hay un tema nuevo hecho especialmente. Es el que abre el film, se llama “Down To Joy” y la voz grave y profunda del músico abre la magia de lo que estás empezando a ver, una historia de amor a una ciudad en la voz de un hombre —una leyenda, en realidad— de esa ciudad.

No sé si te gusta Van Morrison, a mí me encanta.

La belleza se vuelve incómoda

”La única patria que tiene el hombre es su infancia” (Rainer María Rilke).

Hablábamos de niños felices, yo fui una. Por lo menos lo fui hasta determinada edad, cuando advertí que el amor en las parejas puede terminarse y que la infelicidad te parte al medio y arrasa con todo. Cuando me di cuenta de que eso pasaba en los teleteatros pero también pasaba en mi casa que, de buenas a primeras —para mí, para los adultos que me rodeaban no— dejó de ser el hogar de una familia normal para pasar a ser el lugar de desencuentro de una familia disfuncional.

Pero no voy a hablar de mí, sino de una novela que, como la película de Branagh, es una ficción pero está montada sobre la biografía de su autora, la periodista uruguaya radicada en Chile Rafaela Lahore. El libro se llama Debimos ser felices y en la edición de Montacerdos tiene en la tapa una foto de familia que adentro se describe.

Ahora mi madre, ensimismada, sostiene una foto en su mano: aparece junto a mi abuela, sentada sobre un tronco en las orillas de la playa. Yo soy una niña de dos años, con el pelo húmedo y un short amarillo, que corre hacia ellas. Mi abuela me mira. Mi madre, vestida con una malla azul salpicada por las olas, parece que sonríe a la cámara.

Después, como si acabara de descubrir algo muy triste, me dice:

Debimos ser felices.

Cuenta la historia de tres mujeres, con una madre en el centro y una abuela y una hija en los extremos. Escrita a la manera de postales narrativas y líricas, la novela de no ficción —cada vez me gusta más esta categoría para describir esta clase de literatura— cuenta la infelicidad de las mujeres mayores vista desde los ojos de la más joven. Arranca con el hallazgo de una vieja nota de suicidio de su madre; luego la protagonista sabrá que no fue la única.

Hay pasado y presente que se alternan; hay campo, frontera, ciudad. Hay desplazamientos, pérdida, deseo, enfermedad y melancolía. La novela es un retrato de lo sombrío en una escritura que consigue conmover sin melodrama y que es un verdadero hallazgo. Lo que más me interesa es el tono logrado y la mirada de la narradora, heredera de la frustración y la tristeza que busca huir del destino de su linaje.

La madre enseña literatura y ama la cultura griega. La hija la convence de viajar con un dinero que cobraron por la venta de un campo en Rivera, en la frontera norte del Uruguay con Brasil, de donde viene la familia materna. Salir de lo oscuro para vivir el sueño de toda la vida. Así lo cuenta.

El mar, como un pozo de acuarela negra, brilla por las luces de los restaurantes de la costa. Damos un paseo por el puerto cretense de La Canea. La noche es cálida y mi madre estrena un vestido a rayas blancas y azules.

Acabamos de devorar un pez espada y tomar dos copas de vino blanco, calculando los precios de la carta, sintiéndonos un poco culpables, un poco imprudentes y ahora, mientras caminamos de vuelta, me dice que debió haber nacido en esta tierra. Me pregunto qué tipo de mujer hubiera sido. Si hubiera sido, en realidad, distinta.

Nos alejamos del puerto, tomamos por los callejones empedrados del barrio antiguo. Voy un poco por delante, marcando el camino. Pasamos frente a un bar en el que alguien toca una bossa nova. La luz de los faroles dora las sillas de madera y las copas y las enredaderas y los balcones y los labios. Todo es hermoso y permanece, pero la belleza se vuelve incómoda si dura demasiado. Con las piernas cansadas regresamos al hotel, nos envolvemos en sábanas ajenas, cerramos los ojos.

Mientras escribía este envío, vi un video en Youtube en el que Rafaela Lahore cuenta que el germen del libro nació durante uno de los ejercicios que debió hacer durante un taller intensivo de periodismo narrativo dictado en 2015 por Leila Guerriero, en El Salvador. Rafaela le cuenta además a su entrevistadora que, en ese taller, Leila les había dicho que cuando uno conoce bien aquello de lo que está hablando, puede escribir muchísimo mejor.

El ejercicio consistía en describir a la madre. Chan.

De ahí surgió esta perla.

Me quedo pensando. Te dejo pensando.

“Todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan”. La frase es de Antoine de Saint-Exupéry y la leíste, seguro, en "El Principito"

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Esta semana recibí como siempre muchos y hermosos mensajes. Fans de la serie The Bear y nostálgicos admiradores de Anthony Bourdain me escribieron para compartir sensaciones y recuerdos luego del newsletter pasado. Uno de los mensajes venía desde el Uruguay a la manera de “penitencia autoinfligida” y era de alguien que se arrepentía de no haberle escrito nunca a Bourdain, a pesar de haber sido un fan de sus programas.”Hoy, a pocos días de viajar a Sicilia de vacaciones, con la idea de comer y probar cada comida y vino durante mi paso por allá, me autoimpuse escribirle a una desconocida sobre otro desconocido que admiraba detrás de mi TV”, me escribió Fernando. Y, por supuesto, me emocionó.

Recibí también el mensaje de una lectora que me explicaba las razones por las que le había gustado Blonde, la película sobre Marilyn Monroe basada en la novela de Joyce Carol Oates que a mí me disgustó tanto.

Nunca dejaremos de hablar de Marilyn, tal vez ahí radica el mayor misterio de su seducción./The LIFE Picture Collection/Getty Images)

Agradezco la posibilidad de intercambiar así, amablemente, sin agresiones y en el marco de charlas por escrito que tienen otro tiempo y me recuerdan la era en la que podías tener diferencias con el otro y enriquecerte con su punto de vista. You may say I’m a dreamer... Te dejo una vez más mi email: es hpomeraniec@infobae.com y respondo siempre.

Y mientras sigo buscando mis ejemplares, te dejo también los versos del Martín Fierro que leí entre los árboles, al sol, mientras veía tantas caras queridas que sumaron sus voces y sus ganas para un homenaje distinto. Es el final del Canto VII de La vuelta, luego de la muerte de Cruz, y en el arranque del relato de la cautiva.

No son raros los quejidos

en los toldos del salvaje

pues aquél es vandalaje

donde no se arregla nada

sinó a lanza y puñalada,

a bolazos y a coraje.

No preciso juramento,

deben crerle a Martín Fierro:

ha visto en ese destierro

a un salvaje que se irrita,

degollar una chinita

y tirárselá a los perros.

He presenciado martirios,

he visto muchas crueldades,

crímenes y atrocidades

que el cristiano no imagina;

pues ni el indio ni la china

sabe lo que son piedades.

Quise curiosiar los llantos

que llegaban hasta mí;

al punto me dirigí

al lugar de ande venían.

¡Me horrorisa todavía

el cuadro que descubrí!

Era una infeliz mujer

que estaba de sangre llena,

y como una Madalena

lloraba con toda gana;

conocí que era cristiana

y ésto me dio mayor pena.

Cauteloso me acerqué

a un indio que estaba al lao,

porque el pampa es desconfiao

siempre de todo cristiano,

y vi que tenía en la mano

el rebenque ensangrentao.

Leer en voz alta es un buen ejercicio y que te lean en voz alta es muy estimulante. Leerles a los chicos es casi una garantía de que serán lectores.

Que tengas una hermosa semana, hasta la próxima.

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