La poesía, ese lugar de la literatura donde las fronteras están rotas

¿Qué lugar ocupa el ego en los poemas? A diferencia de otros géneros, acá siempre hay un yo que desdibuja los límites y permite todo: la ficción, lo documental, la confesión, la máscara y la desnudez

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“Una joven leyendo” (1898) de
“Una joven leyendo” (1898) de Ricardo López Cabrera

Adentro del poema, todo: la máscara y la desnudez. Dentro de la literatura, esa disciplina que necesita indagar sobre sí misma —pregunta y repregunta, afirma, desmiente y vuelve a dudar—, el poema ocupa un lugar privilegiado: las reglas sucumben y el poeta, escribió Octavio Paz, genera una “perpetua tensión hacia un absoluto del lenguaje”. Un pequeño bosque minimalista donde crecen flores imposibles. Un lugar íntimo y a la vez radicalizado. Adentro del poema, todo, y en ese todo entra el yo, el ego, la subjetividad abrumadora del poeta. Lo que está afuera del lenguaje, la realidad, la vida misma, ingresa. A diferencia de la novela, del cuento, del ensayo, en el poema siempre hay un yo que desdibuja fronteras, como si fuese un género necesariamente antificcional pero que a la vez escapa de lo documental. Sin embargo, el artificio literario persiste; también la confesión. En ese juego, entre la máscara y la desnudez, el ego dirige. La pregunta es: ¿hacia dónde?

El ego es un espejo roto

Leyendo a Sam Pink la respuesta puede ser: hacia la destrucción. El sello argentino UOiEA! acaba de publicar Poemas para curarte lo que sea o crear los problemas que necesitás, un volumen que reúne textos de tres libros. La traducción estuvo a cargo de Mat Guillan. La interpelación al lector es directa en el título, así como también en el epígrafe: “Si leés esto y creés que está dedicado a vos, probablemente lo esté”. San Pink vive en Chicago, es músico, artista plástico y poeta. En Argentina muchos lo conocieron por Alt Lit (Literatura Norteamericana Actual), una antología publicada en 2015 donde se incluyeron dos de sus cuentos —“Ronald McDonald” y “Juliana”— cuyos tonos e inquietudes están presentes en su poesía. Claro que el género cambia, es otro campo, un nuevo terreno. Acá, en la poesía, Pink usa un buen truco: elige la segunda persona para que el yo poeta y el yo lector se vuelven el mismo. Usa su ego como un espejo roto.

La poética de Pink se compone de algo que podríamos definir como disposición, algo más que un tono, ¿una actitud? que se precipita hacia la autodestrucción en el preciso momento en que ocurre. Pero no ocurre solo ahora —el momento de la escritura y de la lectura—: viene ocurriendo desde siempre y así continuará. El yo lírico, que incorpora al lector como protagonista, está padeciendo malestares existenciales y surrealistas severos: las metáforas de la angustia y el odio. Es un desahogo. “Tratás de escapar de un edificio en llamas / cuando vos sos el edificio en llamas”. “Te digo que / a veces / sencillamente no sé / qué hacer / conmigo mismo”. “Arrancate el corazón / si se vuelve demasiado grande”. “Creer en vos mismo de modo que permitan que sucedan cosas terribles. / Creer en vos mismo de modo que aceptes nuevos errores”. “Hey man, a veces solo tenés que arrodillarte y dejar que te arda la cabeza”.

“Poemas para curarte lo que
“Poemas para curarte lo que sea o crear los problemas que necesitás” de Sam Pink

Poemas cortos y directos como golpes, pero también otros más largos que se hunden en tribulaciones. Mientras los versos fluyen y las páginas vuelan hay pequeñas repeticiones como detalles intermitentes: “siguen los dibujos animados”, “nuevos problemas”. De a ratos el yo lírico de Pink encuentra un punto donde precisar mejor las razones de su angustia: un desdoblamiento entre el interior y el exterior. “Mi mente no es un cartel publicitario”, escribe, pero luego observa que “te divertís dando versiones de prueba de vos mismo y reservando tu verdadero yo para un mundo en el que creés pero que nunca vas a ver. Te divertís ahí parado mientras todos los mundos en los que creés caen al suelo como un telón de fondo”. Ese desdoblamiento es clave: “La distancia entre cómo te ves a vos mismo y cómo te ven los demás. / El vos que está en el foco de ambos.” En ese vos el yo poeta y el yo lector se vuelven uno y cabalgan juntos hacia una estética destrucción.

Travestido y encubierto

La forma que adoptan los pensamientos en el silencio de la mente, sobre todo cuando el contexto es trágicamente determinante, siempre es poética. Pero ahí se queda esa estética: encerrada, atrapada. Gabriel Rodríguez Molina imaginó cómo pensaba, qué sentía, cuánto vibraba el Che Guevara en sus últimas horas de vida, prisionero y herido, durante los primeros día de octubre de 1967. “Llevo los pies sucios. / El pelo roído. / La barba desprolija. / Los pulmones cansados. / Una herida en la pierna que ya no siento. / Y las manos atadas. / Escucho la música que genera el roce de las hojas. / En Bolivia, por momentos, todo parece muerto. / Por un segundo las cosas simulan detenerse. / O soy yo el que quiere detener el tiempo. / Ya no sé”, se lee en este libro editado por Sudestada en el 2021 y lleva por título simplemente Guevara. Rodríguez Molina publicó ya varios libros: es un poeta y dramaturgo nacido en el año 1995.

El ego del poeta está borrado o, mejor, travestido. Es un acto casi teatral: interpreta un personaje histórico, una leyenda que aún vive en muchísimas banderas y convicciones. Es un libro que se para a mitad de camino entre lo histórico y lo íntimo. El líder revolucionario pronto será ejecutado. “Espero. / Solo espero / Yo sé esperar / En la altura de Bolivia una espera es más densa. / Por más que uno escuche la primavera. O por más que uno esté a punto de morir. / No termina, uno, de acostumbrarse. / ¿Qué dirán de mí? / Ya no importa”. La descripción cotidiana, lo que ve y lo que siente, el silencio del ocaso, la posibilidad del final, todo se mezcla con algunos recuerdos, con balances apresurados y alegatos que irrumpen con la fuerza del epitafio. La duda existencial sobre el futuro de la revolución inconclusa parece guiar este poemario. “¿Quién soy? / ¿Quién fui? / ¿Qué hago acá? / ¿Estoy muriendo? / ¿O estoy naciendo?”, escribe Rodríguez Molina en la piel de Guevara.

“Guevara”, de Gabriel Rodríguez Molina
“Guevara”, de Gabriel Rodríguez Molina / “Telesio: brevissimo tratad sobre el asombro”, de Lucas Margarit

En la misma línea, y en el mismo año, Lucas Margarit —Buenos Aires, 1966; poeta y Doctor en Letras— publicó Telesio: brevissimo tratado sobre el asombro, editado por Leteo. El poeta utiliza su ego para darle voz a Bernardino Telesio, filósofo y naturalista italiano del siglo XVI. Acá las referencias históricas son más bien inciertas, entonces el lector avanza casi sin saber por dónde pisa. Siempre en minúscula: “uno es el número de la desesperanza. / el número que reúne la imagen de dios / con la figura del agua / es la cantidad de océanos unidos debajo de las islas y de los bosques”. Acá la poesía adquiere un nivel metafísico: la naturaleza es fascinante, misteriosa, sabia, infinita, y la fe un magma de sentidos a explorar: todo es descubrimiento y Telesio es nuestra forma de ir hacia un especie de origen imposible. Escribe: “ahora, en esta ciudad corroída y arrasada / una oruga se detiene a envejecer”. También: “lo que digo estuvo / en lo que callo”

Instagram y narcisismo

En uno de sus seminarios, Jacques Lacan dijo que “la idea de sí mismo como cuerpo tiene un peso. Es precisamente lo que se llama el ego. Si al ego se lo llama narcisista, es porque, en cierto nivel, hay algo que sostiene el cuerpo como imagen”. ¿Qué lugar ocupa la poesía en esa imagen? El poeta y profesor español José Membrive hace una distinción tajante entre “malos y buenos poetas” en un artículo publicado en el año 2009 en el sitio Ojos de Papel: “Uno de los hitos que limitan la frontera entre unos y otros es si en la poesía manda el ego o el yo lírico. Si, al escribir, se quedan en la piel de la anécdota individual, o traspasan al océano de las vivencias colectivas”. Por un lado, dice, “el ego es un yo personal, pétreo, inmodificable e intransferible”, y por otro, “el sujeto lírico es una creación viva, trascendente en donde los lectores ‘interactúan’, sienten, evolucionan, dan, reciben… en definitiva, salen transformados”.

Es interesante el planteo de Membrive porque se centra en los efectos. Al año siguiente de este artículo, en 2010, se lanzó Instagram, que se convirtió en un gran shopping de la poesía. Hay miles de “instapoetas” que comparten ahí sus versos sin la necesidad de llegar a la legitimación tradicional: la publicación del libro. En muchos casos, los poemas posteados amontonan likes, es decir, los lectores interactúan —como sugería Membrive que ocurría con los buenos poetas— en esa “anécdota individual” que muta hacia “vivencias colectivas” generándose así la identificación. El fenómeno requiere muchísimo análisis, pero lo que sí está claro es que esa interacción con los lectores no logre necesariamente una “evolución” y de ahí salgan “transformados”. De hecho, pareciera ocurrir lo contrario: la poesía al servicio del entretenimiento, como un producto más en las góndolas que scrolleamos diariamente. ¿Puede el narcisismo romper esa lógica y erigirse en arte?

“Ondulaciones”, de Laureana Buki Cardelino
“Ondulaciones”, de Laureana Buki Cardelino / “Terapia con animales”, de Daniela Ema Aguinsky

La mira poética

Adentro del poema, el poeta es lo que quiere ser, pero también lo que puede ser. Los límites no están en el poema sino en su poesía, es decir, en él. Si las fronteras están rotas, entonces el ego dirige la mira poética hacia donde sea, pero sobre todo adonde se es. Emmanuel Lorenzo en Los hábitos feroces se centra en el Conurbano: zona, tema y estado de ánimo. “Qué pasa en los barrios / que la muerte nos inquieta / qué pasa / que se muere uno y nos morimos un poco todos”, escribe en este libro publicado recientemente por Elemento Disruptivo que va de la infancia a la adultez, de la política al hedonismo, del trabajo a la joda. El recorrido es amplio pero jamás pierde de vista el objetivo: narrar un paisaje emocional profundamente político. Hay nostalgia y orgullo, hay tristeza y esperanza. “El Conurbano es ahí donde todo brilla un peco menos pero parece más real”, escribe y logra una definición a la que probablemente solo se pueda llegar desde la poesía.

En el último libro de Laureana Buki Cardelino el tema no es específico. Se titula Ondulaciones y lo publicó Caleta Olivia. Esta poeta, profesora de Letras, compositora, guitarrista y cantante se lanza a nadar el río de lo cotidiano. Los pasajes y objetos proliferan: una iglesia, una autopista, un anfiteatro de montaña, latas de pintura, flores, mucha música —”la música no es una idea / la música es un secreto”— pero en todo ese escenario tangible y conocido lo que parece buscarse es abstracción, extrañez, inmaterialidad. Busca distancia —“una distancia de mí”, escribe—, y la poesía parece acercarla, pero ¿a dónde? “Querida herida, no te ignoro / te incorporo y te engendro de nuevo”. “No somos personajes / esto no es una trama / no somos falsos ni tristes / no sé qué somos”. Así, este libro se zambulle en el misterio de lo cotidiano para atrapar alguna verdad pasajera, como a una mariposa, y luego dejarla ir: “Me emociona la distorsión, / la fe en lo imposible”.

La mira poética es una forma de observar el mundo. Para hacerlo, hay que estar listo para disparar, ¿pero disparar qué? En Terapia con animales (Paisanita Editora, 2022), o en gran parte del libro, uno tiene la sensación de que Daniela Ema Aguinsky —el yo lírico de su poesía, su protagonista— está acostada en una cama, su pareja acaba de irse a trabajar, ella toma un cuaderno o el celular y escribe, escribe, escribe. Con un solo poema de dos versos alcanza; se titula “Tarde”: “Ya está: / te olí”. Desde ese lugar del mundo, en soledad, los poemas se pronuncian. Hay amor, hay sexo, hay neurosis, hay intensidad. Pero el romance se termina y “lo último que guardo de vos / es un relleno de empanadas / en el freezer. / Lo habíamos hecho juntos”. Luego del torbellino romántico, dos poemas. Uno se titula “Libre”: “Como los taxis vacíos / despacio / al costado de la avenida. / Yo también espero”. El último: “Estoy enamorada de Ellen Bass”. El recorrido se completa, la mira poética nunca baja.

“Los arrebatos feroces”, de Emmanuel
“Los arrebatos feroces”, de Emmanuel Lorenzo / “Piedra libre detrás del nombre” de Hernán

No vendas tu ego

En Google hay una pregunta frecuente: “¿Cómo puedo saber si el ego domina mis actos?” El consenso indica que una persona con “demasiado ego” es (ego)céntrica y (ego)ísta: no parecen ser buenas cualidades para la convivencia social. En la literatura, y especialmente en el poesía, adquieren otro valor. Las reglas morales tienden a romperse en la hoja para que ese lápiz —o ese teclado— tome ciertos riesgos que en otras disciplinas, incluso en otros géneros, no se permitiría. Ante la pregunta, diversas páginas webs propician una serie de respuestas, tips, consejos, formas de evitar el maleficio. La primera es: “No salir de tu zona de confort”. Siempre son interesantes las ideas que sobrevuelan sobre eso que el sentido común llama de zona de confort, un lugar imaginario donde las personas deciden reposar para evitar algún tipo de progreso necesario, o algo así. La moraleja para ser: si el ego te domina estás atrapado. ¿Ocurre lo mismo en la poesía?

Si el ego es un yo exacerbado, ¿no es acaso el impulso de la creación artística? Otro tip para saber si estás poseído por el ego, según Google: autoestima falsa. ¿Acaso importa la verdad en el arte, en la construcción de una escena ficcional, en la descripción minuciosa de una sensación? ¿Es la honestidad un valor? ¿La literatura no es el lugar donde lo falso brilla, no como el sol, sino como esas estrellas infinitamente mayores, que solo imaginamos? Johann Gottlieb Fichte creía que existía un yo común cuya referencia era un yo absoluto. Una suerte de, otra vez, yo exacerbado pero elevado: como una entidad superior, como un pequeño dios. A ese yo lo definía como la realidad previa a la separación entre sujeto y objeto. ¿Acaso no es esa posición un ideal artístico? Un yo absoluto que no está atado a las reglas morales del yo común, el de su época, el de su historia, el de su comunidad, sino un yo capaz de bailar descalzo —eufórico y liviano— la danza de la poesía.

En Piedra libre detrás del nombre de Hernán, un libro editado este año que tiene la particularidad de estar escrito a mano, hay un “haiku en la pared”: “Una pintada que dice / vendo mi ego / largamos mal”. ¿Quién quisiera vender una de las materias primas de la poesía? Miembro de los Verbonautas, compañero de Vicente Luy, Hernán trabaja el poema desde varios ángulos, como el ingenio y el humor. “No soy de los que tropiezan / dos veces con la misma piedra / por lo menos tres cuatro seis / veinte veces cien”. Lo risible no limita lo profundo: “El silencio del pescador / lleva a los peces / hasta su plato”. No esconde su yo, pero en un poema lo relativiza:: “¿Dónde está / esa línea / donde termina / vos y empiezo / yo?” ¿El amor como derrumbe momentáneo del ego? Sin embargo, acá, adentro del poema, el ego se camufla, se exacerba, se multiplica, se concentra, pero siempre persiste. En la poesía, todo: es el lugar de la literatura donde las fronteras están rotas.

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