Es posible una novela hecha de cuentos, de “Las mil y una noches” a “El vampiro de Vladivostok”

El libro de Sebastián Robles, de reciente edición, vuelve a demostrar que las diferencias entre la novela y el cuento no son tantas. Un recorrido histórico permite, además, posar la mirada en esos libros que cruzan ambos géneros de manera muy ingeniosa

Guardar
“Vanitas, naturaleza muerta con calavera”
“Vanitas, naturaleza muerta con calavera” (1663) de Edwaert Collier

¿Cuáles son las principales diferencias entre el cuento y la novela? Lo primero que destaca cualquier manual es la extensión y, por consiguiente, el desarrollo de la historia. La famosa sentencia de Cortázar es clarificadora: “La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”. Hay una intensidad en el cuento que en la novela se diluye, pero ¿qué ocurre con los libros de cuentos? Al fragmentarse esa intensidad en los diferentes relatos se obliga al lector a leer el libro como un todo, porque lo es, porque dentro de esas dos tapas, unificado, hay un conjunto de cuentos encadenados, uno seguido de otro formando un libro, entonces aparece la lectura de “largo aliento”. ¿Y qué ocurre cuando esos cuentos, en apariencia autónomos, forman, no sólo un libro, sino algo más: una novela?

El vampiro que gana por puntos

El protagonista de los cuentos que integran El vampiro de Vladivostok, el nuevo libro de Sebastián Robles que acaba de publicar Ediciones Bucarest, parece ser siempre el mismo: un narrador en primera persona recorriendo historias propias y ajenas entre el realismo, la magia y el terror. En el primer cuento, “El derpa de Zelarayán”, un muchacho sueña con ser escritor y la vida lo coloca frente a Ricardo Zelarayán. En el segundo, “La isla de los trolos”, este mismo muchacho cuenta la delirante historia que le narró su tío: un viaje en los años cuarenta junto a un tal Fonseca a una isla ubicada en el Riachuelo. En el tercer cuento aparece el mismo tío, que “no era croto por falta de plata, sino por exceso de imaginación”, y se revela entonces el mecanismo: los cuentos están hilvanados.

En el cuarto cuento del libro de Robles, el protagonista trabaja en la industria editorial —retorna el universo de los libros— y un extraño hombre, “el hombre de los trenes”, lo contrata para la traducción de una novela de Elena Garro. Los relatos continúan, se amoldan uno tras del otro, siempre en la misma línea narrativa, todo muy verosímil, hasta que uno olfatea que en todas estas aventuras hay un anecdotario, aunque lleno de licencias donde se introducen elementos casi mágicos, aunque sin afectar el tono literario. Y en un momento se revela el nombre del protagonista de todos los relatos: se llama Sebastián Robles. El punto cumbre está en el cuento “El otro yo”, donde descubre una red de gente con su mismo nombre. Lo invitan a charlar en un bar de Congreso. En la mesa todos se llaman Sebastián Robles.

“El vampiro de Vladivostok” (Bucarest,
“El vampiro de Vladivostok” (Bucarest, 2022) Sebastián Robles

El paisaje de El vampiro de Vladivostok se completa con una bruja al frente de un programa radial, un poeta perdido en las oficinas de La Caja Nacional de Ahorro y Seguro, un tano que continúa su seducción adolescente vía Tinder, una mujer con un “cuento de hadas para adultos” hecho con marionetas, un fantasma, un vampiro y un profesor con apellido de conde que cuenta historias tenebrosas a los niños y luego les dice: “Es literatura. No sean cobardes”. El vampiro de Vladivostok es un libro de cuentos que se lee como una novela. Es, entonces, una novela hecha de cuentos, y mediante esta forma —que a su vez se filtran varios elementos como la autobiografía, el bildungsroman y el terror— es que Robles construye un universo cerrado en sí mismo que termina ganando por puntos.

Donde todo está permitido

El cruce entre cuento y novela está en el comienzo de los géneros. En 1353 Giovanni Boccaccio publicó Decamerón: cien cuentos —algunos podrían denominarse hoy nouvelles— que tienen un trasfondo estructural: un grupo de jóvenes aristócratas se refugian en una casa luego de escaparse de la ciudad —hay un virus mortal, una plaga— y se ponen a contar historias. Así suceden todos los relatos. A ese mecanismo se lo llama “narración enmarcada”. Es el mismo de Las mil y una noches: como venganza a la traición de su esposa, el sultán Shahriar tiene sexo con cada virgen de la ciudad y a la mañana siguiente la manda a decapitar. Scheherezade, que le tocó su turno, le hace una propuesta: le contará historias cada noche y si a él le gustan vivirá un día más. Así se suceden los relatos de este clásico medieval.

¿Qué es lo novedoso, entonces, si la novela y el cuento están cruzados desde antaño? Hay un cambio histórico en la literatura que vale la pena señalar. Desde la Antigüedad, la epopeya ha sido el gran género literario. Hablamos de la Odisea de Homero, por ejemplo; también podríamos pensar en el Martín Fierro de José Hernández. La epopeya es un relato épico que narra las aventuras de un héroe del pueblo. En Teoría de la novela (1920), Georg Lukács sostiene que la novela es la epopeya de nuestra época donde “la totalidad extensiva de la vida no está determinada” pero que “aún busca [esa] totalidad”. También dice: “La novela es la epopeya del mundo abandonado por Dios; la psicología del héroe de la novela es demoníaca, a falta de un dios”.

"El viaje de invierno &
"El viaje de invierno & sus continuaciones" (Eterna Cadencia) de George Perec & Oulipo

Si Dios ha muerto, como decía Nietzsche, ¿qué sentido tiene la epopeya hoy? La novela parece cumplir ese rol de género totalizante donde le cabe un sin fin de subgéneros tanto en el plano de lo formal, en el tono y el contenido. En ese sentido, en la novela todo está permitido. Un buen ejemplo de las posibilidades infinitas es Qué hacer de Pablo Katchadjian, donde dos personajes en un aula tiene una escena delirante y esa escena se va repitiendo capítulo a capítulo —¿o diríamos cuento a cuento?— como un multiverso, atravesando variaciones significativas y absurdas. Otro ejemplo está en Rayuela de Cortázar, que puede empezarse por cualquier capítulo —el primero, el último, el que sea— y hacer el recorrido que el lector prefiera sin que la trama pierda sentido.

Incluso está en lo colectivo. En 1980 Georges Perec escribió un cuento: la historia de un profesor de literatura que descubre un desconocido poemario titulado “El viaje de invierno” de un tal Hugo Vernier del que Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé, Arthur Rimbaud, Paul Verlaine y el Conde de Lautréamont han plagiado varios versos. Tras la muerte de Perec, sus amigos —que junto a él pertenecían a la escuela de experimentación literaria Oulipo— continuaron su relato. El primero fue Jacques Roubaud con “El viaje de ayer”, luego llegó “El viaje de Hitler” de Hervé Le Tellier, siguió Jacques Jouet con su “Hinterreise” y así se extendió hasta 22 relatos. Cuando uno lee El viaje de invierno & sus continuaciones de Georges Perec & Oulipo, ¿no lee acaso una novela hecha de cuentos?

Trucos, gestos, artificios

El truco de Robles para unir todos los relatos de El vampiro de Vladivostok está principalmente en el protagonista y el tinte autobiográfico. Esto se puede ver también en libros como Cassette virgen de Edgardo Scott o Todos los cuentos que tiré de Cecilia Pavón. Algo similar hace Gonzalo Senestrari en Adiós, humanidad, que tiene una buena premisa: el 7 de noviembre de 2025 un agujero negro se tragará el planeta, lo que determina cada una de las historias que recorren el libro. En la primera, el protagonista —que se llama igual que el autor— se queda encerrado en un ascensor con un señor mayor. Afuera, el mundo se alborota. Es el último día, después de esa noche no hay más nada. Los cuentos se suceden como si alguien pusiera una cámara de vigilancia en distintos puntos del mundo.

Misteriosa Buenos Aires de Manuel Mujica Lainez es un libro publicado en 1950 que se estructura de forma cronológica: 42 relatos que van desde 1536 hasta el año 1904 y ocurren todos en Buenos Aires. Así se ve la transformación de una ciudad que es “como una hembra traidora que mata a sus maridos”, una tierra donde “es difícil distinguir a los vivos de los muertos”, al lugar con “chamusquina en el aire”, “el Diablo es autoridá” y “los enemigos acechan como animales grises y negros, como lobos y hienas alrededor de una gran fogata”. ¿Acaso no puede leerse Misteriosa Buenos Aires como una gran novela donde la protagonista es la ciudad —su metamorfosis, su transmutación— y el paisaje son todos esos personajes que se suceden entre la magia, el misterio, el horror y la violencia?

“Misteriosa Buenos Aires” (1950, reedición
“Misteriosa Buenos Aires” (1950, reedición de Edhasa 2021) de Manuel Mujica Lainez

Podrá decirse que todo libro de cuentos tiene algún elemento unificador que hace que los relatos formen parte de una colección: un tono, una época, un contexto, un estilo. Podrá decirse también que, como sugiere la narratología de Tzvetan Todorov, el relato no debe aislarse de la estructura. Sin embargo hay trucos, gestos, artificios que subrayan el mecanismo literario logrando que este cruce entre novela y cuento se vuelva más potente. Como las historias de enamoramientos en 27 formas de enamorarse de Santiago Craig o los microrrelatos bélicos que estallan en La guerra de Ana María Shua. Incluso El cielo de los animales de David James Poissant, donde los animales aparecen como testigos del gran caos que es la experiencia humana.

No sean cobardes

La obra de Sebastián Robles está atravesada por este cruce. Su debut, Los años felices (Pánico el pánico, 2011), una novela que primero se publicó por entregas en un blog, tiene la impronta de los capítulos autónomos. Es una novela clásica en el sentido estricto, pero el hecho de que los primeros lectores la hayan leído de esta manera habla de un pequeño gesto embrionario. El siguiente libro que publicó se tituló Las redes invisibles (Momofuku, 2014) y, si bien son cuentos, lo que los hilvana es una reversión de lo que hizo Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles de 1972. El autor italiano recorría ciudades fantásticas —son descripciones contadas por el viajero Marco Polo al rey de los tártaros Kublai Kan—, mientras que Robles recorre redes sociales imaginarias con la ciencia ficción como bandera.

La máquina soviética es el título de su tercer libro de ficción. Publicado por Ediciones Paco el año pasado, es un obra que aborda la figura de Iósif Stalin desde la falsa biografía. En apariencia, son anécdotas íntimas del gran revolucionario devenido tirano que gobernó la Unión Soviética hasta 1953. Con el correr de la lectura uno se encuentra frente a relatos de ficción donde ya no importa si algo de todo eso ocurrió, si es un invento, un recuerdo, una epifanía, un fraude o una genialidad. La verdad se vuelve elástica como el género —los 29 cuentos forman una novela: la novela de Stalin—, de la misma forma que ocurre en El vampiro de Vladivostok. Al fin de cuentas, como dice el profesor con apellido de conde que cuenta historias tenebrosas a los niños: “Es literatura. No sean cobardes”.

SEGUIR LEYENDO

Guardar