En la música, afortunadamente y sin peleas por el trono, hay muchos monarcas. Así, por ejemplo, Tito Puente, el legendario percusionista (homenajeado la semana pasada por el doodle de Google), fue el “Rey del timbal”. James Brown, alma musical eterna, ostentó el título de “Rey del soul”. Y también hubo grandes artistas mujeres, soberanas: “la reina del soul”, Aretha Franklin; Mahalia Jackson, “reina del blues”, y Ella Fitzgerald, “la reina del jazz”.
Y, por supuesto, André Rieu. El monarca del vals y del romanticismo musical que cierra esta noche una serie de tres recitales en Buenos Aires, ofrece un impresionante performances en vivo. Arias, músicas imperecederas del siglo 19, los mejores musicales y bandas de sonido del siglo 20, boleros y hasta música con swing. suenan en todo su esplendor con la imponencia de su orquesta, devenida en una gran Big Band.
¿Acaso existe un músico, mayormente instrumental, que pueda competir en público y masividad con artistas como Coldplay o Rihanna? André Rieu no sólo vende tantos tickets como aquellos sino que además es una suerte, él mismo, de Rolling Stone del vals. Desde hace más de una década sus shows, que atravesaron todos los continentes, están en el top de giras más exitosas. Ha vendido más de 40 millones de copias de CDs y DVDs. Y además, fue reconocido con la impresionante cifra de más de 500 discos de platino y 270 de oro. Sí, el éxito tiene simpatía por André Rieu.
Con más de 60 artistas en escena de músicos que pertenecen a 13 países (Hungría, Bélgica, Italia, entre otros y Países Bajos de donde proviene el propio Rieu), el renombrado intérprete cuyo proyecto es volar por los aires los ajustados límite entre la (mal llamada) música erudita (o clásica) y de origen popular, brilla en Buenos Aires. En la noche del lunes y martes, tal como repertirá este miércoles, brinda un show de casi 3 horas con emociones mezcladas de lágrimas, risas y aplausos.
Después de cuatro años sin venir a la Argentina –sus últimos conciertos fueron en el Luna Park en 2018–, un país que alberga sus diversos seguidores a lo largo de todo el territorio, con club de fans incluido (fue elocuente el momento en que el músico pidió manos levantadas a los que no fuesen porteños), Rieu, director de orquesta, maestro de ceremonias y casi showman, entró con su orquesta por uno de los laterales del escenario. Un gesto casi imposible en la cultura rock (el público se abalanzaría) y que funciona como magnífica ingreso de toda su orquesta straussiana.
¿Y habrá acaso algo más perfecto que esa entrada gloriosa al son de la famosa marcha “Entrada de los gladiadores” (del compositor checo Julius Fučík?) Es justamente esa música, histórica de todos los circos que existieron, la que marca sístole y diástole del corazón de un show que consiste en disfrutar la música de “grandes” como si fuésemos chicos. A pesar de que el promedio de edad es la de adultos de más de 50, se respira un aire familiar. No tanto en términos de “conservador” o “tradicional”, sino de parentesco. Un aroma hogareño.
Bastaba ver al público acercarse al Movistar Arena. En el subte B o en el colectivo 42. ¿Los hombres viajan más perfumados? ¿Las mujeres y señoras se hicieron peinados para la ocasión? Es probable. A Rieu y a su familia orquestal y musical se la espera y se la va a ver como a un pariente, lejano, pero generoso, querido y sobre todo virtuoso, que sólo nos visita en ocasiones especiales. El código de vestimenta para Rieu tiene menos que ver con la formalidad, que con un mimo que el “invitado” y público se regala a sí mismo.
Luego de una canzonetta napolitana y de un aria clásica como “Nessun, dorma” fue el turno de algunos de los invitados y actos especiales. En este caso, los Platin tenors, un trío de tenores compuesto por Gary Bennett (Australia), Bela Mavrak (Hungría) y Serge Bosch (Bélgica), que interpretó un repertorio que de arias y hasta el clásico mexicano (a esta altura, mundial), “Cielito lindo”.
Si los Platin tenors rememoran al otrora éxito global de “Los tres tenores” (Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras), es porque el pequeño gran mundo de la orquesta de Rieu es una metáfora de músicas, notoriamente importantes en el siglo 20, pero hoy acaso olvidadas en los medios de comunicación. El paseo musical de Rieu por valses, arias, y canciones de comedia musical, con sus decorados y nieve artificial que cae desde el techo, parece hacernos sentir en un parque temático de La novicia rebelde. Es también el de un universo de postales (esas fotos globales y sin autor, que nuestras abuelas y bisabuelas compraban, justamente para convertirlas en cartas, y así personalizarlas).
En este sentido, el abuelo o padre no reconocido de este hombre que se presenta con el pelo disparado al viento, como un compositor alemán del siglo 18 y con levita europea, es Fantasia, de Walt Disney. En esa película, uno de los primeros largometrajes animados de la historia, Disney quiso explicarle a todos, sin distinción de educación, sexo y nacionalidad, las bellezas de Bach, Tachoikovski, Schubert, entre otros. Rieu, lo logra en vivo y directo.
Y no es que André Rieu, con su imponente 1,90 de altura se parezca al ratón Mickey, pero hay en su nervio, humor y viveza, algo animado. Ciertamente puede ser chaplinesco (otra figura central de la cultura del siglo pasado) en su amor, perfectamente desacartonado, para presentar la música clásica. Rieu es un gran presentador y si bien Melina Lezcano, de Agapornis, no parece ser la mejor opción a la hora de hacer las traducciones del maestro de ceremonias en vivo, acaso haya algo justo y coherente: en el mundo de Rieu, podrían convivir la cumbia pop y la alta cultura.
Uno de los puntos altos del concierto es, además de las voces líricas femeninas dotadísimas que interpretan en plan solista clásicos de Andrew Lloyd Weber o Hammerstein y Kern o la emocionante versión de Hava Nagila (para arrojar, literalmente, sillas al aire), el homenaje a The comedian harmonists. Este fue un grupo vocal alemán que durante los años 1928 y 1934 llegó a convertirse en uno de los más exitosos en Europa, antes de la Segunda Guerra Mundial.
Sobre ellos, André Rieu explica que la mitad de sus miembros eran de origen judío y que el grupo fue prohibido por el régimen nazi. Y para el final y luego de los dos intermezzos (al fin, se trata de un concierto clásico) quedan por supuesto, sus hits: “El danubio azul” y “La marcha Radetzky” de Johann Strauss. Luego, el invitado clásico en todas sus shows en Argentina: el bandoneonista Carlos Buono, que interpreta una trepidante versión de “Libertango” de Astor Piazzolla, mientras bailan, casi como en una competencia olímpica, dos bailarines de tango.
Y, como si fuera poco, como “gran finale”, no podía faltar el rock. Aquí es cuando el tono color pastel de los vestidos de las mujeres en el escenario, como esas tortas de tres pisos (¿no es acaso el vals, la música bailable y de protocolo antes de la torta en las fiestas de 15 y los casamientos?) se hace glam furioso: Johann Strauss, especializada en música de otro siglo interpreta un clásico de rock como “Tutti frutti” como si los hubieran sacado del film Top Secret. Es una versión perfecta.
Vuelven al fin, para cerrar con “Cielito lindo”. Todo cabe en la orquesta y el mundo de Rieu. Y, entre la suelta de globos final, todos se sienten parte de ese universo. El de una familia musical y de reyes. Real, cercana y familiar.
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