Veinte pitadas es un libro que se impuso. Silencioso se fue armando a lo largo de muchos años, diez, doce, o más. Seguro algunos más. Son historias que escribí sin darme cuenta de que atrás de cada una de ellas había otras. Algunas ya escritas y otras esperando ser tipeadas. Hay series de cuentos que se cruzan. Un monoambiente en alquiler que muchos de los personajes del libro habitan en diferentes momentos de sus vidas. También está la vejez como escenario compartido, el desamor y, más que nada, la derrota.
Estas veinte historias fueron escritas de a ratos. A lo largo de diferentes talleres y certámenes. Nunca me salió escribir de un solo tirón, como se le suele llamar. Por lo general las ideas aparecen cuando estoy en plan de pensar cuentos. Lo mismo pasa con las novelas o los poemas. Quiero decir que vivo ese tiempo, cada hora de esos días, meses y años, sintonizado en la frecuencia necesaria para que las ideas aparezcan. No siempre escribo durante ese tiempo. Llevo adelante mi vida con hijos, familia, amigos y trabajo, pero una parte de mi cabeza está viviendo ahí. Entonces, en el caso de los cuentos y los poemas, sobre todo, aparecen las ideas como semillas. En la duermevela, mientras me baño, cuando me afeito o lavo los platos. Puedo estar arreglando una máquina o manejando, no importa, una parte de mí mezcla minerales a fuego lento hasta que se produce la magia. Al principio no las toco. Dejo esas semillas germinar en mi cabeza durante días. Semanas enteras han pasado algunas de las historias de Veinte pitadas antes de que me siente a esbozarlas. Así se van filtrando, casi de manera darwiniana.
Los cuentos que integran este libro fueron corregidos una y mil veces, más por el gusto de corregir que por la búsqueda de un resultado. Forman parte de la época en que la publicación en papel había dejado de ser el único final posible para mis textos. Sin embargo existió una tarde en que María Staudenmann me dijo que quería hablar conmigo. Me contó de su proyecto editorial —Esa luna tiene agua— y me dijo que le interesaba publicarlos. Ella fue la primera persona que se dio cuenta de que yo venía escribiendo un libro desde tiempo atrás. Me costó creerle hasta que empezamos a trabajar en la edición. Así llegó ese otro día en que lo vi. Estaba ante mis ojos y era cierto. Había escrito un libro de cuentos donde cada historia tenía que ver con las demás. Era un organismo que latía en conjunto.
Sobre los personajes diré que son perdedores, canallas, muchos de ellos incluso miserables sin redención. Los peores están atravesados por historias que los desfiguraron. Otros solo están en un mal momento de sus vidas. En algunos casos se vislumbra muy lejos en el horizonte la posibilidad de mejora, pero son los menos.
Hay padres e hijos sentados bajo un alcanfor hablando sin terminar de decir, fumando, buscando en el humo palabras que puedan explicar lo inexplicable. Hay un viaje a París, una historia imposible o casi. Vecindades con lo que hubiera sido de no ser por lo que fue. Historias que se cuentan por partes. Inseguridades que se esconden atrás de una sonrisa o de un repasador tirado a la cara. Fotos de épocas mejores, vistas con ojos de arqueólogo. Un hijo que busca el momento de la fisura, el instante en que todo empezó a desmoronarse, la curva que no había que agarrar. Fotos miradas con desesperación pero también con esperanza.
También está la sentencia científica de la imposibilidad de ser padre. El amor después del desamor. Un sentimiento persistente, más allá de viajes, paredes de piedra y lejanías geográficas. La soledad de un balcón, el mate y un vecino que se pasea por el fondo de su casa en pijama. El fútbol y sus celebraciones, un partido con goles y ausencias. El tiempo llevándose todo y la noche como último refugio, donde salir a pasear y a encontrarse con el mundo perdido. La posibilidad de arreglar cosas, de soldarlas; un oficio que no se logra transmitir a la nueva generación. El dolor, la desesperación de un adolescente al conocer la historia de un abuso intrafamiliar. La imposibilidad de soportar una separación. La necesidad de hablar y las palabras quedándose en la garganta, estrellándose contra el vidrio de la incomunicación. La violencia física como lugar de encuentro y su invocación a destiempo. La tristeza de una pareja al descubrirse estafada, sometida al deber de repetir la historia para disimular el gran fracaso de generaciones y generaciones que los precedieron. Madrugadas en bares que ya no existen, en años donde estaba permitido fumar adentro y se terminaba el siglo, una noche cualquiera buscando sin éxito el olvido. La vejez como escenario de una separación, y por último, la insensibilidad, las normas ancestrales condenando a una pareja de desconocidos al cumplimiento de los mandatos.
En un mundo donde se predica el triunfo las veinticuatro horas de cada día del año y donde ese triunfo está únicamente relacionado con la producción y el consumo de bienes, ya no innecesarios sino inútiles y absurdos en su mayoría, donde se destruyen vidas a diario y se aniquila el planeta, se abandonan hijos a una niñez solitaria, se explotan abuelas y abuelos bajo la extorsión afectiva, se abusa de empleados y empleadas a quienes su debilidad económica les impide cualquier resistencia, se corrompe, se soporta, y se llega a ser tirano de uno mismo, me pareció interesante remover las capas de pintura y mostrar a los personajes en estado natural. Desconcertados, perdidos, derrotados.
No sé si existe el éxito. No termino de entender de qué se trata.
Sé, en cambio, que existen personas. Hombres y mujeres que ríen y lloran cada tanto. Que se enamoran, envejecen, viven con intensidad, se equivocan, se pierden, algunos se reproducen y todos finalmente mueren. Sobre ellos escribí. Viví sus vidas un rato, que por supuesto son un poco la mía.
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