Cuando terminaba la cena, Carlos Somigliana ponía una frazada sobre la mesa del comedor, apoyaba su máquina de escribir y comenzaba a tipear, con dos dedos y atento a no hacer ruido, sus relatos. Durante el día, era el oficial de justicia de traje y corbata, siempre impecable, orgulloso egresado del Colegio Nacional Buenos Aires e integrante del Poder Judicial desde los 18 años. A la noche, cuando todos dormían, era el poeta que se dejaba fluir en versos, milongas y obras de teatro. Escribía textos que se ubicaban en tiempos del pasado para hablar del presente. De esa síntesis entre el mundo de la Justicia y la literatura, surgió su estilo en piezas como Amarillo, Nuevo Mundo y El avión negro. Y también su capacidad para dejar por escrito momentos fundamentales de la historia argentina. Así fue cuando en 1985, Carlos Somigliana padre, escritor, artista y trabajador le dio las puntadas finales al alegato acusatorio del fiscal Julio Strassera en el juicio a las juntas militares. Ahí fue cuando escribió: “Señores jueces: Nunca más”.
En el mundo del teatro, Carlos Somigliana es uno de los autores medulares de la generación del 60. Compartió época, estilo de escritura y, en algunos casos, amistades con escritores como Ricardo Halac, Roberto Cossa, Osvaldo Dragún, Germán Rozenmacher, Griselda Gambaro y Ricardo Talesnik. Sus obras de teatro indagan en hechos del pasado para pensar el presente, combinan referencias o personajes históricos con situaciones ficcionales, insólitas y cargadas de metáforas. Por ejemplo, en Amarillo (1959), la escena transcurre en la Roma antigua para referir sobre la lucha de clases, la necesidad de implementar reformas políticas a favor del pueblo y el enfrentamientos con los sectores de poder, que se puede leer en la actualidad sin percibir que la acción sucede en el siglo VIII antes de Cristo. “Amarillo es el color del oro, no hay que olvidarse de eso. Los personajes son romanos, pero no habla de Roma, como sucede muchas veces en el teatro”, explica el escritor Roberto Perinelli, también dramaturgo, historiador y compañero de Somigliana en experiencias fundamentales como fue Teatro Abierto.
Claro que en la década del 60, el teatro independiente era un concepto todavía en desarrollo, que crecía y se fortalecía, pero no tenía la explosión de propuestas, espacios y público que tiene en el presente. Carlos Somigliana escribió Amarillo mientras residía en Ushuaia, ciudad donde vivió durante seis años con su esposa y sus tres hijos, y fue la necesidad de estrenarla en Buenos Aires lo que los hizo volver. La obra se presentó en el Teatro 35, ubicado en Callao y Corrientes, y también significó el debut de Rodolfo Bebán.
“Mi mamá todavía conserva el manuscrito de Amarillo. Mi viejo lo escribió a mano, tenía muy buena letra”. El que habla ahora es Carlos Maco Somigliana, su hijo y también un continuador, como su papá, en esta tarea de indagar en el pasado y recomponer el presente. Maco es antropólogo e integrante del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Con su trabajo y su equipo, logró restituir los restos de casi mil desaparecidos y fue una de las personas que identificó los restos del Che Guevara. Pero además, junto con su papá, formó parte del equipo que trabajó junto con Strassera en el juicio a las juntas militares.
“Mi papá siempre trabajó en el Poder Judicial. Era imposible vivir del teatro o de la escritura en aquella época. No era abogado, su puesto era de oficial primero, era muy amigo de Strassera y fue quien lo llamó para trabajar en este juicio. Yo estaba en el equipo con él y con otros chicos, todos jóvenes. Era la primera vez que había un juicio de esta envergadura y contar con un escritor, que sabía de teatro, era fundamental. Mi viejo fumaba bajo el agua en ese momento. Todo el juicio fue muy teatral. Los jóvenes llevábamos los casos, las pruebas, qué iba a decir cada persona, él iba leyendo y apuntando los inicios de cada capítulo. Se notaba que sabía mucho de escritura, entendía cómo comunicar una idea y dirigirse a un auditorio. Fue una época tremenda, laburábamos como bestias, más de 13 horas por día, y mi papá nos seguía en todo. Era esperar que agarre los textos y empiece a desplegar su literatura y su ingenio, incluso en un momento de tanta presión. Todos sentíamos admiración, y para mí, además, era mi papá”, cuenta Maco.
Así fue que el poeta y escritor de teatro se encontró con el momento de escribir el alegato que iba a acusar a los genocidas, y tuvo la responsabilidad de elegir las palabras que iba a decir el fiscal Strassera en la audiencia. Las frases que pasarían a la historia. Aquellas escenas que hoy se muestran en la película Argentina, 1985. La acusación en sí misma es una pieza literaria. El texto se refiere a lo que sucedió durante la última dictadura militar como un “descenso a zonas tenebrosas del alma humana, donde la miseria, la abyección y el horror registran profundidades difíciles de imaginar antes y de comprender después”. También hay una gran erudición, citas a pensamientos de Dante Alighieri en La Divina Comedia y a conceptos del escritor Oliver Wondell Holmes y el especialista en derecho Günther Stratenwerth.
Pero además, la mano del escritor aparece en el manejo de la tensión dramática, las imágenes poéticas y la llegada a un final de incuestionable remate. Alcanza con recordar este párrafo e imaginar a Somigliana frente a su máquina de escribir, dos dedos eufóricos y un cigarrillo sobre la mesa: “Salvo que la conciencia moral de los argentinos haya descendido a niveles tribales, nadie puede admitir que el secuestro, la tortura o el asesinato constituyan “hechos políticos” o “contingencias del combate”. “Ahora que el pueblo argentino ha recuperado el Gobierno y el control de sus instituciones, yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre que el sadismo no es una ideología política ni una estrategia bélica, sino una perversión moral. A partir de este juicio y esta condena, el pueblo argentino recuperará su autoestima, su fe en los valores sobre la base de los cuales se constituyó la Nación y su imagen internacional severamente dañada por los crímenes de la represión ilegal”.
Maco también recuerda a su papá sentado al lado de Strassera en algún momento de la audiencia. “Mi padre también sintió una reparación, él escribió una obra que se llamó Oficial primero, en la cual los cadáveres se apilan en un armario en Tribunales. La necesidad de la justicia estaba en todos nosotros”, recuerda.
Antes de este juicio emblemático, Carlos Somigliana ya había puesto el cuerpo y la escritura en otro momento fundamental de la historia argentina: la creación de Teatro Abierto. Esto fue en 1981 y se trató de una reacción cultural contra la dictadura militar. El movimiento fue organizado por autores de teatro. Entre ellos: Osvaldo Dragún y Roberto Cossa. Allí, una vez más, fue Somigliana el encargado de escribir la declaración de principios. En esta toma de posición de los artistas, que el actor Jorge Rivera López leyó el martes 28 de julio de 1981 frente a un teatro colmado de artistas y público felices de reencontrarse, se habló de “ejercitar en forma adulta y responsable el derecho a la libertad de opinión”, de la necesidad de “encontrar nuevas formas de expresión que nos liberen de esquemas mercantilistas” y también se habló del amor por la Argentina y de la felicidad de volver a reunirse. Este manifiesto de apenas un párrafo, en el cual los principales autores teatrales argentinos se reunían, desafiaban la censura y levantaban la bandera de la libertad de expresión y la creatividad, pasó a la historia como una síntesis perfecta de lo que fue aquel movimiento cultural. El resto de la historia es conocida: los militares pusieron una bomba en el Teatro del Picadero y de esa violencia, los artistas y el público respondieron con más compromiso y más teatro.
Además del teatro, escribió para el cine y la televisión de la época. Por ejemplo, el guion de la película Asesinato en el Senado de la Nación, de Juan José Jusid. También ue coguionista del film El arreglo. También participó de varios guiones televisivos, como los del mítico ciclo Cosa juzgada.
Si bien su compromiso por la justicia social fue permanente, nunca participó en ningún partido político. “Eso le permitía gastarlos a todos. Hemos tenido grandes discusiones sobre el peronismo, pero son esas discusiones en las que lo que uno quiere es hablar y pasar tiempo con una persona que ama y admira. Además, tenía un gran sentido del humor. Si hay algo que va a salvar a la humanidad, es el sentido del humor. Era muy filoso, pero piadoso al mismo tiempo. A él no le iba la crueldad para nada, tenía muy claro en dónde parar y no hacer daño”, recuerda Maco.
Carlos Somigliana también fue un autodidacta. Se crio en una casa en la cual la poesía tenía un lugar importante, sobre todo para su mamá, que era profesora de declamación, y su hermano mayor había escrito un libro de poesía a los 15 años. “Tenía facilidad para la poesía. Había cosas que escribía o pensaba que le salían en verso directamente. En mi casa se leía muchísimo. Había una fascinación por comprar libros y ordenar la biblioteca. En una época, tuvimos una gran discusión porque yo le decía que los libros había que leerlos y repartirlos y él me decía que no, que había libros que quería tener siempre cerca. Ahora pienso que tenía razón él”, piensa su hijo.
Esta vida intensa se terminó demasiado pronto. Carlos Somigliana murió a los 54 años, el 29 de enero de 1987. En 1990, los autores teatrales Carlos Pais, Marta Degracia, Bernardo Carey, Roberto Perinelli, Tito Cossa y Eduardo Rovner crearon la fundación Carlos Somigliana, que administra el emblemático Teatro del Pueblo, espacio donde nació el teatro independiente. Cuenta Perinelli: “Quisimos homenajear a uno de los nuestros. Se murió muy joven, pero cuando encaramos la conducción de un nuevo teatro, sabíamos que él nos faltaba y que tendría que haber estado acá, con nosotros, discutiendo de teatro y literatura”.
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