Hola, ahí.
No voy a ser hoy muy original, no sé si queda mucha gente original, la verdad. Escribimos tanto, producimos tanto, leemos tanto que, si antes de internet estábamos persuadidos de que la mayoría de las grandes obras ya habían sido creadas y las mejores preguntas habían sido formuladas, lo de hoy es para ponerse a llorar. No queda nada que no se haya dicho. Somos una humanidad que se repite
se repite
se repite.
Pero no importa, voy igual con este tema, es algo de lo que vengo hablando hace rato y, si vamos al caso, me copio a mí misma porque escribí sobre el asunto en la etapa anterior de este Newsletter de Cultura. Por un montón de motivos vinculados a mi trabajo, a mis gustos, a mi vida diaria, la pregunta me obsesiona y el otro día la hice pública en forma de tuit.
“¿Qué es un escritor? ¿Qué determina eso? ¿Una cierta cantidad de libros publicados? ¿Que vive de escribir? ¿Que cuando debe poner profesión en algún documento escribe: escritor? ¿Que se autodenomina ‘escritor’ en sus bios de redes? ¿Quién o qué legitima a alguien como escritor?”.
Lectores y autopercepción
Recibí muchas respuestas, varias de ellas de escritores. Algunas vinculaban la escritura a la lectura, en una línea que encuentra la legitimación en el reconocimiento lector, por decirlo de algún modo, y hubo también gran cantidad de respuestas relacionadas con lo que, para utilizar un término de moda, llamaríamos “autopercepción”. Algo así como “soy lo que creo que soy”, “soy como me siento, más allá de lo que vean los otros”.
”Escribir es una maldición”, tuiteó con amargura Guillermo Orsi.
”Abelardo Castillo una vez me contó que él se sintió escritor el día que vio a un chico robar un libro suyo de un stand de la Feria del Libro”, dijo Natalia Moret.
”A mí me gusta decir: escribo. Pero cuando me tengo que definir en un formulario pongo: periodista”, fue la respuesta de Florencia Etcheves.
”La respuesta más sencilla la tiene Raymond Chandler cuando afirma que ‘escritor es el que escribe’. Línea que (se) repite como mantra Federico Luppi en Lugares comunes, de Aristarain. Escribe porque sí y necesita recordar la frase de Chandler para no dejar de escribir”, escribió Maia Debowicz.
”A un escritor lo legitiman los lectores”, fue otra respuesta.”Pienso que hay dos planos, el de la experiencia y el del rol social. El primero sería eso que dice Hebe Uhart: no hay escritores, hay gente que escribe. El segundo depende de las instituciones y círculos de legitimación. ¿Cómo se cruzan ambos planos en cada momento histórico?”, se preguntaba Sergio Frugoni, docente de lengua y literatura.
”Vivimos un tiempo en el cual lo que importa es la autopercepción, ¿no?” (Martín Baintraub).
”Quien no tiembla en poner ‘escritor’ en la parte de ‘profesión’ de entrada al hotel, ese, precisamente, no es escritor”, dijo —haciendo literatura— el escritor y librero Luis Mey.
”Más o menos lo mismo que lo que determina quién es filósofo o artista, creo. En definitiva en parte es subjetivo y muchas veces depende del ‘éxito’ (en sentido capitalista), que no deja de ser una gran injusticia. Hay muchos que lo son y nadie lo sabe, salvo ellos. De eso estoy segura”, tuiteó la abogada penalista Rocío Alconada Alfonsín.
”Mi madre, escritora, cuando le preguntaban por su profesión ella contestaba: Escritora. Le volvían a preguntar: pero ¿de profesión? Escritora. Y así hasta el cansancio y hasta que le pusieran en los formularios: Profesión: Escritora” (Mireya Viacava Raab, periodista).
”Pienso que el escritor, como el psicoanalista, se autoriza a sí mismo y eso ocurre cuando se da por entero al oficio, cuando se dice a sí mismo que lo suyo es escribir, entonces lo hace. Después vienen los libros, las publicaciones y la mar en coche”, tuiteó Natalia Zito.
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También tuitearon un cartoon francés que muestra la vidriera de una librería colmada de ejemplares. Frente a ella, una pareja de gente grande, un hombre y una mujer. Él dice: La gente ya no lee. Ella responde: Ahora todos escriben.
Reconocimientos, subsidios, pensiones
Podríamos dejar la pregunta del título (¿qué es un escritor?), casi un interrogante, en el plano casi filosófico del asunto. Ahí hasta podríamos coincidir todos en que un escritor recién encuentra su objetivo cuando aparece un lector, incluso si es literalmente uno solo. Es decir, cuando hay, al menos, una persona que puede apreciar o valorar aquello que ese escritor escribe. También, si vamos al caso, podríamos estar de acuerdo en lo de la autopercepción.
Soy escritor porque escribo.
Soy escritora porque me siento escritora, soy escritor porque puedo dejar de hacer mil cosas pero no puedo dejar de escribir.
Soy escritora porque solo pienso en cuándo voy a poder sentarme a escribir.
Y así podríamos continuar.
Sin embargo, mi pregunta apunta a algo del orden más práctico, menos subjetivo. Sé que es difícil porque todo lo vinculado al arte o a la escritura, a la creación, digamos, tiene mucho de subjetividad. En otros oficios o profesiones (un zapatero, una médica, un mecánico, una chef), pagás al comienzo un derecho de piso y luego cobrás por tu trabajo, mientras lo vas perfeccionando. (Antes de que me digas “Pero…”, te recuerdo que estamos hablando en términos generales. Sé bien que la dinámica del trabajo está cambiando y no solo en la Argentina, un país en el que nos acostumbramos a ser sobrevivientes. Ya escribí sobre el trabajo, podés leerlo acá, y seguramente voy a volver a hacerlo).
Crecí conociendo a escritores que solo trabajaban de escritores porque tenían el dinero suficiente para hacerlo (Bioy, por ejemplo) y a otros que buscaban oficios aledaños para ganar un sustento que les permitiera escribir, que era lo único que les importaba (solo en Clarín conocí a Ricardo Zelarayán y a la gran poeta Irene Gruss, por ejemplo, entre tantos otros). El periodismo, la traducción, la corrección, la edición, los talleres literarios, la docencia, el trabajo como guionistas, libreros o bibliotecarios (Federico Jeanmaire trabajó por años y de noche en la Biblioteca del Congreso) eran los modos en que autores y autoras se las arreglaban para comer y darles de comer a sus hijos mientras los tiempos de ocio o descanso los dedicaban a la escritura.
Hoy pasa lo mismo; tal vez se agregaron formas y plataformas diferentes porque la tecnología ofrece nuevas alternativas, pero, como sea, en todo el mundo siguen siendo muy poquitos los escritores que viven de sus derechos de autor de modo que quien sigue teniendo la voluntad furiosa de escribir debe contar con plata para pagarse ese tiempo. Plata que no sale de los libros, directamente. O al menos no de los propios. Naturalmente, si la propia industria cultural comprendiera cabalmente que escribir es un trabajo, tal vez sería más fácil vivir de la escritura. Deberían pagarse siempre las presentaciones, las ponencias, las capacitaciones y deberían terminarse los textos de favor y de onda. De esto habló mucho Guillermo Saccomanno en la inauguración de la última Feria del Libro.
No recuerdo si lo leí o me lo contaron, pero el protagonista de esta historia que quiero narrarte era un escritor importante (no sé por qué me quedó la idea de que era peruano) a quien alguna vez invitaron a una embajada o a una mansión de gente adinerada para hablar sobre un libro o sobre un tema determinado (disculpá la vaguedad, pero vale la pena la anécdota). Preguntó cuánto le iban a pagar y casi que del otro lado se sorprendieron por semejante atrevimiento, no habían contemplado honorarios para su charla. Su argumentación fue soberbia. ¿A los mozos que van a servir la comida y la bebida les van a pagar?, preguntó. “Por supuesto”, fue la altiva respuesta. “¿Y entonces por qué no van a pagarme a mí?”, devolvió con absoluta lógica capitalista.
Vuelvo a esta pregunta/ interrogante de qué es un escritor cada vez que leo que hay reclamos de pensiones estatales o, como en este caso, cuando me entero de que hay una convocatoria que llega desde el Gobierno de la Ciudad que se propone reconocer la actividad literaria con un subsidio vitalicio. En la página donde está la información, se explica así:
Proescritores es el programa de la plataforma Impulso Cultural del Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires que busca reconocer la trayectoria literaria de escritores y escritoras mayores de sesenta años residentes de la Ciudad de Buenos Aires a través de un subsidio mensual, vitalicio y de carácter no contributivo.
La propuesta llega en un muy buen momento (o sea, en un muy mal momento económico), son al día de hoy 72.000 pesos al mes, el jurado de selección está muy bien y algunas de las condiciones son razonables, como vivir en CABA, tener más de 60 años y una actividad comprobable como escritor de diez años. Después, hay otras que pueden debatirse (no podés ser propietario de una vivienda de más de cierto valor; si ya tenés una jubilación o ingreso se te descuenta del monto de 72.000, que ayuda pero con lo que no se vive) y hay otras que, en lo personal, me regresan a la pregunta del millón.
Una de las exigencias es tener cinco libros publicados. Esto quiere decir que Juan Rulfo no podría presentarse y José “Pepe” Bianco (uno de mis autores argentinos favoritos) tampoco. Pero, de pronto, alguien que hubiera podido autopublicarse en su momento varios libros sí podría hacerlo.
Lo de los cinco libros es una arbitrariedad —como cualquier cifra, claro— pero, además, escribir y publicar cinco libros en una vida es mucho. Escribir cinco obras de teatro, también. No sé si los responsables de pensar y redactar ese reglamento tienen idea de lo que significa escribir y publicar cinco libros o cinco obras y, en todo caso, podrían aclarar qué harían si Rulfo se presentara. ¿Hay posibilidades de una excepción?
Los géneros mencionados entre las condiciones para el subsidio también tienen algún problema. Se habla de “literatura, poesía y teatro”. Según mi manera de ver las cosas, poesía y teatro son literatura. Tal vez quisieron decir: narrativa, poesía y teatro. Y ahí estaría quedando afuera el ensayo literario... Pero me estoy yendo de foco, lo sé, y esta discusión se puede seguir en otro momento.
Quiero aclarar que si menciono esta propuesta y me detengo en ella es porque me disparó una vez más la pregunta sobre qué es ser escritor y, además, así la difundo: es bueno que aún con estas objeciones se conozca y se presenten quienes necesitan esa ayuda. Porque hoy —como antes, como siempre— hay escritores que viven muy mal porque no pudieron durante su vida laboral activa hacer los aportes necesarios para una jubilación decente (si es que esto que acabo de redactar no es un oxímoron; una vez más, disculpá la amargura de este envío).
Una lengua propia
No creo que publicar un libro convierta a nadie en escritor. En todo caso, sí, te convierte en autor. Pero un escritor es alguien que con su obra busca poner en cuestión el lenguaje, las formas, los géneros. Alguien que tiene un proyecto, que busca crear un estilo propio, una lengua propia. Me cuesta explicarlo, pero después de tantos años de leer, hay muchos libros que me siguen gustando o interesando pero son muchos menos aquellos en los que encuentro un escritor o una escritora. En los que encuentro una escritura, como insiste María Negroni.
”Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada.
Se puede hablar de un mal del escribir.
No es sencillo lo que intento decir, pero creo que es algo en lo que podemos coincidir, camaradas de todo el mundo.
Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario.
La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Y con total lucidez”.
(Marguerite Duras, Escribir)
”Es escritor aquel para quien el lenguaje es un problema”, decía Roland Barthes y recuerda Eduardo Halfon en Un hijo cualquiera, su nuevo libro, en donde el tema de la paternidad es abordado desde las figuras del padre y del hijo —y del abuelo y del nieto— en textos fechados en diferentes épocas y con diferentes tonos. Textos en los cuales las biografías de Halfon —del Halfon escritor y del Halfon narrador, que no es lo mismo— se cuelan para volver a entregarles a los lectores una literatura que no se parece a nada y en los que el escritor guatemalteco vuelve a contar cómo llegó —tarde— a la escritura y de qué manera fue la pasión por la lectura lo que lo convirtió en escritor.
En el relato “Unos minutos en París”, desarrolla una teoría que ya le había escuchado en alguna de las entrevistas que pude hacerle y es la de las tres fases por las que pasó con la lectura.
La primera fue la del “lector junkie”, para quien la lectura se ha convertido en una droga y “no hay suficientes horas en el día para leer todos los libros que necesitaba leer”. La segunda es la del “lector artesano”, que busca ver las costuras y quiere “descifrar la artesanía de la escritura” en el estilo: “¿Cómo hace Cheever para lograr una frase tan vigorosa?”, por ejemplo. La tercera etapa llegó ya con varios libros publicados y es la del “lector hijo de puta”, ese “lector impaciente e intolerante” que “ya no toleraba frases flojas, ni cacofonías indeseadas, ni lugares comunes, ni palabras que yacían medio muertas en la página”.
Dice Halfon que está a la espera de la próxima fase.
Digo yo que queda claro que, entre otras cosas, no es posible ser un escritor sino se es además (o antes) un lector.
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Recibí una vez más muchos y hermosos correos en respuesta al último newsletter que trataba sobre el pasado y su incidencia en nuestro presente. Muchos lectores, me di cuenta, se sintieron menos solos con mis comentarios.
La foto del comienzo, habrás visto, es Jorge Luis Borges, bajo la mirada del gran fotógrafo argentino Eduardo Grossman, quien alguna vez comentó que tomó esa imagen en el año 1973 o 1974, a través de un vidrio, en la Galería del Este.
Te aseguro que respondo cada semana los correos que me envían a hpomeraniec@infobae.com. A veces me tomo unos días, pero mi respuesta te va a llegar siempre.
¡Hasta la próxima!
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