Sam tiene poco más de 50 años, aunque aparenta mucho menos, todos los días visita el mismo pub, si puede, se sienta en el mismo lugar, y parece el típico inglés tan cínico como desencantado con todo. Apenas se quita el piloto, saca un diario con un crucigrama de su bolsillo. No le interesa la guerra en Ucrania, ni la política. Cuando le comento que soy argentino, sin mencionar jamás de manera expresa la cuestión Malvinas, insulta de todas las formas posibles a Margaret Thatcher, a quien la mayoría de los británicos ven como la artífice de una decadencia social que todavía no remonta.
Como tantos otros, fue un habitué de las oficinas de desempleo durante los años 80, y vio la disgregación del tejido social británico, el país con el primer y uno de los más robustos Estados de Bienestar hasta la década de los 70. Gran parte de los ingleses creyeron que el Brexit podría devolver parte de la grandeza perdida, pero el desencanto fue rápido. Tras la dimisión forzada del explosivo Boris Johnson, y el breve mandato de Liz Truss, queda demostrardo la impopularidad o más aún, indiferencia que los gobernantes provocan en los británicos como nunca en varias décadas.
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El crítico británico Mark Fisher, afirmaba que existe una desaceleración en la invención y la creatividad de la cultura popular en el siglo XXI, cuya consecuencia fue la aceleración del consumo, lo retro y lo repetitivo como la norma cultural de un presente aletargado. Fisher murió en 2017, habiendo sido uno de los escritores más brillantes de su generación. Leyó como nadie un mundo fragmentado y espectral, donde la esperanza de futuro parecía cada vez más lejos. Su prosa y su lectura de la realidad hoy nos sirve como telón de fondo para lo que está pasando en gran parte del mundo, pero con especial hincapié en Europa y el Reino Unido.
Fisher reflexionaba sobre el slogan de la primera campaña de Margaret Thatcher: “No hay alternativa”. El autor se preguntaba si eso efectivamente era así, y sí el gran triunfo del “capitalismo realmente existente” no había sido desterrar todo tipo de alternativa posible al sistema. Hoy ya no se sabe muy bien qué es ese “sistema”, ya que el mundo atraviesa un momento bisagra, de transformaciones profundas cuyo fin no está del todo claro. Para muchos británicos, hoy resuenan las palabras de despedida de Johnny Rotten en Winterland en 1978: “¿Alguna vez tuvieron la sensación de haber sido engañados?”. Las promesas de futuro parecen haber ido a parar al basurero de la historia.
Con Steve y Kerry, dos londinenses de edad relativamente avanzada a los que conocí de casualidad, nos perdemos en un día particularmente lluvioso durante dos horas en el cementerio de Highgate, ubicado en los suburbios del norte londinense, intentando localizar la primera tumba de Karl Marx. Se da la particularidad que el legendario pensador alemán tiene dos allí. Una, la que más visitantes atrae en todo el lugar, con un busto majestuoso, fue construida en 1954, donada por sus seguidores. No obstante, esa no es la tumba donde su mecenas y amigo mas intimo, Friederich Engels, realizó un encendido discurso el 17 de marzo de 1883 a las tres menos cuarto de la tarde donde afirmó aquello de que: “El más grande pensador de nuestros días dejó de pensar”.
Esa tumba original no está en el camino señalizado, por lo que para encontrarla hay que atravesar decenas o cientos de otras tumbas antiguas, muchas de ellas, que cuentan con casi 200 años. Previamente, nos encontramos de casualidad a la del historiador Eric Hobsbawm y a otra, bastante más moderna y con un busto de diferente estilo pero igual de impresionante que la de Marx. Es la de otro pensador, Malcolm McClaren, el artífice de todo el movimiento punk y uno de los grandes gamechangers de las reglas de juego del negocio del entretenimiento.
Finalmente, la encontramos gracias a dos turistas alemanes, uno de ellos un niño, que muy amablemente nos conduce hacia allí. Es tradición, quien sabe por qué, dejar monedas de una libra sobre la vieja lapida, partida en varios pedazos cuando trasladaron su cuerpo. En el camino, Steve y Kerry, que inmediatamente demuestran tener un conocimiento enciclopédico del rock y la cultura popular británica de los últimos 50 años, me cuentan que ambos están jubilados, pero que consideran volver a trabajar porque la plata cada vez “alcanza menos y todo sube”.
No deja de ser curiosa esta conversación mientras caminamos entre las tumbas de gente como Marx, McClaren, o Hobsbawm, agitadores sociales a su manera, que desafiaron el “no hay alternativa” del realismo capitalista al que se refería Fisher o intentaron subvertir sus reglas, sin demasiado éxito. Lamentablemente, jamás podremos saber qué hubiera escrito Fischer sobre este presente tan gris, con la aniquilación nuclear nuevamente como posibilidad real, y el arte y la música mainstream en un nivel de escapismo absoluto, sin reflejar nada de esta situación.
La crisis energética, política y social que atraviesa Europa golpea al Reino Unido de manera particular. Cerca del centro se pueden ver calles oscuras, sin iluminación: se ahorra en alumbrado público, en energía en edificios oficiales o en tiendas céntricas. El mensaje es claro: la época de la abundancia terminó y habrá qué hacer sacrificios. En los pubs, hay un tema que sobrevuela en las charlas, todo el mundo habla de la inflación. Por primera vez en un año, la tasa anual de crecimiento de los precios cayó desde el 10,1% de julio al 9,9% en agosto, esa cifra, se encuentra, además, por debajo de las expectativas de los analistas que auguraban un 10,2%, lo que también provocó un debilitamiento notable de la libra esterlina.
La “sensación” social general parece ser otra, y hay una frase que no deja de escucharse en por donde uno va: “Todo sube, todo se va para arriba”. En agosto, la inflación alcanzó su máximo histórico de los últimos cuarenta años. Los economistas esperan que vuelva a repuntar hacia finales de año, augurando además que el Banco de Inglaterra deberá subir las tasas, lo que retroalimentará el fenómeno. Reino Unido hoy se encuentra entre las siete economías avanzadas con mayor inflación del mundo, aunque es superada por España y Países Bajos.
Las huelgas de trenes ya son moneda corriente, y el 8 de octubre cerca de 40.000 miembros del sindicato RMT de la red Network Rail se movilizaron para reclamar aumentos salariales y mejores condiciones de trabajo para hacer frente a la inflación. Esto provoca que el tráfico sea un caos, encontrar un taxi se vuelva imposible, y la única manera viable de moverse en la ciudad sea a pie o en subte. Como consecuencia de la crisis, los sindicatos se encuentran en pie de guerra, y, se espera en el corto plazo que la Confederación de Sindicatos Británicos convoque a una huelga general masiva, lo que podría significar la más importante y multitudinaria en Gran Bretaña desde las huelgas de los mineros del período 1984-1985. La crisis todavía no ha tocado fondo -o techo-, y lejos parece la posibilidad de regresar a la crisis terminal del país durante los años 70 de las semanas laborales de 3 días. Sin embargo, la sensación permanente que sobrevuela todas las conversaciones es que lo que viene, al menos, durante el mediano plazo, será mucho peor que el pasado reciente.
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La banda sonora de este Londres fragmentado, con distintas capas de cebolla, sobre todo en la noche y en su feeling, tiene más que ver con el oscuro dubstep de Burial o los experimentos ambient de The Caretaker que con el britpop y la cool britannia que tan bien representaron la esperanza juvenil post Thatcher de la segunda mitad de la década del 90. Estos artistas pueden ser agrupados vagamente en lo que se llama hauntology. Es decir, un término que Fisher junto a su amigo, el también crítico británico Simon Reynolds comenzaron a utilizar cerca de 2005 para describir a una red dispersa de músicos, en su mayoría británicos, entre los que destacaban los artistas del sello Ghost Box (The Focus Group, Belbury Poly, The Advisor Circle y otros), Mordant Music y Moon Wiring Club. Todos estos grupos exploran una parte de la nostalgia británica vinculada a la programación televisiva de la década de los 60 y 70, una adicción de la cultura pop británica a su propio pasado, en palabras de Fisher.
El filósofo coreano Byung-Chul Han ha puesto recientemente sobre la mesa la cuestión de la autoexploración como sinónimo de supuesta realización personal. Fisher lo decía antes, y mejor: los trabajadores autónomos tienen que volcar toda su creatividad para generar dinero, porque es imposible conseguir un empleo bien remunerado y con todas las prestaciones sociales, como en la época dorada del capitalismo industrial. Esto además lleva a una depresión generalizada, especialmente en los sectores juveniles, un fenómeno social relativamente nuevo, al menos, posterior a la década de los 70. La hiperactividad de la presente era y las exigencias por generar dinero en un marco donde el mercado laboral formal no funciona como antaño, terminan siendo un cóctel explosivo para jóvenes que sienten que “el futuro ha sido cancelado”.
Para él crítico británico Jon Savage, los Sex Pistols ofrecieron “optimismo disfrazado de cinismo, desatando emociones poderosas detrás de una fachada sarcástica”. El descontento de hoy parece tener poco que ver con aquel de la explosión punk y mucho más con el de su lánguido final. Aunque, según Reynolds, hoy la música no necesariamente refleja el zeitgeist como lo hizo durante los 70, los 80 y los 90, quizás si lo haga. Es un momentum donde el “optimismo disfrazado de cinismo” dio paso directamente a una desesperanza total. La sensación “espectral” que tan bien reproduce la música hauntologica -si se me permite el neologismo-, representa bastante de lo que está sucediendo no sólo en la Inglaterra actual, sino, en gran parte del mundo occidental. A diferencia del cinismo de escritores como Michel Houellebecq, esta no “culpa” a nadie de los males del mundo. En tiempos de crisis económica, de nula representación política, una guerra en plena Europa, y amenazas nucleares, no podría esperarse otra cosa.
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