En el marco de la Cumbre de Alcaldes C40, el Foro de Diálogo Interreligioso y Social presenta este jueves el libro Aportes de las Religiones al Cambio Climático, con las presencias de Santiago Kovadloff, el Secretario General y de Relaciones Internacionales, Fernando Straface, Monseñor Oscar Ojea y el ministro de la Corte Suprema de Justicia Ricardo Lorenzetti.
Uno de los capítulos presentados en dicha publicación, es “Biblia y Responsabilidad Ambiental: entre la producción destructiva y la idolatría naturista”. Su autor es el prestigioso académico y bioeticista, rabino Dr. Fishel Szlajen, quien fue convocado junto otros líderes religiosos de diversas confesiones, por la Unidad de Proyectos Especiales de Diálogo Social del Gobierno de CABA. Su trabajo se propone como la alternativa superadora ante los dos actuales modelos ambientalistas y sus respectivas falencias.
Fishel Szlajen, investigador y profesor universitario, miembro titular de la Pontificia Academia para la Vida y Director de AMIA Cultura, ha sido galardonado con la “Mención de Honor Domingo F. Sarmiento”, Senado Nacional Argentino (2018), declarado “Personalidad Destacada de CABA en la Cultura”, Legislatura Porteña (2019) y distinguido por el Ministerio de Asuntos para la Diáspora del Estado de Israel (2020).
En sus propias palabras para Infobae Cultura, el rabino comenta que en estas últimas décadas ha quedado claro que la contaminación, devastaciones forestales o eliminación de la capa de ozono, entre otra fenomenología ambiental, involucra tanto a países que generen mayor o menor polución. Y esto es porque amenaza la supervivencia de la humanidad más que de la Tierra, dado que otra vida micro o macroscópica nos sobreviva, pero la delicada condición ambiental para la humana no será la adecuada. Públicas son sus causas, la desmesurada ambición materialista, la exacerbada e irresponsable manipulación del hombre sobre el medio, haciendo de la ciencia y tecnología esclavas de la licencia, aminorando instrumentarlas para lidiar con hambrunas, patologías u otras dolencias.
En este contexto dos son los principales modelos ambientalistas, el antropocéntrico y el ecocéntrico.
Según el antropocéntrico, la definición establecida en el informe Our Common Future, de la Comisión Brundtland, el desarrollo sustentable es el que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las propias. Allí, el desarrollo sustentable es el punto de equilibrio entre el progreso económico, la equidad social y la protección ambiental. Pero su problema radica en que la demanda de crecimiento económico no es compatible con la finitud de los recursos naturales ni el límite de la capacidad de los ecosistemas para asimilar contaminantes y transformaciones medioambientales. Básicamente es un modelo antropocéntrico, donde el valor de la preservación ambiental está en función de la satisfacción de las necesidades humanas como el desarrollo económico. Esto implica un círculo vicioso entre la justicia social y la equidad intergeneracional, porque satisfacer las necesidades económicas de los países menos desarrollados, así como las de los habitantes menos privilegiados de los países industrializados, requiere acelerar el ritmo del crecimiento económico. Mientras que, en verdad, la preocupación por las necesidades de las generaciones futuras demanda limitar el impacto ambiental, posiblemente conllevando reducir el desarrollo económico en términos de producción y consumo.
En contraposición, el modelo ambientalista ecocéntrico, orientado a las necesidades de la naturaleza, concibe al ser humano como su peor amenaza. Aquí, el peligro que representa el humano para su ecosistema posee su raíz en aquella autoridad suprema que responde a la pregunta sobre cuál es la relación que deberíamos tener con la naturaleza, bajo el dictum divino de conquistar y sojuzgar la Tierra comunicado por las más importantes tradiciones religiosas occidentales. Así, en contraposición al modelo antropocéntrico, el ecocéntrico rechaza que el bienestar del ser humano sea el primordial patrón valorativo, dado que no concibe a la especie humana como la prioritaria, sino a la naturaleza. Luego, si el humano es el problema por perturbar el balance ecosistémico debido a su desmedida sobrepoblación en lugares específicos más el consumismo, la solución implicaría el rechazo de ambas como primera política medioambiental. El extremo de este marco ecocéntrico son los movimientos sacralizantes de la naturaleza que responsabilizaron a la Biblia como precursora fuente cultural de la tiranía del ser humano sobre la biósfera y su consecuente destrucción. Y esto, según ellos, es debido al citado mandato del Gén. 1:28, según el cual el humano tiene una posición privilegiada sobre el resto de la Creación, respondiendo al imperativo de enseñorearse sobre la naturaleza.
De esta forma, se plantean dicotomías donde, en la medida que el ser humano interactúa con su medio antropocéntricamente, este último pierde en función de maximizar los deseos de aquel. Y desde el ecocentrismo, el humano debe homogeneizarse con la naturaleza, perdiendo su diferencia específica como tal.
Un tercer modelo alternativo es el bíblico, el cual resuelve la problemática de aquellos dos modelos extremos entre la producción destructiva y la idolatría naturista.
Desde la lingüística, no existen vocablos bíblicos que denoten una condición de dueño con potestad absoluta, sino una adquisición en usufructo, tal como el hebreo ba’al “tenedor o habiente de”. Aplicado a los animales, ba’alei jaim, “habientes de vida”; al arrendatario, ba’al ajuzá, “habientes de porcentuales”; el acaudalado, ba’al mamón, “habiente de riqueza” o a lo valioso, ba’al erej, “habiente de valor.” Esto remite a la propia cosmovisión bíblica, donde Dios es el único dueño absoluto de su creación, mientras que el humano sólo posee la facultad de tenencia en usufructo, beneficio o utilidad transitoria. Este bíblico concepto es congruente con la ley de “Remisión o Condonación de Deudas” cada siete años, el sabático (Deut. 15:1-2), renunciando así el acreedor a todo reembolso.
También la Ley del Jubileo, por la cual cada 49 años, se redime la tierra vendida denotando la no perpetuidad sobre el bien comprado, liberando además los esclavos bajo aquel mismo principio (Lev. 25:13-28). El denominador común aquí es el estatus del hombre como residente temporario en la creación, un tenedor transitorio y no su dueño, cuestión primariamente manifiesta en Gén. 2:15. Con esto en mente, se observa una síntesis entre el imperativo de conquista y la tenencia transitoria, es decir, el poder del hombre ejercido sobre la naturaleza, pero con una grave e indelegable responsabilidad fiduciaria. Es por ello que en la homilética (Eclesiastés Rabá 7:13), Dios advierte al hombre para no arruinar Su mundo porque no habrá quien lo repare. Así, el bíblico “conquistar” y “dominar”, no signan un despotismo humano para con la naturaleza sino la facultad del humano para la manipulación del medio, no con potestad absoluta sino en calidad de receptor de un comodato.
Incluso el precepto del Shabat, el cuarto mandamiento, proclamando trabajar seis días y descansar el séptimo, es obligatorio para todo quien more en la misma residencia, incluyendo los animales, prohibiendo toda transformación productiva de energía. Y esto vinculado al mencionado año sabático, debido al precepto de dejar la tierra en barbecho (Levítico 25:3-5), y cuyo fruto se comparte con todo trabajador o residente en la morada, incluyendo los animales
Respecto de este ambientalismo e igualdad interpares, Maimónides explica en su Guía de los Perplejos, que su finalidad es la conmiseración y la liberalidad hacia los hombres en general (Éx. 23:11), y la buena voluntad hacia los pobres, cancelando deudas y haciendo de la tierra un fondo inalienable, impidiendo venderla de manera absoluta (Lev. 25:23), sino gozar de su solo usufructo.
Ahora, enfatizando en el proteccionismo animal, el Lev. 22:28 prohíbe matar en un mismo día a un animal y su cría; y el Deut. 22:6-7 prohíbe tomar los huevos o la cría de un ave cuando la madre se encuentra presente, y menos aún tomarla juntamente con su cría, respetando el vínculo como seres vivientes. En este respecto, Maimónides afirma la igualdad del dolor experimentado por los animales y los humanos. Esto incluye el singular procedimiento bíblico de faena para que el animal muera de la manera menos dolorosa, prohibiendo atormentarlo comiéndolo mientras viva (Gén. 9:3-5) o matar al cachorro ante la vista de la madre. Estos preceptos, bajo el principio de evitar el sufrimiento de animales, obliga al hombre a socorrer todo animal aun perteneciendo al enemigo, cuando aquel se encuentre en peligro o lesionado por sus labores (Éx. 23:5). El Deut. 22:10 prohíbe también arar con animales de diferentes especies bajo el mismo yugo, evitando perjudicar al más débil. Incluso en 25:4 prohíbe impedir al animal alimentarse de los frutos de la tierra cuando trabaje en labores relacionadas con el avituallamiento; así como también queda proscripta la caza deportiva.
Este proteccionismo abarca también al reino vegetal mediante el Deut. 20:19-20, prohibiendo destruir árboles alimenticios, obstaculizar manantiales, destruir herramientas, edificios, vestimentas o alimentos, desperdiciándolos, previniendo la devastación licenciosa y manteniendo un equilibrio responsable entre necesidades y recursos.
De manera similar, existen proscripciones para mezclar granos heterogéneos en un mismo sembradío o injertar árboles de distintas especies, así como cruzar diferentes especies animales (Lev. 19:19), protegiendo la continuidad de aquellas frente a la producción de híbridos. Y respecto de la polución, el Deut. 4:9 prescribe mantenerse saludable evitando así todo pesticida, hormona o químico considerado perjudicial, del mismo modo que cualquier práctica contaminante de los recursos naturales acuíferos, terrestres o atmosféricos.
Luego, el modelo bíblico aporta la visión del ser humano indivisamente inserto en la naturaleza, pero con la responsabilidad de ser su garante, en contraste con el tecnocrático hombre moderno que objetiva al mundo que lo rodea, se aparta e ilusoriamente cree no ser parte integral de su contexto. Pero dicha indiferencia no se subsana con fragmentarias normativas medioambientales, y por ello el carácter bíblico de las proscripciones contra la destrucción, sufrimiento y malgaste de recursos naturales, hacen mayor justicia no sólo al mundo sino al hombre, dado que siendo éste parte indivisa de aquél, su resguardo, es la mayor justicia para sí mismo.
Fishel Szlajen concluye que la Biblia establece un delicado equilibrio en el provecho de la naturaleza neutralizando las desmesuras producto del egocentrismo, así como del neopaganismo naturista. Un camino intermedio entre la sacralización de la hacienda industriosa y de la naturaleza. Y donde las demandas bíblicas advierten contra la destrucción medioambiental, pero también contra el ecologismo como religión pagana, evitando no sólo la destrucción del medioambiente sino también la espiritual del ser humano.
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