¿Un intelectual francés interpreta el intento de asesinato de Cristina Kirchner? No explícitamente, pero las reflexiones de Éric Sadin en su último ensayo La era del individuo tirano. El fin de un mundo común (Caja Negra) resuenan a poco más de un mes del magnicidio fallido. La necesidad de “revancha” de individuos aislados, que se sienten con la legitimidad para perpetrar ataques “ciegos” contra dirigentes políticos, se multiplican como parte de fenómeno de violencia política de nuevo tipo.
Sadin reconstruye una saga de atentados ocurridos a partir de 2010 en distintos países de la Unión Europea:
1) El homicidio de la diputada británica Jo Coz por su apoyo a que el Reino Unido se mantuviera dentro de la Unión Europea. Su asesino, Thomas Mair, estaba de acuerdo con el Brexit y sentía que la parlamentaria había cometido traición a la patria.
2) En Alemania, un desocupado quiso acuchillar a una candidata favorita en las elecciones de Colonia, Henriette Reker, para expresar su rechazo a la llegada masiva de inmigrantes en 2015. “He atacado a Reker a causa de su política de asilo. Quiero proteger a la sociedad de esta gente”, declaró su agresor.
3) El intendente de Gdansk, Pawel Adamowicz, murió acuchillado en medio de un evento benéfico. Su agresor tuvo el desparpajo de agarrar un micrófono, a pocos segundos de cometer el ataque, y asegurar que se vengó por haber sido “injustamente encarcelado y torturado”. El dirigente respaldaba a los refugiados y era defensor de la diversidad sexual.
4) A Walter Lübcke, prefecto de Cassel y del partido alemán de la Unión Demócrata Cristiana (CDU), lo asesinaron de un tiro en la cabeza en junio de 2019 luego de ser amenazado por defender la llegada de inmigrantes refugiados. El autor material del ataque, Stephan Ernst, era un activista neonazi que fue condenado a cadena perpetua por el homicidio.
Los protagonistas de este tipo de atentados, a diferencia de la violencia política del pasado, carecen de vínculos orgánicos con agrupaciones políticas formales o paramilitares. Para Sadin, cada atentado o intimidación violenta la precede una “atmósfera de invectiva y de diabolización de los adversarios”, donde se instigan llamamientos explícitos a la violencia, como las protestas de los “chalecos amarillos” que portaban carteles con una figura de Emmanuel Macron colgado en la horca. O bien, con declaraciones como las del chofer Éric Drouet, quien alertó que estrellaría su auto al palacio presidencial del Eliseo.
“Es el signo patente de que no hay ningún proyecto colectivo, que lo único que se expresa es el desenfreno y una sensación de sentirse todopoderoso”, escribe Sadin. Alertando la irrupción de un “fascismo individual atomizado“, que ya no busca tanto someter cuerpos y espíritus a una ideología determinada, sino que está encarnada por personas que se perciben como “víctimas” que “ya no pueden contar con la sociedad”. Tras los engaños y los ultrajes, las “víctimas” apelan a la acción directa para hacer justicia. Dentro de ese marco, todo puede ocurrir: “abusos, amenazas, expoliaciones, gestos de violencia”.
“Es un fascismo de naturaleza inédita, y no está regentado por un partido autoritario sino por un estado espiritual difuso, que propaga la idea según la cual lo que debe prevalecer no es la ley vigente sino la ley de los que se sienten ultrajados, y esto a expensas de las normas político-jurídicas y económicas que se juzgan injustas”, remarca Sadin.
El autor de los libros La humanidad aumentada, La silicolonización del mundo y La inteligencia artificial o el desafío del siglo renueva su panorama sombrío sobre el presente y futuro acerca del impacto de las nuevas tecnologías en la subjetividad de la individualidad posmoderna. En este reciente trabajo, se sostiene la hipótesis de la aparición de un nuevo ethos, acelerado por el uso de las redes sociales y los celulares. Las libertades individuales del liberalismo político, consagradas en el siglo XVIII a partir de la mitología del contrato social con reglas compartidas y aceptadas por todos, se transfiguró en un espíritu de época que suprime toda condición de lo común en pos de la libertad propia.
De esta manera, viejos principios como la libertad de expresión, o free speech, se transmuta en hate speech, discursos de odio. El otro, que nos expone en sus diferencias, deja de tener algo válido para decir. Según Sadin, la cara más visible es la “cultura de la humillación”, tan presente en las redes sociales, que se regocija no solo de la infelicidad del otro, sino que “glorifica a todos los que abusan de esos comportamientos”.
A lo largo del texto de 304 páginas, Sadin alerta que estas condiciones parten de una transformación en que las tecnologías, los smartphones y las plataformas habilitan a un “liberalismo de uno mismo” que emergen en comportamientos como las selfies de Instagram, las catarsis de Facebook y el predominio de la palabra sobre la acción en Twitter. La economía del like y el share, y objetos que a primera vista parecen banales permiten hacer “más fácil la existencia” atravesada por la precariedad, donde los lazos duraderos parecen ser imposibles.
“Casi todo fue atentando contra la sociabilidad. Y si bien las redes dan la idea de estar más comunicados, es una ficción sin injerencia en el plano de lo real”, sentencia Sadin.
En este contexto, la violencia larvada emerge en todo lo que se presume como representación y autoridad. Se debilitó “la promesa moral del poder político”, que se manifiesta impotente a la hora de trabajar para generar condiciones igualitarias en la sociedad. Para el “individuo tirano”, el contrato social ya no está vigente. Funcionarios, activistas, medios de comunicación, oficinas partidarias, sindicatos, jueces y hasta profesores son objetos de reproche o de violencia “legítima” ante la sospecha de ser portavoces de un orden supuestamente “dominante”. Ninguna autoridad tiene peso: incluso los médicos de la pandemia de COVID-19, blanco de los discursos “antivacunas”.
Los individuos que no reaccionan con violencia contra la saturación y el malestar generado por la vida precaria, el empleo inestable y la falta de perspectivas, terminan “implosionando”. Se refugian en sus teléfonos, en los “buzos con capucha” o en las redes sociales, que dan la impresión de que “se necesita menos de los demás en la vida cotidiana”. Pero la sensación de la ingobernabilidad de esta “no sociedad”, donde lo común tiende hacia la mínima expresión, tiende a ser permanente.
Con ese cuadro pesimista, el autor plantea una encrucijada. “Se enfrentarán, por un lado, los que arden de deseos de dejar hablar la propia ira, en aumento, a expensas del mundo y los demás, y también a expensas de sí mismos”, marca. Y por el otro, aquello y aquellas que, “pese a que la exasperación los invade, entienden que no se pueden perder en una guerra civil de palabras y cuerpos”.
Por lo tanto, habría dos tipos de movilización social. Sadin se inclina por quienes desde su compromiso ciudadano se alejen de la libertad negativa, es decir, aquella que se regocija con la expresión sin obstáculos de nuestros deseos personales. La tarea, por lo tanto, no solo depende de la constitución de un Estado de bienestar “desde arriba”. Parafraseando a Alexis de Tocqueville, propone que la búsqueda debe exigir un tipo de ejercicio de política que “multiplica al infinito, para los ciudadanos, las oportunidades de actuar juntos, y hacerles sentir todos los días que dependen unos de otros”.
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