Desde el fondo del mar, mirando hacia arriba, muy arriba, más arriba, Ariel canta su línea clásica: “El exterior / quiero formar / parte de él”. En su mirada hay esperanza, melancolía y un torrente de emociones que se arremolina en el espectador acostumbrado a este tipo de producciones sensibles. La música queda vibrando, el océano se apodera de todo el plano y aparece el anuncio: “sólo en cines”. Así concluye el breve tráiler de La sirenita, la nueva película que Disney planea estrenar en mayo del año que viene. Fue hace dos años, en 2019, cuando empezó todo: Disney anunció que este clásico tendría un cambio importante. En primer lugar, la película ya no sería una versión animada sino un live action, un camino que hace rato viene transitando la compañía estadounidense. En segundo lugar, menos esperable, es que la sirena ya no tendría la piel caucásica, los ojos azules y el cabello rojo. No, ahora la tes es morena: una mujer negra —la cantante y actriz de 22 años Halle Bailey— protagonizará este clásico infantil. Desde entonces, y más con la aparición del tráiler, la película se vio bendecida: generó “polémica”.
Este clásico de la literatura es un cuento de hadas del danés Hans Christian Andersen que fue publicado originalmente en 1837. Casi un siglo y medio después, en 1975, la productora japonesa Toei Animation lo adaptó al cine, pero fue en 1989 cuando el relato se volvió masivo con la versión de Disney de 1989. Dirigida por Ron Clements y John Musker, fue una de las películas animadas más populares y aclamadas en la historia de la compañía, y es con esa producción que hoy se compara la nueva versión. “Un sueño hecho realidad”, escribió Halle Bailey en 2019 al contar en su Instagram la noticia. A partir de ese momento la idea de que haya una “sirenita negra” sintió la turbulencia de las redes sociales: algunos a favor, otros en contra, todos manifestándolo a los gritos. Podría resumirse que de un lado se pide mantener cierta pureza, los rasgos de un personaje ya clásico y por lo tanto específico, y del otro se iza la bandera de que el personaje es de todos, es universal, y por lo tanto darle una nueva representación lo probaría. Sin embargo, en el medio, o en los extremos, hay más posibilidades, más cosas para pensar y decir.
No hay origen
No siempre hay un origen al cual volver. Cuando reclaman en las redes sociales que una “sirenita negra” es algo parecido a un agravio hay que ir atrás, lo más atrás posibles y buscar las representaciones a lo largo de la historia, cuando estaba la creencia de que realmente estas criaturas existían. En el arte la figura de la sirena es gravitante y se pueden ver obras realmente preciosas. Claro que durante los últimos siglos imperó la representación de la sirena como una mujer hermosa, enigmático, lejana que cada tanto alguien tiene la suerte de ver una en el mar, en general desnuda, incluso a veces con piernas, reposando sobre una gran roca, secándose al sol bajo un cielo límpido. Lo hicieron Frederic Leighton en 1858, Elisabeth Jerichau Baumann en 1873, John Collier en 1899, John Reinhard Weguelin y John William Waterhouse en 1900, todas obras bellísimas, alegóricas, pero en la segunda mitad el siglo XIX ya estaba casi desterrado el pensamiento mágico. Habría que ir más atrás, a los archivos, a la época donde la pintura tenía un valor documental y ya no tanto de autor.
En Inglaterra, en la Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford, una de las más antiguas de Europa, hay un pergamino muy interesante. En la fecha del archivo se lee: “antes de 1463″. El lugar de origen es Francia —el idioma es francés medio—, aunque también puede ser Normandía; no hay precisión. La sirena está representada como un monstruo gigante. Está reposada sobre una colina, tiene barba, cuernos, aletas similares a las de un murciélago en los brazos y su cola de pez es doble, una por cada pierna. Su abdomen es redondeado, al igual que sus pechos: da la impresión de estar embarazada. Sonríe con algo de torpeza y mira a tres mujeres que la saludan. Detrás de las mujeres, la cabeza de otra sirena muy similar asomando del agua y, más atrás, un gran castillo completa la postal medieval. Todo da una sensación de armonía, incluso de alegría, pero ¿qué tiene que ver esta extraña y antigua representación con la que hizo Disney mucho tiempo después? ¿Dónde queda la piel blanca, pálida, caucásica, la melena anaranjada como un fuego radiante, los ojos azules del océano?
Incluso si vamos atrás en el tiempo, en la Antigüedad Clásica, el período grecorromano, hay historiadores que dicen que las sirenas eran seres híbridos con torso de mujer y cuerpo de ave. Un ejemplo es la estatua funeraria del año 370 a. C. que está en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas. Con la Edad Media, entonces, es que aparecen las colas de pez en lugar de piernas y la fascinante leyenda que contaban muchos marinos que pasaban meses y meses viajando en el mar sin ver tierra firme: decían haberlas visto. No sólo hablaban de una belleza apolínea, también de su voz, de un canto irresistible. Hay un libro, un manuscrito anglolatino de finales del siglo VII o principios del siglo VIII. Se llama Libro de los monstruos de diferentes tipos. Ahí se describe a las sirenas como “doncellas marinas que engañan a los navegantes con su gran belleza y la dulzura de su canto; de la cabeza al ombligo tienen cuerpo de virgen y forma semejante al género humano, pero poseen una escamosa cola de pez, que siempre ocultan en el mar”.
En la Odisea, la obra de Homero que se estima del siglo VIII a. C. pero que lo más probable es que lo que nos llega hoy es una reconstrucción colectiva y oral que se extendió durante muchos siglos, aparece la mítica escena. Ulises tiene que atravesar el océano para volver a ver a Penélope. Sabe de las sirenas, pero aún así quiere, anhela, necesita escucharlas cantar. Entonces se ata al mástil del barco para oír el canto de las sirenas mientras sus marinos, con los oídos tapados, reman absortos en sus pensamientos, concentrándose en el trabajo de fuerza, hasta que llegar por fin, luego de diez años de aventuras y desventuras, a Ítaca. Lo que vemos en todas estas representaciones es una gran multiplicidad de posibilidades. Se trata de un concepto, más que de una figura, una idea maleable que se ajusta al espectador entregado al juego de su encanto. Quizás el mejor ejemplo sea la sirena que P. T. Barnum juró haber capturado cerca de las Islas Fiyi en el Pacífico Sur y exhibió en el Barnum’s American Museum de Nueva York en 1842: el torso de un mono cosido a la cola de un pez que habrá causado varias pesadillas.
Exigencias morales
Una de las claves de todo este asunto está en La cultura de la cancelación: del juicio público al clickbait, libro que Juan Gabriel Batalla publicó el año pasado, porque ahí sale de la contemporaneidad para abordarla mejor: se pregunta por el origen del cuento y alumbra el contexto de la obra original. “La historia de los libros infantiles está plagada de correcciones. Muchas de las versiones que se conocen de las historias para ir a la cama, entre ellas varios clásicos que fueron eternizados por Disney, y por ende se convirtieron en canon, distan mucho de las que fueron concebidas por los autores”, escribe y elabora una breve y contundente lista: Pinocho, de Carlo Callodi, publicado en 1875 bajo el título Historia de un títere, era un muñeco mendigo y vicioso que robó y malvendió las propiedades de su padre, y que mató a Pepe Grillo de un piedrazo; las hermanastras de la Cenicienta, con tal de que no se pruebe el zapato de cristal, le mutilan sus pies; y La bella durmiente no recibe un beso del príncipe azul sino que la deja embaraza mientras duerme rompiendo el hechizo con la llegada del bebé.
Con La Sirenita pasa algo similar. Ariel pide ir al exterior, salir del mar, para estar cerca de su amado. Para eso, una bruja le propicia el hechizo: para poder ser humana y tener piernas entrega su hermosa voz. En el cuento de Handersen no solo queda muda sino que la bruja le corta la lengua. Además, escribe el escritor danés fallecido en 1875, “cada vez que su pie tocaba el suelo era como si estuviera pisando cuchillos afilados”. El dolor y la crueldad son omitidos en la narración de Disney y tiene su lógica: es una historia para chicos, pero ¿acaso la versión original no lo era también? Batalla habla del cine, puntualmente del cine infantil, como una “fábrica de ilusiones”, y dice otra cosa en relación a la cultura de la cancelación —que no es el caso de la nueva sirenita, sin embargo el razonamiento aplica—: “siempre tuvo algo que la caracteriza: una moral. Lo que ha ido cambiando con los años es la manera en que se presenta y se exige esa moral”. Desde este punto de vista, lo que ocurre con la “sirenita negra” es la adaptación de una historia lejana, ajena, extraña a esta época, pero sobre todo a esta moral.
A la par de los que criticaron la nueva versión —hay un término que usa Batalla para pensar esta época de redes y cancelaciones, querulomanía, la paranoia de una persona que siempre se siente ofendida y necesita denunciar y denunciar y denunciar— están los que la celebraron. En el último tiempo se vieron muchos videos de niñas negras sorprendidas hasta la fascinación al ver que Ariel ahora es “como ellas”. Los clips caseros, muchos de Tik Tok, grabados por sus padres, son realmente conmovedores. La protagonista, Halle Bailey, no pudo contener la emoción: “Estoy muy agradecida de que yo pude reinventar a Ariel y mostrar a otras hermosas niñas negras y morenas que, ¡ey!, puedes hacer esto también, eres mágica, y mítica, y todas las cosas hermosas que hay entre medias”, dijo hace poco en una entrevista en el programa de televisión Talks with Mama Tina. “Conseguir ese papel fue muy surrealista, fue algo muy shockeante para mí. Incluso cuando me dijeron de audicionar, dije: ¿yo?, ¿para Ariel? No tiene sentido porque en mi visión de Ariel ella tiene el cabello rojo y la piel blanca”.
El año pasado, Vicky Echevarría, una youtuber española de 38 años conocida como Una Alienada —el nombre de su canal—, publicó un video donde compila algo que viene ocurriendo desde hace años en las adaptaciones: personajes pelirrojos que, en la nueva película, son negros. “Inclusividad forzada” tituló este top 5 con varios bonnus tracks: la Marie Janes de Spider-Man: lejos de casa, la Anita de Cruella —la película de 2021 basada en la villana de 101 dálmatas—, el Jimmy Olsen de la serie Supergirl de 2015, April en la recién estrenada El ascenso de las Tortugas Ninja, la heroína de DC Comics Starfire en la serie Titans de 2018. La adaptación de La sirenita corona este fenómeno que, por lo menos, es demasiado curioso. Pero una semana después de la salida del tráiler, la youtuber analizó más a fondo el caso y se preguntó: “¿Qué hay más racista que usar y victimizar hasta la náusea a una minoría para limpiar tu imagen y vender justicia social a la generación Z?, ¿qué hay más hipócrita que intentar hacer creer a unos niños llorones y privilegiados que están luchando contra la racismo viendo una película?”
El gran magma de época
El contexto de esta adaptación es clave. Por un lado, el feminismo, la reivindicación de los derechos de las mujeres con sus gigantescas movilizaciones. Por el otro, Black Lives Matter, el gran movimiento de afrodescendientes contra la policía racista y asesina. La industria cultural siempre está atenta al clima de época para poder plasmarla en sus producciones. La traducción al mainstream de las disputas ideológicas suele ser más bien lavada, caricaturizada, estereotípica, como para que la toma de conciencia no se traduzca en transformaciones políticas. De hecho, esa traducción suele acotarse a una individualidad empoderada. Hay un término que vale la pena introducir acá: Woke Culture, Cultura del Despertar. “Funciona como una etiqueta de vigilancia y activismo”, escribe Batalla. Hace más de una década que organizaciones progresistas lo usan como alarma a las desigualdades sociales, étnicas y de género que están naturalizadas. En el último tiempo los críticos del progresismo lo comenzaron a usar de forma despectiva. La polarización de las redes sociales —pulgar arriba, pulgar abajo— parece teñir cualquier debate.
Si bien parece una disputa semántica, es importante pensar qué hace el mercado con todo esto. Así como se habla de pinkwashing —cuando se usa la temática LGBT+ para “lavar” la imagen—, existe el woke-washing. El escritor Ross Douthat prefiere ser más explícito: capitalismo woke. Helen Lewis en The Atlantic habla de cómo “las marcas gravitan hacia señales de bajo costo y alto ruido como un sustituto de una reforma genuina para garantizar su supervivencia”. El fondo de la cuestión, aunque también está en la superficie, es que la estrategia de Disney —el conglomerado mediático más grande del mundo— es sobrevivir y crecer. Quizás acá el interés corporativo esté más evidente. “Lo grave de esto”, escribió Juan Soto Ivars en El Periódico de España, “es que la empresa considere que sus clásicos requieren algún tipo de ultracorrección en función de la óptica racista del presente. Me refiero a ese racismo horrible que se ha disfrazado de antirracismo, y que consiste en tener la raza presente en todo momento, y sugerir que un niño negro solo se sentirá identificado con un personaje del mismo color. Lo están consiguiendo”.
Hay un mandato ya generalizado: hay que aggiornarse, adaptarse, ajustarse, cuadrar. Incluso lo que en su momento fue valioso y trascendente, hoy, en una nueva época, puede adquirir una violencia ofensiva que implique repensarlo. Por eso, el mandato es adaptarse y adaptar lo viejo, mejorarlo. Pero, ¿cómo se puede mejorar una historia así, un cuento de hadas, una fábula, si el objetivo es atarla a las reglas morales del presente? ¿Sacrificar universalidad para ganar peso en la coyuntura? Si el tono del debate público de hoy es el de la liviandad, la querulomanía, la celebración acrítica y la cultura hashtag, es lógico que predomine el “activismo sintético”, como dice Lewis, y que todos los cañones apunten a interpelar la coyuntura. Sin embargo, detrás de todo este gran magma hay intereses específicos que están bien representados y que sostienen el clima actual. “El dinero no tiene moral pero para conseguirlo no se deben atacar los intereses propios”, escribe Juan Gabriel Batalla con muchísima agudeza. Por suerte, La Sirenita sólo es una película, ¿o no?
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