Parece ya un paso de (tenebrosa) comedia: se menciona al mundo de los espías y, sácate, escándalo en los personajes políticos, oficialistas y opositores. Y no es para menos. Es que, por definición, el mundo de los espías es “secreto”. Y cada vez que está discusión se abre, es como si se ingresara al ropero que lleva al mundo de Narnia: mágico, desconocido y peligroso. Es recordado que Gustavo Béliz, el entonces ministro de Justicia de Néstor Kirchner, exhibió ante las cámaras del programa de Mariano Grondona una foto en blanco y negro del jefe de los espías de aquel momento y, mutatis mutandis, el presidente lo hizo renunciar.
Una de las piedras minerales más hermosas de este planeta es el ópalo negro. Una superficie azabache lustrosa que al exponerse a la luz refracta en mil colores que la poseen. De noche, sin sol, el brillo solamente intensifica el negro. Tal vez se pueda pensar así, en un sentido que será señalado, a las inteligencias del Estado. Porque, en definitiva, una dependencia de esa naturaleza constituye el sistema nervioso de una burocracia de gobierno de una nación. La pregunta necesaria es qué clase de Estado es el realmente existente y para qué.
Sun Tzu, un estratega militar chino del siglo V antes de Cristo, escribió en El arte de la guerra: “Los dirigentes brillantes y los buenos generales que sean capaces de conseguir agentes inteligentes como espías asegurarán grandes logros”. El librito es una maravilla que, según la edición, ronda las cien páginas. Cierto es que hay ediciones de El arte de la guerra para ser un buen empresario, El arte de la guerra de los amantes, El arte de la guerra del buen jardinero: demás está decir que son versiones alejadas del espíritu del original y obras de marketing. Pero volvamos. Si cinco siglos antes de que naciera Jesús en Palestina se escribía sobre la inteligencia a la hora del enfrentamiento bélico, es porque desde el principio las sociedades organizadas en Estados necesitaban un destacamento secreto capaz de infiltrarse en las filas enemigas y conseguir información o contribuir a la confusión y la derrota. Este principio se mantuvo más o menos imperturbable como ideal. Porque pronto los Estados comenzaron a usar a esos espías para vigilar a sus propios ciudadanos o, peor, el jefe de Estado los utilizó para sus propios fines.
Es conocido que el emperador Julio César tenía un eficiente comando de espías que usaba para sostener su autocracia y que incluso había descubierto el complot magnicida en el Senado, en el que participó su hijo adoptivo, Bruto. “Tu quoque?”, le dijo a su asesino (Bruto) antes de morir.
Más evolucionada en su misión de vigilar y castigar, la Iglesia católica mantuvo espías a lo largo de todas las épocas (una feligresía dúctil para ser espiada, reunida cada semana, con conocimiento del cura o de las monjas, etcétera), pero se desbordó a la hora de la Inquisición, ese instrumento de represión, persecución y exterminio que se instaló en toda Europa, sobre todo en España, y México y Perú, en América, y que instituyó la tortura y la delación para someter a nuevos “culpables”. La gran película de Arturo Ripstein, El santo oficio muestra cómo una familia que realizaba ritos judíos en la intimidad (habían sido unos conversos al catolicismo por presión del antisemitismo de la época) son descubiertos por un cura, quien los denuncia. Las actas reales del juicio son usadas en el film, que se puede ver en la plataforma MUBI. Una historia completita, la de la Iglesia, con espías, torturadores y la mar en coche. Parece sacada de las noticias policiales de hoy en día.
Pero veamos el costado positivo de un sistema nervioso del Estado que no vigila a sus ciudadanos, sino a sus enemigos. Alan Turing fue un matemático inglés convocado por la inteligencia militar británica para construir un mecanismo que descifre los mensajes secretos de los nazis, algo que logró y permitió romper el mecanismo de comunicación y conocer con antelación los movimientos del enemigo. Ahí se puede ver un servicio de inteligencia eficaz, aunque después el pobre de Turing haya sido procesado, enjuiciado y mandado al ostracismo por ser gay. Esto sucedió en la década de los años 50. Pueden ver este episodio de la historia, en la película El código Enigma (HBO Max).
La Orquesta Roja fue, quizás, la operación de espionaje más avezada de toda la Segunda Guerra y que logró que un grupo comunista, que respondía y enviaba información a Moscú, se infiltrara en las primeras líneas del gobierno nazi. Es una historia increíble, pero cierta, una demostración de principios políticos que se transforman en una epopeya secreta contra el fascismo y que el estalinismo en la Unión Soviética tampoco supo no ya homenajear, sino agradecer, cuando llegaron los sobrevivientes de la operación. El resto, hombres y mujeres, fue decapitado por los alemanes pero asumieron el terrible momento con un puño cerrado o gritando consignas contra el Fuhrer y a favor de la clase obrera. Hace poco se reeditó, después de muchos años, el libro La Orquesta Roja, de Gilles Perrault, por Editorial Punto de Encuentro. Es de lectura imprescindible.
Pero prevalece el Estado contra los ciudadanos. ¿O no recuerdan cómo la Alemania Oriental estalinista había construido un servicio de espionaje y vigilancia y también de delación desde la STASI, que contaba con 91 mil agentes efectivos y 200 mil informantes entre la población? Cualquier vecino era un virtual agente y se hablaba en baja voz si se quería criticar al Estado y a su eternizado jefe Erich Honeker. La película alemana La vida de los otros es un retrato de ese tenebroso estado de las cosas.
El himno estadounidense incluye la frase “the land of the free and the home of the brave” (La tierra de los libres, el hogar de los valientes). En el segundo caso podemos ubicar a Edward Snowden. Según su filtración no deberíamos poner a ningún ciudadano estadounidense entre los primeros: Snowden era un experto en tecnología reclutado por la CIA que fue testigo y parte del proceso de edificación del más complejo programa de vigilancia a los ciudadanos estadounidenses. Además contó para ello con la colaboración de las compañías tecnológicas y telefónicas más grandes de aquella nación, dispuestas a entregar al Estado la información de sus usuarios. El programa de vigilancia masiva de la NSA PRISM permitía ser la lupa del Estado masivamente a millones de ciudadanos estadounidenses simultáneamente. Era, literalmente, el Gran Hermano.
Snowden secretamente fungió como ‘whistleblower’, término usado para denominar a quienes revelan este tipo de secretos de Estado, y logró que la operación se desbarate en 2006. Bueno, se tuvo que ir de los EEUU y luego de atravesar medio mundo recaló en Rusia, donde Putin le acaba la ciudadanía por decreto. De pisar el territorio de países con tratado de extradición con los EEUU, iría de patitas a la cárcel. Como le sucede ahora a Julian Assange, que esparció la información otorgada por la ‘whistleblower’ militar Chelsea Manning sobre los desastres militares del ejército de los EEUU en Afganistán. Assange está preso en Gran Bretaña, a punto de ser extraditado para ser sometido a un tribunal marcial. El film Snowden, con Joseph Gordon Leavitt, da cuenta de la trama de la NSA.
Todos discuten por los servicios en la Argentina, es decir, sobre el secreto. Conocer esos secretos implica descubrir intereses en juego, mandantes, grupos de tareas, vigilantes. Desmantelarlos, implicaría desmantelar a ese Estado. Es el sistema nervioso central. “¿En qué consiste, fundamentalmente, esta fuerza?”, se preguntaba Lenin acerca de la naturaleza del Estado. “En destacamentos especiales de hombres armados, que tienen a su disposición cárceles y otros elementos”. En ese “otros elementos” bien podría ir al sistema nervioso referido que, como el ópalo, es negro cuando cae la noche oscura.
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