Es la primera vez que recorro una muestra individual de Leo Estol. He visto expuestas algunas de sus obras en distintas instituciones (MALBA, MACRO), he visto registros en Youtube de su performance en el Museo de Arte Moderno en 2012 y otras intervenciones públicas, como la que tuvo lugar en PROA sobre arte argentino de los 90-2000 (2013); he leído sus textos críticos en diversos medios y Sinatra (2014), extraño libro editado por Tammy Metzler. He visto La pequeña vida, película sobre la cual escribí hace un par de años. Conozco de primera mano su trabajo en la dirección de El Flasherito y de segunda mano su accionar en el grupo de artistas nucleados en el Centro de Investigaciones Artísticas (2009) en la Villa 31, donde ofrecieron apoyo escolar y plantearon experiencias artísticas colectivas.
Dicho sea al pasar, con Leo nos cruzamos en julio del 2015, en Curadora, una residencia inolvidable situada en San José del Rincón, un pueblito cercano a Santa Fe, cuya anécdota sobresaliente me invita a revivir una caminata al alba junto a los demás residentes hasta el Río Colastiné, padeciendo temperaturas bajo cero.
Mi aproximación a su obra, para definirlo con exactitud, se da de manera retrospectiva. Percibo desde el presente el artista que Leo fue para hacerme una idea del artista que Leo es. Porque, resulta una obviedad lacerante, el artista que Leo está siendo no puede ser idéntico al del año 2003, cuando inició su promisoria carrera.
Carrera, en realidad, es una palabra problemática para definir su trayecto por el campo del arte. Estol aparece y desaparece, aunque nunca por completo. El copete de una entrevista realizada por Lucrecia Palacios a raíz de la muestra Más dibujos en el Centro Cultural Recoleta (2016), dice: “después de tres años de una invisibilidad casi absoluta, vuelve de una manera impensada”. Hoy, después de cinco años sin muestras individuales, contando los dos de la pandemia, ¿Estol vuelve? ¿De dónde?
La invisibilidad no es precisamente un lugar, es una condición. O tal vez mejor, un objetivo, un anhelo momentáneo.
Así, llego a Diario de un niño que moja la cama, título en el que resuena, si mi lectura acierta (¿a qué blanco?), Crónica de un niño solo, la película más lograda de Leonardo Favio.
Entro a Komuna con todo este bagaje de recuerdos, conjeturas y figuraciones a cuestas y noto de inmediato que Estol ha retomado trazas pasadas para montar su diario-instalación. Quiero decir, entrar a la galería no significa sólo entrar a una muestra específica, sino ingresar al universo que Estol viene construyendo minuciosamente desde hace veinte años.
Las acuarelas de Leo, con su impronta infantil, tanto en el tema como en la factura, generan pesar y dicha al mismo tiempo. Las percibo como un homenaje del artista al paraíso perdido, pero sin nostalgia y sin reclamar ningún retorno. La mayoría de las pinturas expuestas tienen contenido sexual, o sexualizante, un impulso que hoy la ideología neopuritana pretende erradicar de los niños. Freud definía a los infantes como perversos polimorfos, seres con una actividad sexual intensa y arriesgada, diferente, claro está, a la adulta, pero sexualidad al fin.
La tensión entre dicha y pesar se aprecia en el cuadro cuyo formato nos recuerda a Cándido López, el pintor de la guerra contra el Paraguay. La referencia fáctica del episodio narrado es la tragedia de Timewarp, en 2016, cuando una serie de negociados empresariales y políticos propiciaron la muerte de cinco jóvenes en Costa Salguero. En esa pintura se distinguen el cielo y el infierno, pero con una demarcación difusa, como si ambos fueran parte del mismo entramado. Justo en la pared de enfrente, otra pintura de tema ritual y festivo, aunque del ámbito privado, expone la dificultad para aceptar que las cosas se terminan, el triste fin de fiesta sintetizado en el pedido de uno de los protagonistas: “No se vayan”.
Resulta una tentación para cualquier crítico de arte hablar sobre la precariedad de los materiales. Los restos, los desechos, las cáscaras. Más tentador sería ahondar en la construcción que el artista propone a partir de asumir la precariedad.
En línea directa con lo precario, el niño que moja la cama es un cuerpo frágil, dócil, pero su fragilidad podría convertirse en aliada según el modo en que tramite los obstáculos, las pérdidas, los fracasos posteriores.
Las esculturas de Estol están hechas con envoltorios de papas fritas, alfajores y demás golosinas; son piezas montadas para no durar, que requieren supervisión para no venirse abajo. Son materiales simples, en sintonía con la simplicidad de las formas. En efecto, las obran no duran, como no dura la infancia, aunque acaso pueda pervivir en nosotros un rumor infantil que nunca termina de apagarse.
El “no se vayan” de la última pintura nos advierte que la muestra de Leo continúa subiendo la escalera: accedemos a un refugio armado con manteles y sábanas. Rechazo, en general, la palabra refugio, me suena a refugio de la cultura, pero en este caso, es un refugio parecido a la típica casa del árbol de las películas, donde los niños van los sábados a la noche a contar historias de fantasmas y a soñar con la gloria. Es también un espacio con reminiscencias gitanas, mitad carpa, mitad santuario, iluminado por luces cálidas, bajas, que invitan a quedarse a vivir allí.
Ese espacio puede pensarse como una galería dentro de la galería, un diálogo entre el interior y el exterior de Komuna, entre el interior y el exterior del arte, entre nosotros y el otro que somos. Lacan (el psicoanálisis se convierte en una sombra terrible) se refiere a lo éxtimo para designar lo más próximo, lo más interior, sin dejar de ser exterior: algo todavía más íntimo que el interior mismo de cada uno. Quizás el hombrecillo mirándose al espejo, frágil y firme, vaya en esa dirección.
Salgo de la galería. La noche no tiene nada que envidiarle a la primavera. En la puerta, amigos y amigas conversan con una copa de vino en la mano. Está Leo, rodeado y protegido por su gente: el mundo del arte. Con esa expresión Alberto Goldenstein tituló un video muy hermoso que se me impone en la vereda de Komuna. Goldenstein reúne fotografías de inauguraciones, vernissages, comidas y fiestas en donde la mayoría de los retratados aparecen felices, brindando, abrazados, entrelazados, como si dijeran, estamos donde queremos estar, participando de este mundo ambiguo, a veces frívolo, siempre sensible a una realidad hiriente, siempre atento a cobijar lo indigerible en otros campos, lo despreciado, las mutaciones, las rarezas, incluso, alentando a cultivarlas.
Una semana después del sábado inaugural el clima de la muestra aún reverbera en mí. Cuando digo muestra estoy pensando en el interior y en el exterior de la galería, estoy pensando en un punto impreciso de unión entre el arte y la vida.
Me gustaría terminar con dos frases prestadas. Una, la leí ayer en la novela La invención de la soledad, de Paul Auster: “Por otra parte, aquellos que se convirtieron en jugadores profesionales están viviendo los sueños de su niñez, como si les pagaran para continuar siendo niños”. La otra, pertenece a Leo Estol, son las palabras finales de aquel texto escrito en 2015 sobre su experiencia en Curadora, cuando el mundo y nosotros, o nosotros en el mundo, éramos otros: “La curación ocurre, es la noche prodigiosa con su oscuridad amiga, en el despojo de todo lo que es accesorio, el arte aparece como ese alimento que inventamos para mantenernos vivos.”
* Diario de un niño que moja la cama”, de Leo Estol, está abierta de jueves a sábados, de 17 a 20 hs. en Galería Komuna, Galicia 169 (Villa Crespo, C.A.B.A.).
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