Coleridge creía en la poesía. Era como una convicción: la estampita que besaba cada mañana cuando se levantaba. Pero también creía en el opio. Son dos sendas diferentes que en algún punto de su vida se unieron, se trenzaron, se amalgamaron, y se hizo imposible separarlas. La poesía empezó temprano. Samuel Taylor Coleridge nació el 21 de octubre de 1772 en Ottery St Mary, Devonshire, Inglaterra, en una familia alfabetizada bajo el ala de un padre reverendo y vicario muy respetado. Fue el menor de trece hermanos, incomprendido por algunos de ellos, hostigado por otros; ese fue el motivo que lo llevó a refugiarse en la biblioteca local. En esas primeras lecturas donde aparecen la historia, la filosofía y la fantasía es que se filtra la poesía como algo precioso y extraño que luego definirá como “la flor y la fragancia de todo conocimiento humano: pensamientos, pasiones, emociones, lenguaje”. ¿Cuántos años tendría entonces: ocho, nueve?
Para la escritora e investigadora Alethea Hayter, aparece casi en simultáneo con el opio, a los nueve, aunque el resto de los biógrafos mantiene el consenso que lo consumió recién a los diesi largos. Sufría unos cuantos padecimientos: reumatismo, dolor de muelas, neuralgia facial. Primero es un calmante, luego un apoyo para el “desequilibrio psíquico”, como dice Alejandro Oliveros, hasta que en 1797 se produce su famoso sueño y “para 1800 su experiencia es suficiente como para hablar de las delicias del opio; y de 1801 en adelante, nunca dejará de tomarlo”. Borges, en su ensayo “El sueño de Colerdige” (Otras inquisiciones, 1952), cuenta la ensoñación. Fue en el verano de 1797, Coleridge estaba en una granja de Exmoor y “una indisposición lo obligó a tomar un hipnótico”. Mientras leía un texto del historiador Samuel Purchas sobre “la edificación de un palacio por Kublai Khan, el emperador cuya fama occidental labró Marco Polo”, se fue quedando dormido.
“En el sueño de Coleridge, el texto casualmente leído procedió a germinar y a multiplicarse; el hombre que dormía intuyó una serie de imágenes visuales y, simplemente, de palabras que las manifestaban; al cabo de unas horas se despertó, con la certidumbre de haber compuesto, o recibido, un poema de unos trescientos versos. Los recordaba con singular claridad y pudo transcribir el fragmento que perdura en sus obras. Una visita inesperada lo interrumpió y le fue imposible, después, recordar el resto”, dice Borges en su texto. Así fue como escribió Kubla Khan, “cincuenta y tantos versos rimados e irregulares de prosodia exquisita”. Lo que ahí se narra —si bien alegórico, es un poema narrativo— es la construcción de “una majestuosa mansión de placer”, “un milagro de raro diseño” “con cuevas de hielo”. La belleza edificada es tan perfecta que lejos de ser artificial se vuelve una imagen ideal con retazos de las más bellas postales de la naturaleza.
Los contemporáneos de Coleridge le decían que el poema era precioso, sin embargo lo publicó recién en 1816, cuando ya había ganado cierta reputación, cierta madurez, cierta erudición, cierta valentía. La vuelta de tuerca borgeana en “El sueño de Coleridge” es la siguiente: “Un emperador mogol, en el siglo XIII, sueña un palacio y lo edifica conforme a la visión; en el siglo XVIII, un poeta inglés que no pudo saber que esa fábrica se derivó de un sueño, sueña un poema sobre el palacio”. Hay algo en esa ensoñación narcotizada que eleva este poema al nivel de legendario. De todos modos lo anecdótico no hizo falta para que la Historia lo condecore como uno de los grandes poemas occidentales. Es justo en ese momento que surge el romanticismo inglés —Coleridge es, por supuesto, una de sus principales figuras—, influencia directa a los géneros posteriores que hoy mantienen sus ecos gravitantes: la novela histórica, la novela gótica y la novela de terror.
Son esos precisos años, el ocaso del siglo XVIII, donde Coleridge obtiene una cumbre creativa. Escribe su famosa Rima del anciano marinero, el poema narrativo Christabel, las Baladas líricas en conjunto con William Wordsworth, los “poemas de conversación” y Kubla Khan, por supuesto. Pero como dice el dicho —un dicho más empírico que poético— todo lo que sube tiene que bajar, Coleridge comienza un derrotero en diversos aspectos. Uno interesante: el ideológico. Si en 1795 estaba tan fascinado con la Revolución Francesa —no sólo dicta un curso público, también había planificado con sus amigos fundar una sociedad utópica comunista en Pensilvania—, con el tiempo se fue desilusionando con el aspecto más radicales del asunto igualitario hasta terminar refugiado en la filosofía alemana y el idealismo trascendental de Immanuel Kant, y llegar a la conclusión que la creciente alfabetización estaba produciendo un gusto literario cada vez más tosco y pedestre.
Ya entrado el nuevo siglo decide un cambio de vida. De 1804 a 1806 se instala en Malta, luego en Sicilia. Busco un clima seco que mejore su salud y un contexto que le permita reducir su consumo de opio. Tiene poco más de treinta años. El tiempo pasa, la juventud va perdiendo la fuerza del color original, las cosas no mejoran del todo, al menos como él quisiera, pero la creencia en la poesía se mantiene. En las casi 300 páginas de su Biographia Literaria nombra la palabra poesía 109 veces. Sin dudas, ese es el tema del libro. Ahí recorre sus influencias, los autores que le cambiaron la forma de pensar la literatura, la escritura, el lenguaje, también forma de pensar la vida. Terminó el libro en 1815 y lo publicó en 1817. La poesía, escribe en esas páginas, es una “luz adicional e importante” cuyos “efectos inmediatos proporcionan una antorcha de guía al crítico filosófico”. Eso anhelaba ser Coleridge: un crítico filosófico: un poeta total.
“No hay profesión en la tierra que requiere una atención tan temprana, tan larga o tan ininterrumpida como la de la poesía”, escribe. Temprana porque incorporarse a ella de grande supone una “inmensa dificultad”; larga porque requiere permanecer adherido durante un tiempo similar a toda la vida; ininterrumpida porque el abandono solo es para siempre. Son premisas que Coleridge asumió con una responsabilidad tal vez exagerada, más nunca sobreactuada. No es un libro al estilo clásico, unitario, cerrado; más bien son “memorias literarias en las que predominan la crítica, las reflexiones estilísticas y métricas”, define el crítico español Juan Malpartida, “una suerte de digresión que, sin duda, tiene por centro a la poesía”. Parte de esa obra la escribió el propio Coleridge —durante largas noches, con el cuerpo encorvado sobre un escritorio de madera bajo la luz de una vela gruesa— y el resto se la dictó a John Morgan. ¿Por qué?
Thomas de Quincey lo dice en varias ocasiones: su capacidad de oratoria era descomunal. Tiene sentido que prefiera ese mecanismo espontáneo —uno puede imaginarlo caminando de un lado a otro del cuarto, con el pecho inflado, las manos detrás, en la cintura, dictando, pronunciando cada frase con una devoción imposible— a la complejidad de unificar la velocidad del pensamiento con la lentitud de la escritura. En un artículo para la revista Espéculo de 2003, el crítico español Fernando Báez (estudioso de De Quincey) sostiene que “la conversación de Coleridge solía durar entre dos y tres horas” y siempre “simulaba una especie de círculo en el aire”. “Era tan digresiva, sin embargo, que el interlocutor, agotado por el esfuerzo de tantas sugerencias, se marchaba creyendo que Coleridge era incoherente, pero no era así. Al final, Coleridge remataba el tema con una lucidez enorme”.
Hay un texto del Doctor en Literatura e investigador argentino Jerónimo Ledesma que explica cómo el propio Coleridige —”la figura pública principal sobre la que se construye el English Opium-Eater”— intentó que esa senda unificada de poesía y opio se vuelva a dividir. La Biographia Literaria, sostiene, “puede ser interpretada como una apología pro vita sua, un texto exculpatorio, por cierto fallido, en función del descrédito en que había caído [su] figura (...) Entre los diversos rumores que el texto debía desmentir, se encontraba el de su ‘vicio’ sólo a medias privado, la dependencia del opio, aunque el vicio en sí mismo nunca fuera nombrado en la Biographia”. Ledesma sostiene que este libro es “el gran proyecto de salvar su imagen pública” y lo intenta “mediante el establecimiento de principios filosóficos fijos y universales, apoyados en los saberes alemanes de vanguardia y articulados con la crítica del gran poeta nacional, William Wordsworth”. Gran intento: “por cierto fallido”.
Pasará un largo tiempo hasta que limpie su perfil. No será en vida. En 1816 su adicción es imposible de disimular y su depresión lo rodea como una bufanda abrigada. Se instaló en una casa de Highgate, al norte de Londres, propiedad del médico James Gillman, que lo visitaba regularmente para controlar que todo esté bien. También iban a verlo algunos escritores, viejos amigos, muchos más joven que él. Uno de ellos era Thomas Carlyle, que lo recordó en alguna de esas visitas como “un sabio escapado de la inanidad de la batalla de la vida”, “una especie de mago, ceñido en misterio y enigma”. Ahí murió el 25 de julio de 1834. Insuficiencia cardíaca agravada por un trastorno pulmonar. Tenía 61 años, una obra inmensa y unas cuantas convicciones.
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