La vida secreta de tus mascotas (en la literatura)

Gatos y perros acompañan al ser humano desde hace miles de años ¿Qué representa esa relación? “Haikus felinos” de César Bisso y “El chico y el perro” de Seishu Hase, de reciente edición, proponen nuevas formas de abordar el vínculo

"La dama del armiño" (1489–1491) de Leonardo da Vinci

El Libro de los muertos, un texto funerario del Antiguo Egipto, en los albores de la primera fase escrita, está lleno de símbolos y dibujos alegóricos. De él se hicieron muchas versiones; la más conocida es el Papiro de Hunefer, realizado entre 1310 y 1275 a. C., que ahora puede verse en el Museo Británico de Londres. En esa esa postal de cinco metros y medio vemos la representación del Juicio de Osiris con dioses con cabezas de animal. Anubis es un chacal; Tot, un ibis; Ammyt, una mezcla de cocodrilo, león e hipopótamo. A todos estos animales, criaturas salvajes, se les oponían las mascotas. En el Antiguo Egipto el gato era el animal más venerado. En el inicio del Imperio se lo creía una encarnación del dios Ra, capaz de matar a la serpiente Apofis, pero luego se lo consideró la encarnación de la diosa Bastet, que representaba todo lo bueno: amor, armonía, protección. Cuando un gato moría, escribió el historiador griego Heródoto, todos los integrantes de la familia a la que pertenecía se afeitaban las cejas en señal de tristeza. Y si alguien mataba un gato debía pagar con la muerte. Sagrado, llorado, vengado.

Es difícil imaginarlo pero forzando un poco la mente se pueden escuchar en el aire las historias que contaban aquellos ciudadanos de la Antigüedad, toda la literatura que corría de boca en boca y símbolo en símbolo. Creían en la vida después de la muerte, entonces ¿dónde estaría ahora su gato, contra qué demonio estaría luchando, bajo las caricias de qué deidad se estaría acurrucando? Los gatos eran momificados y así se conservan hoy, convertidos en esos objetos extraños de veneración. Hay también muchas esculturas como las que se exhiben en el Museo del Louvre o en el Museo Egipcio de Berlín. También están los restos: en el año 2004 un grupo de arqueólogos franceses encontró en la isla mediterránea de Chipre fragmentos del cadáver de un gato. Estaba enterrado junto al de un humano. Encima y alrededor: conchas marinas, piedras pulidas y elementos decorativos. Se cree que es una tumba y que fueron enterrados juntos, uno al lado del otro, lo que evidencia que el gato ya era una mascota en ese entonces: hace 9.500 años. ¿Murieron juntos y la familia decidió darles a ambos una despedida ritualizada?

“Vos no te das una idea lo que era ese gato”, me dice César Bisso detrás de un pocillo que sostiene con las dos manos en un pequeño café de Vicente López. Se llamaba Junco, murió a una edad avanzada, 18 años, ya de viejo. Vivió con él y su familia durante demasiado tiempo. Ajeno a las razones que motivan cualquier escritura, Bisso decidió escribirle un poema, luego otro y otro y otro. En agosto último Ediciones La Yunta publicó todos bajo el título Haikus felinos. En la portada del breve poemario, Junto mira a cámara detrás de una puerta entreabierta. De fondo se percibe una abultada biblioteca. En la contratapa solo hay tres versos: ”Amar un gato. / Enigma no resulto / por el poema”. Leer este libro es como observar su cotidianeidad, espiar su día a día. “Desoye el gato / canto del aguacero / tras la ventana”. “Astucia pura. / El maullido propone / lo que ya vendrá”. “Silueta muda. / Cuando el gato te mira / no hay palabras”. Haikus felinos está separado en Día, Noche, Siempre y un poema final, que ya no es haiku, que concluye así: “Él, amorosamente tendido en la memoria de los amantes”.

“Haikus felinos” (Ediciones La Yunta) de César Bisso

Para ir a los orígenes de la relación entre hombres y perros hay que ir todavía más atrás. La historia no llega tanto, entonces aparece la literatura. La leyenda cuenta que el perro nace cuando el ser humano se da por vencido. Antes eran lobos que se metían en las aldeas. Un día los dejaron y vieron que sólo querían estar ahí para tener a sus cachorros guarecidos del frío. Luego el vínculo creció a partir de la caza y la defensa de morada. Hace poco se descubrieron en los yacimientos de Shuwaymis y Jubbah de Arabia Saudí una serie de grabados de 350 de hace 8 mil y 9 mil años que muestran a hombres y perros cazando juntos, incluso unidos por una correa. “Las imágenes nos muestran que los cazadores controlaban a los perros y que les utilizaban para sus estrategias de caza, mucho antes de que hubiesen sido domesticado otros animales, como vacas o cabras”, explicó la investigadora Maria Guagnin en 2017, y su par Mietje Germonpré, también implicada en la investigación, agregó entonces que “estas evidencias arqueológicas indican que hemos vivido cerca de los perros desde hace miles de años”.

El sello español Duomo, dentro de su colección Nefelibata, acaba de publicar El chico y el perro, una novela de 2020 de Seishu Hase, un autor japonés que adquirió cierta fama en su país por escribir sobre la yakuza, la mafia japonesa que se gestó en el siglo XVIII y hoy se encuentra activa con más de cien mil miembros. El libro está teñido por las formas ilegales de ganarse la vida, pero eso funciona como parte del paisaje. Lo más notorio es un terremoto y un tsunami que cambian la vida de todos, especialmente del protagonista, Kazumasa Nakagaki, que pierde su trabajo y se tiene que dedicar a mover de un lado a otro paquetes de dudosa procedencia. Un día, en una konbini, supermercado abierto las 24 horas, se encuentra con Tamon; o al menos ese nombre aparece en su correa. “Se notaba que era un animal inteligente, pero estaba demacrado”. Lo cargó en su auto y algo en su vida cambió. Así, con cierto brillos espontáneos, el libro alumbra la soledad de las personas —una soledad por momentos absurda, artificial—: basta con acariciar el pelaje de ese fiel animal en silencio para que esa angustia contenida se convierta en llanto liberador.

“El chico y el perro” (Duomo) de Seishu Hase

Son muchos los libros que tienen como protagonistas a los animales, pero hay algo también muy interesante en todos aquellos que los colocan en un plano secundario. La vaca en Lumbre de Hernán Ronsino, el axolotl en Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued, “La gallina degollada” de Horacio Quiroga y las hormigas de “Los venenos” de Julio Cortázar son buenos ejemplos. Quizás el más preciso sea El cielo de los animales de David James Poissant, un libro de cuentos que se publicó en 2014 en Estados Unidos y que llegó a la Argentina en 2016 editado por Edhasa: los animales están reducidos a casi detalles pero aún así develan el exotismo de la cotidianeidad. Un lagarto gigante en una jaula casera del patio que hay que cargarlo a la camioneta, un lobo terrorífico que mira por la ventana, un perro que muerde a su dueño antes de morir, un grupo de focas tragando piedras, una gata que se escapa como los buenos momentos: pequeñas pinceladas de una literatura que muestra cómo la elegante y silenciosa compañía animal puede quitarle importancia a la intrascendencia de la vida humana.

En 2017 Mary Schafer, una trabajadora del Museo de Arte Nelson-Atkins, se puso a ver por enésima vez las obras que protegía. Lo cuadros que cuida en el edificio de Kansas City del brutal paso del tiempo son añejos, por eso merecen meticulosidad a la hora de ver pequeñas roturas, generalmente imperceptibles para el ojo no entrenado. Pero cuando estuvo frente a Los olivos de Vincent van Gogh —un cuadro pintado en Saint-Rémy, Francia, en septiembre de 1889— vio un detalle imponente: descubrió un saltamontes incrustado en la gruesa pintura. ¿Cómo nadie lo vio antes?, habrá pensado. “Van Gogh trabajó al aire libre, y sabemos que él, al igual que otros artistas plein air, lidió con el viento y el polvo, la hierba y los árboles, y las moscas y los saltamontes”, explicó el director del Nelson-Atkins, Julián Zugazagoitia. Desde Kansas, ciudad donde se encuentra el museo —Kansas, el estado homónimo, está justo en el centro de los Estados Unidos—, la noticia se propagó en todas las direcciones. Recorrió el globo. ¿Cómo nadie vio antes este detalle?

En Argentina un saltamontes es un grillo. No es algo exactamente igual, pero para nosotros sí. Lo mismo ocurre con las langostas. Son parientes, fueron el mismo insecto hace 251 millones de años. Bichos que, pese a ser simples bichos, adoran el protagonismo. Por ejemplo, en 2016 hicieron temblar a los chacareros de Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Catamarca, San Luis y Córdoba cuando desataron —así lo catalogó la Confederación Rural Argentina— el peor ataque de langostas de los últimos cincuenta años. Setecientas mil hectáreas afectadas por esta plaga no es poca cosa. Las imágenes que mostraron los diarios y portales en aquel entonces no daban miedo ni asco; simplemente hablaban de cómo un detalle, al capturar toda la atención, puede volverse tan terrible. Pero, ¿tanto pueden los animales? ¿Qué diferencia a un bicho cuya genética no le está permitido gesticular una emoción y un animal domesticado capaz de responder a estímulos? Quizás lo mismo que una foca de cerámica traída de Mar del Plata que un gato de la suerte japonés maneki neko. Convenciones sociales. Literatura.

“Juego del gatito” (1860) de Henriëtte Ronner-Knip

En Cementerio de animales, la novela de Stephen King de 1983, los chicos entierran a sus mascotas en el mismo lugar. Los protagonistas viven al lado de una ruta donde pasan camiones a fondo. Las mascotas siempre mueren de la misma manera: atropelladas. Un estudiante moribundo de medicina le dice al doctor Louis Creed que se aleje de ese cementerio, luego muere. Por la noche, el estudiante se le aparece en el sueño y le insiste con el mensaje. La vida sigue. Cuando el gato de la familia muere, el doctor tiene claro que no lo va a enterrar en ese cementerio, entonces hace unos cuantos kilómetros y encuentra otro. Sepulta al animal y vuelve a su casa. Al día siguiente el gato reaparece. Ya no es el mismo: está sucio y presenta una agresividad que jamás tenía. La narración avanza, el contexto se radicaliza y el doctor toma una decisión: hay que matarlo. Es una decisión racional, no como la del protagonista de El gato negro, el cuento de Edgard Allan Poe de 1843, que lo asesina envuelto en una ebriedad sádica. Del mismo modo, el gato vuelve de la muerte. En ambos casos, el mundo se oscurece cuando un gato muere; mucho más cuando revive.

“El otro día hablé con el Deivid. ¿Te acordás del Deivid, no?”, me dijo un amigo hace poco. Estábamos hablando de animales. “Todavía se acuerda del gato”, me dijo. Hace varios años ya, su hermana vivía en un departamento de San Cristóbal con un gato. Como tenía que viajar a Chivilcoy durante unas semanas le pidió al Deivid que vaya a darle de comer cuando pueda. El Deivid se subía a su moto, compraba el alimento, surcaba algunos barrios porteños a fondo respetando (en lo posible) todos los semáforos, estacionaba en la vereda y subía los tres pisos por escalera. El primer día estuvo todo perfecto; el segundo también. Al tercero, cuando quiso abrir la puerta, no sintió arañazos ni maullidos ni ruidos de objetos que caen al piso. Giró la llave, torció el picaporte en silencio y al abrir la puerta un hedor asfixiante se le vino encima. Se cubrió la nariz con la manga del buso avanzó. El gato estaba tirado, desparramado en el suelo, tieso, duro, muerto. Pasaron, ¿cuánto?, ¿cinco años?, ¿seis?, ¿tal vez siete? “Todavía se acuerda, ¿podés creer?”, me dijo mi amigo. “Dice que se le aparece en los sueños, que cada tanto sueña con el gato”.

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