Dicen que las brujas no existen, pero que las hay; las hay. En cambio, nadie duda de la existencia del asesino en serie. Un reguero de cadáveres existe para comprobarlo.
Es que el asesino en serie existe. Puede estar ahora al lado suyo, lector, mientras lee estas líneas en su dispositivo. Puede haber sido esa persona que se cruzó más temprano y le llamó la atención mientras usted se dirigía a su destino. Puede ser un primo. Lejano o cercano, un primo. Un asesino en serie puede estar detrás suyo. Preparándose para matarlo…
Pero: tranquilo. En realidad, no debería preocuparse demasiado. La mayor parte de los asesinos seriales de la historia y de la actualidad residen en los Estados Unidos, donde son legión. Se trata de criminales homicidas que pertenecen mayoritariamente al género masculino, blancos de tipo caucásico y jóvenes. Son psicópatas. Un sesenta por ciento tiene menos de 30 años al cometer su primer crimen. En general, actúan solos. Cerca del 10 % de los asesinos en serie pertenecen a una profesión médica o paramédica (dato para tener en cuenta la próxima vez que se visite al dentista). Las estimaciones hechas por distintos expertos en el fenómeno indican que actualmente se encuentran actuando en los Estados Unidos entre 300 y más de mil asesinos seriales. Hubiera dicho nuestro Néstor Perlongher: “Bajo las matas / En los pajonales /Sobre los puentes / En los canales / Hay asesinos seriales”. Pero no acá, en la Argentina, así que despreocúpese lector.
Pero si fuera, epocalmente, el fin de la década del ochenta y los principios de la década del noventa y usted residiera en Milwaukee, Wisconsin ( Estados Unidos), podría haber sido vecino de un hombre joven raro, rubio, de bigotes extraños y gafas gruesas, pero nada, en principio, que objetarle salvo, tal vez, una tendencia a la suciedad. Cierto olor a veces provenía de su departamento y se esparcía a todo el edificio mediante los conductos de ventilación. Mismos conductos que también transportaban el eco de gritos, máquinas perforadoras, cuchillos y, luego, silencio.
Ese vecino suyo podría haber sido Jeffrey Dahmer, “El caníbal de Milwaukee”, que producía olores desagradables en la ventilación del edificio no por mera suciedad, sino por conservar cadáveres asesinados con sus propias manos mutilados, comidos y amados con intenso amor una vez ya muertos. Es que Dahmer fantaseaba con convertirlos en zombis sin voluntad y por eso les perforaba el cráneo inyectándoles sustancias opiáceas o agua simple, sin lograrlo, porque morían. Antes y durante el descuartizamiento, les sacaba fotos con una Polaroid que evitaba que tuviera que pasar por la casa que revelara los negativos. Luego, con oficio aprendido en una delicatessen, preparaba unos filetes que cocinaba en aceite con sal, y los comía. Después, podía dormir con los muertos, tomar sus manos, simular un noviazgo cadavérico. Finalmente, sumergía los cuerpos en toneles con ácido para separar los bellos huesos de la piel. Y de allí, entonces, los aromas malditos.
La miniserie Monstruo: la historia de Jeffrey Dahmer, que se convirtió en un verdadero fenómeno en Netflix, traslada con gran eficacia a la pantalla no solo el derrotero homicida de Dahmer (que entre 1978 y 1991 asesinó a 17 jóvenes y niños –en su periodo más intenso, la mayoría de las víctimas eran afroamericanas, algunas latinas, algunas asiáticas–), sino que busca si es que no pudo haber existido un origen familiar para la patología de muerte del asesino, escarbando en la desordenada psiquis de su madre o en las relaciones entabladas con su padre. También muestra la dificultad de un jovencísimo Dahmer para relacionarse con el resto, que ya en la escuela lo convierte en un freak que se refugia en hectolitros de cerveza, costumbre que jamás abandonará. En suma, muestra un terruño humano en el que se sembró la semilla que sería, primero, Jeffrey Dahmer y, luego, el asesino de serial de Milwaukee, que se incorporaría al imaginario social como un temor, una curiosidad o una admiración secreta. Quizás por eso resulte extraño que la producción tome el nombre de Monster, a secas. Porque el peligro de lo “monstruoso” es que lo aleja de la posibilidad de que el así llamado “monstruo” sea un vecino desde cuyo departamento se desprende cierto hedor. Y, en realidad, Jeffrey Dahmer -es cierto, por diversas circunstancias– pasó años y años asesinando pese a haber sido arrestado y denunciado ante la policía. Un monstruo, en cambio, habría sido reconocible a la distancia por el temor inmediato que produce.
Una virtud de la miniserie producida por Ryan Phillip y Ian Brennan se asienta en cómo muestra las circunstancias históricas en las que ocurrieron los asesinatos de Dahmer. Mudado a un barrio pobre y negro, Dahmer levanta sus víctimas en su mayoría negras en un pequeño boliche gay. Luego dirá que no lo hacía por una preferencia étnica basada en el odio, sino simplemente en que tal era su vecindario y tales sus vecinos. Pero el barrio negro considera un ataque a los suyos ese sinfín de asesinatos que antes fue un sinfín de desapariciones y carteles pegados con la foto de: “missing”. Y sobre todo por el rol de la policía que, incluso frente a la huida de una víctima de 13 años de Dahmer, le devolvió al captor su presa. Y no hizo caso de las denuncias por malos olores. Y no hizo caso a las llamadas realizadas una y otra vez por una vecina que escuchaba gritos y ruidos sospechosos desde ese departamento sucio. Cuando se conocen las características del caso (esto no es un spoiler, la historia de Dahmer ha sido contada mil veces en libros, documentales, películas y wikipedias, pero nunca había sido representada con tal calidad) llega Jesse Jackson, un pastor negro del ala izquierda del Partido Demócrata a apoyar a la comunidad negra y denunciar el accionar policial ante el caso. Si el lector no imagina cómo termina todo, tan solo debería ver los grandes levantamientos que la comunidad afroamericana protagonizó en estos últimos años.
Para finalizar, el juicio es tremendo. Mimético con la realidad. Y su momento de mayor tensión con la alocución de la hermana de una víctima parece calcada de los acontecimientos verdaderos.
La prisión muestra ya el desquicio estadounidense de los fans que intercambian cartas y le dejan dinero en efectivo al homicida. Pero, bueno, ¿no es los Estados Unidos la mayor cuna de asesinos seriales? ¿No mostrará esta característica nacional una relación de desorden general tal vez propio del capitalismo concentrado en crisis?
Son preguntas retóricas, no tanto dirigidas al lector. Al lector, por el contrario y pese a que tal vez no esté en los Estados Unidos, se le recomienda que huela profundo por la ventilación por si no encuentra un aroma extraño. Y que salude con buena disposición al vecino raro del barrio o del edificio. Con los asesinos en serie, no se sabe nunca quién será la próxima víctima elegida.
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