Las historias que cuentan las novelas suelen tener una prehistoria mucho más extensa y misteriosa que las propias novelas. ¿Qué enigmáticas razones llevan a un escritor a encontrarse con sus tramas y personajes? El proceso de escritura responde a la lógica del deseo y, tal como afirmaba Freud, el deseo es inconsciente. Y así como solo se puede interpretar un sueño en la medida en que se lo relata, tal vez, ahora, mientras escribo sobre el libro, pueda encontrar su sentido más profundo e invisible.
Las huellas del mal está basada en un hecho increíblemente real, un episodio que marcó un antes y un después en la historia. Y no solo en la historia universal, sino, sobre todo, en el mundo de la literatura: el cuento, la novela y, años más tarde, el cine. Y ese hecho trascendental sucedió en la Argentina, en los suburbios de la naciente ciudad de Necochea.
La trama se inicia en 1892, la época en la que la Argentina parecía destinada a un futuro de gloria, prosperidad y progreso ilimitado. En medio de ese clima, se produce un hecho ominoso que muchos intentaron silenciar: dos hermanitos aparecen asesinados en una modesta casa de los arrabales que circundan el puerto de Quequén. La policía local rápidamente imputa a un allegado de la familia, lo encarcela y pretende dar por cerrado el caso. Sin embargo, antes de que eso ocurra, llegan a la naciente ciudad dos extraños personajes que parecen venidos del futuro. Uno de ellos es Juan Vucetich, un inmigrante croata, científico y criminólogo autodidacta, que acaba de concebir un método de investigación sorprendente. El otro, su ayudante, es Marcos Diamant, un detective judío que tiene la habilidad de resolver crímenes basado en las tramas de las tragedias griegas, quien encontrará en Eurípides todos los patrones de los dramas humanos que conducen al homicidio.
Juan Vucetich había descubierto que todos los actos de las personas llevan la rúbrica de su autor. No solo descubre la singularidad de las huellas digitales, sino que inventa un método para hacer visible ese sello que cada persona lleva en el pulpejo de los dedos. Eso le permitirá establecer un registro universal de identificación. Pero nada le será fácil.
El Gobierno había encargado a Juan Vucetich la resolución de ese doble homicidio apostando al nuevo sistema inventado por su más brillante detective.
La crisis política que enfrentaba por entonces el presidente Carlos Pellegrini necesitaba un hecho que ocultara los problemas domésticos y, a la vez, colocara al país a la vanguardia de los avances científicos mundiales. Francia intentaba tomar la delantera con los métodos de identificación de Bertillon; Inglaterra, con las investigaciones de Francis Galton e Italia con los polémicos estudios de Lombroso.
En aquellos días se había desatado una carrera para establecer el sistema que marcara el estándar de la identificación universal de las personas. De hecho, existía una sorda guerra de espionaje entre las principales potencias y todos sospechaban que las investigaciones de Juan Vucetich estaban mucho más adelantadas que las del resto de los países. Espías de Europa y Estados Unidos habían llegado de incógnito a la Argentina para intentar averiguar de qué se trataba el misterioso gabinete que había montado el Departamento de la Policía de Buenos Aires para Juan Vucetich en La Plata. El doble homicidio en la remota Necochea les permitiría al detective y a su colaborador poner a prueba su método, lejos de las miradas indiscretas locales y extranjeras.
Pero Vucetich y su ayudante no habrían de ser bienvenidos en el sur. Las autoridades políticas y policiales de la naciente ciudad no querían que nadie metiera las narices cerca de sus negocios: juego clandestino, trata de personas, contrabando y todas las actividades turbias que se generaban alrededor del puerto de Quequén. Por otra parte, habría de aparecer el fantasma que, desde entonces, persiguió a Juan Vucetich el resto de su vida: las protestas anarquistas. En efecto, los activistas políticos radicalizados siempre se opusieron a cualquier técnica de identificación. Cercado por derecha por la policía corrupta y por izquierda por los anarquistas, Vucetich debe llevar adelante su investigación bajo fuego cruzado.
Con la inevitable atracción que ejercen los opuestos, el detective se deja seducir por una dirigente feminista que, en alianza provisoria con él, querrá hacer justicia con los asesinos de los hermanitos Carballo. Después de varios escollos, persecuciones, intentos de asesinato, episodios de espionaje y encuentros clandestinos, la investigación del crimen encontrará al asesino menos esperado.
¿Cómo llegué a encontrarme con este increíble y desconocido personaje que fue Juan Vucetich? Las huellas del mal se empezó a escribir en algún lugar del inconsciente hace más de veinte años. Mi editor croata me había invitado a presentar mi primera novela, El anatomista, en el marco de una gira de presentaciones en varios países europeos. La tourné incluía Zagreb, Karlovac y Pula. Mientras paseaba por aquella hermosa ciudad a orillas del Adriático, cerca del estadio romano mejor conservado del mundo, me topé con quien habría de convertirse, veinte años después, en el protagonista de Las huellas del mal. Para mi sorpresa, descubrí en una plazoleta, de espaldas al mar azul, el busto de un tal Ivan Vucetic. Creí reconocer en esos bigotes enhiestos y en ese nombre típicamente eslavo, algo familiar. No tardé en identificar en la grafía croata de Ivan, el nombre Juan y en la “c” del final, la sonoridad de la “ch”.
Claro, inferí, Juan Vucetich, el hombre en cuyo homenaje se bautizó a la Escuela de Policía. ¿Pero por qué había un busto de él en Croacia? Fue exactamente lo que le pregunté a mi editor. La respuesta me dejó perplejo: “Los croatas tenemos dos grandes inventos, la corbata (que significa literalmente “croata”) y la dactiloscopía”. Tocado en mi orgullo, me vi en la obligación de aclararle que la identificación mediante las huellas digitales era un hallazgo argentino. Luego de un amable tironeo, decidimos repartirnos en partes iguales la nacionalidad y la genial invención del hombre que cambió para siempre la criminalística y el género policial.
Como prenda de unidad, le prometí a mi editor de Croacia escribir la novela de aquel inmigrante nacido en las islas Dálmatas y llegado a Buenos Aires a fines del siglo XIX. Promesa cumplida.
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