Hay palabras que nunca superarán la imagen que generan. Cuando alguien lee “paisaje”, lo que imagina es un lugar precioso. No hace falta ir a las Cataratas del Iguazú o presenciar una aurora boreal, la belleza de la naturaleza —incluso la de las ciudades— está en todas partes: en el horizonte que se dibuja entre el cielo y el mar, en los árboles de una plaza queriendo tocar las nubes, en el rompecabezas que forman las casas y los edificios o detrás de una ruta cualquiera.
Los estudiosos creen que la naturaleza apareció muy poco en las pinturas antiguas, al menos valorizando el paisaje en sí mismo. Sostienen que fueron los artistas chinos del siglo v quienes tuvieron el mérito de “descubrir” el paisaje como elemento pictórico. Fue gracias a la influencia del budismo y la concepción que tenían de la naturaleza. En Europa el paisaje ingresa como protagonista recién con el Renacimiento, cuando entienden que el arte también estaba en la naturaleza.
Uno de los primeros en hacer lo que hoy conocemos como paisajismo fue Jacob van Ruysdael, que desarrolló, junto a otros artistas, una importante escuela paisajística en la Holanda del siglo XVII. Una de sus obras más famosas es El molino de Wijk bij Duurstede, un óleo sobre lienzo pintado hacia el año 1670 que mide 83 centímetros de alto y 101 de ancho y que hoy se conserva en el Rijksmuseum de Ámsterdam, en los Países Bajos.
Es un paisaje típico en la obra de Ruysdael. Lo dramático está en el cielo nublado que ocupa dos tercios del cuadro. Se avecina una tormenta y el punto de vista es más bien abajo, algo que hasta entonces no se hacía, por lo que la escena se vuelve imponente. El molino de viento destaca en lo alto, un barco que parece llegar —el río que se ve es la desembocadura del Rin en Wijk bij Duurstede—, personas que lucen diminutas frente a la inmensidad de la naturaleza.
En la misma época y el mismo país, Johannes Vermeer pintaba con voracidad. Entre 1660 y 1661 hizo la Vista de Delft, una obra en óleo sobre lienzo que se conserva en el Mauritshuis de La Haya, Países Bajos. El instrumento óptico utilizado no fue la cámara oscura sino el telescopio invertido. Así pudo condensar la vista panorámica disminuyendo las figuras del primer plano y haciendo que el resto de la composición retroceda en el espacio.
No vemos el perfil de un municipio sino una representación idealizada de Delft, con sus características principales simplificadas y luego encajadas en el marco de una bahía. El cielo es protagonista: las nubes llegan a la ciudad. Hay casas de ladrillo, algunas torres; los muros se reflejan en el agua. Con una pigmentación rica y plena, el artista logró superarse a sí mismo. Para los especialistas es su mejor obra hasta ese entonces. Otros sostienen que es la mejor de su carrera.
A Carlos de Haes le gustaba pintar. Solía salir con varios de sus alumnos; llevaban cuadernos, lienzos, caballetes, lápices, pintura. Cuando encontraban una buena vista, se instalaban y pasaban largas tardes en silencio abocados cada cual a su trabajo. Una tarde llegó a Picos de Europa, un macizo montañoso localizado en el norte de España que pertenece a la parte central de la cordillera Cantábrica. Recorrió el lugar, eligió su ángulo favorito, hizo varios bocetos y entonces sí, a pintar.
Así nació una de sus grandes obras: La Canal de Mancorbo en los Picos de Europa. Es de 168 centímetros de alto y 123 de ancho, y fue pintada en 1876. Hoy se encuentra en el Museo del Prado, en Madrid, España. Para muchos, es la cumbre del paisaje realista español, símbolo de una época, no sólo en cuanto a su técnica tan minuciosa sino también por su forma de plasmar la naturaleza, el espíritu del arte.
Para decirlo en términos más concretos, según la historiografía, es el cuadro más emblemático del paisaje realista español del siglo XIX. Se trata de una panorámica de los Picos de Europa pintada en la madurez plena de su carrera logrando un estilo más depurado que los cuadros anteriores. Esa interpretación de la naturaleza es herencia directa de la tradición flamenca. Haes lo presentó en la Exposición Nacional de 1876.
Según José Luis Díez García, Doctor en Historia del Arte, La Canal de Mancorbo en los Picos de Europa es “un paisaje potente y grandioso, que Haes despliega como un gran espectáculo de la naturaleza ante los ojos del espectador, transmitiendo una sensación de quietud silenciosa y armónica, que invita a su contemplación reposada en la que reside buena parte de su lirismo”.
Mucho antes, hacia el año 1070, Guo Xi —tambuién conocido como Kuo Hsi— pintó un pergamino horizontal hoy titulado Despejando los cielos de otoño sobre montañas y valles, dinastía Song del Norte. Este paisajista chino, originario de la Provincia de Henan, fue el máximo exponente de la pintura Song septentrional, en la que el género pictórico alcanzó, según los expertos, el mismo estatus cultural que la poesía.
En ese momento surgió entonces la figura del “pintor-letrado” (wen ren hua), que era el artista dotado de una gran erudición y acervo cultural que social y culturalmente estaba a la altura de los literatos de su tiempo. Ya no se trataba de un mero artesano, como era considerado hasta hacía poco, sino un artista delicado y total. El principal género de expresión de estos pintores fue el paisaje. También la pintura de pájaros y flores. La naturaleza en primer plano.
Themistokles von Eckenbrecher es el nombre de un pintor alemán de paisajes y marinos. Nació en Atenas, Grecia, en 1842, cuando su familia estaba de visita en la casa de un amigo. Enseguida regresaron a Berlín, donde vivían, y allí creció y experimentó su pasión por el arte. Pintó varios cuadros famosos, como Tiroteo entre los askari y los habitantes locales y Un mercado en el patio de la nueva mezquita, Estambul, pero sin dudas su gran obra es Vista del Sognefjord.
Vista del Sognefjord es una pintura de 1901. Es una postal del fiordo más grande de Noruega y el segundo más grande del mundo, después del Scoresby Sund de Groenlandia. Las casitas al fondo, los pescadores en la orilla, las carretas, los caballos, rocas, montalas, el verde césped que brilla con la iluminación del sol y atrás, más atrás, casi ocultas dentro de la niebla, las montañas. Es una pintura de paisaje de una belleza formidable.
Con la irrupción de las vanguardias a fines del siglo XIX, muchos artistas decidieron posar ese lente distorsivo y rupturista en el paisaje. Uno de ellos fue Henri Rousseau, artista francés nacido en 1844. Esto se ve con mucha claridad en El sueño, la más grande de todas sus piezas de la jungla que se exhibió por primera vez en el Salon des Indépendants, entre el 18 marzo al 1 de mayo 1910, pocos meses antes de su muerte el 2 de septiembre de 1910.
A lo largo de su carrera pintó más de 25 piezas de carácter selvático, aunque jamás salió de Francia. Su inspiración, dicen, provenía de libros con ilustraciones, pero sobre todo del Jardín de las Plantas de París, ese emblemático jardín botánico de 23,5 hectáreas, y de los relatos de soldados que habían sobrevivido a la expedición francesa a México. La obra de Rousseau no tuvo muchos adeptos, sólo algunos valiosos colegas. Tras su muerte se produjo el gran redescubrimiento.
¿Qué es el paisaje? ¿Qué representante la naturaleza, pero también las ciudades, es mundo externo a nuestra vista que, al corrernos un poco de nuestro centro, descubrimos con asombrado fascinación? En El lector del tren de las 6.27, la novela de Jean-Paul Didierlaurent, se lee una buena definición: “Fundirse con el paisaje hasta negarse a sí mismo y limitarse a ser un lugar ajeno nunca visitado”. En estas obras, todo eso queda bastante a la vista.
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