De chica había visto muchas telenovelas, algunas a escondidas porque me las tenían prohibidas. También leí best sellers sentimentales que sacaba prestados de la biblioteca de mi escuela, en el barrio de Villa Urquiza. No había libros en casa pero había emoción, aunque las reglas no escritas marcaban una división tajante y binaria de la vida, según los roles de género. Cuando entré a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, a mediados de los 80, todavía los programas de estudios estaban poblados, al ciento por ciento, de nombres de escritores. Sarmiento, Echeverría, Alberdi, Mansilla, Gutiérrez, Cambaceres, Hernández y muchos más en el siglo XIX.
¿Dónde estaban las escritoras? ¿Habían existido en la Argentina del pasado o eran parte del “desierto” que acuñaron los románticos para hablar del paisaje nacional? Con un grupo de compañeras que después se hicieron grandes amigas, con una profesora que también fue pionera en temas de género –Cristina Iglesia, crítica y escritora- empezamos a leer novelas, relatos cartas y diarios de Juana Manuela Gorriti, Eduarda Mansilla, Juana Manso, Mariquita Sánchez. De pronto las historias se empezaron a ligar, las tramas a combinar, porque la literatura siempre entrelaza lo que separan la moral, la moda o los prejuicios de época.
Descubrí que los escritos de las mujeres del pasado también estaban repletos de prohibiciones y de sueños, de un ansia de saber y de opinar sobre la realidad política en la que ellas, necesariamente, estaban involucradas. Descubrí, además, que llegar a ser autora podía ser una osadía o una proeza que todas desafiaron a través de astucias diversas: la búsqueda de padrinazgos masculinos, ciertas tácticas autorales, concesiones y simulaciones a los mandatos estrictos de su tiempo. La mujer romántica analiza las peripecias de esas escritoras argentinas que se las ingeniaron para salir del closet del intimismo y ser reconocidas ante el público de los salones o de la prensa moderna, en la misma época en que sus contemporáneos se disputaban el lugar emergente del “escritor americano”. Sarmiento, Mármol, Quesada, Mansilla y tantos otros enfrentaron, no sin contradicciones, la ilusión de una mujer emancipada a través de la lectura y el temor de que los libros pudieran liberarlas “más de la cuenta”. En el medio de ese fuego batallaron las escritoras del pasado, obligadas a lidiar o a elegir entre el ideal del amor familiar y los derechos del individuo moderno.
Actualmente los libros de crítica literaria feminista ocupan mesas completas en las librerías, hay jurados de concursos internacionales que premian a las escritoras, editoriales que las contratan y un público dispuesto a leerlas. Hay autores que firman con seudónimos femeninos en esos mismos concursos, para captar mejor la atención del público aduciendo que las escritoras se han puesto de moda y por eso camuflan su identidad (nada nuevo bajo el sol: Castañeda, Sarmiento, Mansilla, entre otros, ya usaron este truco a lo largo del siglo XIX para conquistar más lectores y lectoras). Pareciera que todo es parte de una revolución inédita o sin precedentes, pero lo cierto es que las mujeres escritoras no son un fenómeno exclusivo de la vida contemporánea sino que existieron desde mucho antes: actuaron en la sociabilidad de otros tiempos, impulsaron cambios y plantearon reivindicaciones, se ganaron como pudieron un lugar de reconocimiento ante el público de su tiempo, probaron géneros literarios variados y dejaron su marca en literatura argentina. No todo empieza recién sino que hay una historia compartida y un camino abierto por ellas mismas, en el fragor y las limitaciones de otro siglo.
No hay que olvidar que las épocas o la cultura crean vacíos o silencios que la marea saca cada tanto a relucir. Todavía guardo en mi casa pilas de fotocopias de las obras de muchas escritoras del siglo XIX. Conservo algunas primeras ediciones que no se habían vuelto a publicar hasta hace poco (otras siguen sin reeditarse después de más de un siglo), también los microfilmes de periódicos y correspondencias valiosas que en su momento fue difícil conseguir, así como cuadernos con recetarios, diarios de gastos, poemas manuscritos inéditos, esquelas con monogramas y álbumes de familia. Armar un archivo literario de las primeras letradas nacionales significó, en primer término, algo tan simple o tan básico como recuperar materialmente sus obras.
Hubo que buscarlas de un modo casi detectivesco en colecciones particulares, en bibliotecas nacionales o extranjeras, hubo que reeditarlas y ponerlas en circulación. O enseñarlas restaurando antes las páginas tachadas, resquebrajadas o perdidas, hasta dar con la versión original de las obras, para reubicarlas en la historia literaria, en los programas de estudio, en las agendas de lectura. El trabajo no fue solitario, en los últimos años se publicaron estudios, antologías y reediciones valiosas que son producto del esfuerzo de muchas investigadoras, historiadoras y críticas literarias, periodistas, biógrafas, editoras, poetas y narradoras, de las que sigo aprendiendo.
En ese entramado, La mujer romántica estudia los modos de llegada a la autoría de las primeras escritoras argentinas, también sus formas de acceso a la institución literaria y los condicionamientos de género de una época donde la autocensura o la censura eran moneda corriente. Hacerse dueña de una voz o de un tono, “propietaria” de una obra, lectora asidua de una biblioteca de libros modernos, era un asunto desafiante o audaz en el pasado, cuyas implicancias se dan la mano con reivindicaciones o premisas feministas actuales: el amor, la familia, la emancipación, el trabajo, la maternidad, lo femenino y lo masculino, la vida y la escritura están en medio del juego.
Aprendí que las novelas o los libros de crítica literaria se escriben también para llegar a saber quiénes somos, de dónde venimos, cuál es la historia a la que pertenecemos o en la que se inscribe el propio afán de ser autora, que en mi caso particular estuvo ligado a una madre que no era lectora pero que alentó sin saberlo mi amor por la literatura. Hay una larga historia de silenciamientos de voces femeninas que nos preceden, la señalaron también las grandes maestras europeas del siglo XX, Virginia Woolf o Simone de Beauvoir, entre otras. El pasado y el presente están ligados por continuidades o rupturas que se enhebran con los mismos hilos, aunque vayan formando articulaciones nuevas a lo largo del tiempo. La historia de las escritoras merece ser conocida, para entender cuál es la densidad de la literatura, de la cultura argentina en la que se inscribe la vida de las mujeres hoy. Para seguir soñando y creando, sin prohibiciones.
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