Silvina Giaganti nació en un hogar de padres trabajadores en Avellaneda, en 1976 bajo el signo de géminis. Es poeta, periodista cultural, licenciada en Filosofía y tuitera tenaz. En 2017 publicó un libro de poemas que circuló mucho y la hizo llegar a diversos públicos. Se trata de Tarda en apagarse, publicado por Caleta Olivia, un conjunto de poemas que, como señala Santiago Llach en el prólogo, pueden leerse también como una “autobiografía en prosa” de la autora, quien expone en esos versos experiencias personales (familia, amor, sexo, terapeutas) con una lengua alejada de todo barroquismo.
Quien conoce a Giaganti o quien la sigue en las redes, sabe de su pasión por Independiente y tal vez por eso no sea una sorpresa que Donde brilla el tibio sol, su nuevo libro publicado por Mansalva, trate sobre ese amor por el Rojo aunque, en su mejor estilo, hablar del Rojo sea, también, hablar de su propia vida, de Avellaneda como un lugar de pertenencia y desencuentro, de su adolescencia complicada por sus elecciones sexuales, de la intensa relación con su padre de Boca quien, a pesar de la decisión de Silvina de seguir a Independiente, alentó su pasión futbolera. “No quise escribir sobre el padre y sobre el fútbol como lo suelen hacer algunos escritores varones, como un espacio de idealización a la figura paterna y a compartir los mismos colores, y donde la cancha es el lugar permitido para que un tipo se emocione”, dirá en esta charla, en un ratito. “Quise mostrar que eso no siempre es así, porque además esa no es mi historia; que los espacios de emoción pueden ser también un espacio de tensión”.
El libro de Giaganti, con ese título vibrante de Nino Bravo que acompaña este regreso al origen, no lo parece pero es, una vez más, poesía: como ella misma dijo, poesía es “hablar de las cosas que alguna vez te hicieron daño”. En él pueden leerse el gusto y el habla popular (“El corazón va por ascensor y la razón por escalera”) y la envolvente memoria melancólica de alguien que siempre se sintió partida entre identidades y clases, sumado a otro divorcio a partir de sus decisiones de estudio y de trabajo. En definitiva, una suerte de traición al origen.
Hablamos, chateamos y nos escribimos. Lo que sigue es una transcripción de esa conversación en diversas plataformas.
-El libro arranca con un epígrafe de Regreso a Reims, el libro de Didier Eribon en el que habla de sí mismo como tránsfuga a su clase, por decirlo de algún modo. Algo parecido a lo de Annie Ernaux, ¿no? Hay como un sentimiento de traición a un origen y a un destino.
-El otro día me pidieron que escribiera un texto sobre el proceso de escritura de Donde brilla el tibio sol y me puse a pensar que de tanto leer, o de leer cada tanto, una no solo asimila historias, peripecias y puntos de vista, sino que intuye mundos que no fueron escritos, o que fueron escritos pero a los que una todavía no llegó. Y eso me pasó con Regreso a Reims, que leí después de haber escrito este libro, pero que sin dudas lo influenció, como influenció mi vida, mi lesbianismo y mi reflexión sobre la literatura Reflexiones sobre la cuestión gay que leí hace veinte años y que me hizo inteligible que la salida del closet es apenas un envión para un éxodo mayor y que claramente en parte lo viví pero que me lo hizo inteligible él en ese libro. Leer Regreso a Reims fue una revelación y una confirmación al mismo tiempo de una sensación que tuve toda mi vida de estar partida, partida entre identidades y clases y partida por no encajar nunca del todo en ninguna parte, o de ser de más de un lugar pero no ser del todo de ninguno. Eribon lo dice mejor al decir que hay una melancolía inarrasable cuando se pertenece a dos ámbitos tan diferentes que por su distancia parecen irreconciliables. Es inevitable la sensación de traición al origen, la de ser una tránsfuga de clase, cuando para vivir tu sexualidad - que en un barrio y en la adolescencia no es nada fácil - y tu incipiente despertar intelectual inexistente en tu casa, tenés no solo que alejarte con el cuerpo sino con la cabeza y la emoción para empezar a sumergirte en otros circuitos que no tienen nada que ver con tu origen -ni el lenguaje, ni las costumbres, ni los antecedentes profesionales, ni la guita-. Es salir de un closet para meterte en otro. Si Tarda en apagarse es la salida del barrio, es la salida del amor romántico, es la vivencia de otros vínculos que no son sexoafectivos, y al final es un regreso a mí, Donde brilla el tibio sol es un regreso a aquello de lo que estoy hecha, a lo que negué y me avergonzó, a lo que traicioné y me atormentó. Es un regreso para intentar abrir la caja negra, largar el rechazo para mirar ese pozo de melancolía asociado a estar partida, a pertenecer a dos mundos tan diferentes.
-Un padre de Boca que acompaña a una hija de Independiente. Dos extrañezas, hija mujer e Independiente. ¿Eso es amor? ¿Eso qué es?
-Bueno, creo que el amor -del tipo que sea- trae un mensaje confuso, opaco, contradictorio, y por eso es difícil de representar, en la vida y también en la literatura. Por el contenido confuso de su mensaje, es de los temas más difíciles de desarmar. El otro día en una charla me preguntaron si me era fácil escribir sobre el amor, y decía que para nada, pero que esto no me parece malo, al contrario, su dificultad hechiza. A que mi padre sea de Boca y yo de Independiente le encontré varios significados; uno es que entre padres e hijos prima una melodía agridulce. Eso es un poco nacer en una familia, que los vínculos no encastren como encastra idealmente una vértebra sobre otra, sino que haya pinzamientos, desgastes, torceduras. Esa bruma familiar la experimenté desde muy chica cuando me llevaba a la cancha y él hinchaba por su club y yo por el mío, pero al mismo tiempo sin darse cuenta, militó -como se dice ahora- mi amor por el fútbol, verlo y jugarlo. Es tal vez una imagen un toque extraña que un padre y una hija se miren de reojo en un partido y la hija le grite un gol en la cara, pero además es un toque raro en la literatura sobre fútbol. No quise escribir sobre el padre y sobre el fútbol como lo suelen hacer algunos escritores varones, como un espacio de idealización a la figura paterna y a compartir los mismos colores, y donde la cancha es el lugar permitido para que un tipo se emocione. Quise mostrar que eso no siempre es así, porque además esa no es mi historia; que los espacios de emoción pueden ser también un espacio de tensión.
-”Si estoy taciturna me voy a la escritura y si necesito llorar me voy a Independiente”. No puedo dejar de preguntarte por el presente. La gloria del pasado del Rojo la conocemos; el presente es llanto más allá de tu emoción personal por el amor al equipo. ¿Cómo lo llevás?
-Bueno, el descenso lo viví horrible, durante los últimos partidos me costaba levantarme de la cama, no tenía ganas de nada. La noche del descenso salí a la calle a pasear a mi perra, un tipo me gritó te fuiste a la B, volví lo increpé, un desastre. Después ganamos la Sudamericana, hubo una felicidad momentánea. Hubo momentos de buen juego. Y ahora, hace unos años, me resulta re tóxico mirar los partidos, quedo muy mala onda después, me destiñe el ánimo. Pero bueno, yo me fui tantas veces al descenso en mi vida y me intentaron mandar otras tantas que cómo no voy a tolerar y aceptar que mi club también se vaya y tenga rachas de malas campañas. Sí me irrita que se viva de glorias pasadas, las páginas y sitios partidarios tienen mucho de eso. De somos los reyes de copas, de somos el orgullo nacional, de que tuvimos al Bocha que solo jugó en Independiente... Sí, todo bien, y es una historia que atesoro, reconozco y de la que me apropio y me hace y hará emocionar siempre. Pero agitar eso me parece, a esta altura, un montón. No aprecio ni la ostentación de la épica pasada ni la cultura del aguante de un presente horrible.
-Aparecen algunos tropos Giaganti como Richard Ford. ¿Cuánto de la lectura tan precisa y amorosa que hiciste y hacés de su obra te llevó a releer tu propia historia familiar? Decís que no tuviste modelo de felicidad familiar, ¿y eso qué es?
-Una vez me preguntaron qué libro había producido en mí el efecto que me gustaría producir en quienes me leen, y respondí que El periodista deportivo de Richard Ford. Ese libro tuvo en mí el efecto que tuvieron los libros de los escritores y las escritoras que más me gustan: en general recuerdo muy poco de lo que tratan, y creo que no me acuerdo porque me pegan más como conmoción que como trama. Supongo que de las obsesiones de Ford, me interesa cómo aborda en sus libros la intermitencia de los vínculos humanos que se apagan y se prenden como una lamparita floja; y, también, de la idea de que todos, tarde o temprano, vamos a ser sobrevivientes de algo. También pienso en Incendios, en Canadá y en la tetralogía que le dio vida al personaje más interesante , para mí, de la literatura norteamericana del siglo 20, Frank Bascombe: Ford narra como pocos la pérdida de la inocencia, el momento en que eso que sos se quiebra para siempre y no hay retorno. Eso: la imposibilidad de no poder volver a dónde sea que te acaban de expulsar. Las puertas que se cierran para siempre con vos afuera. Todo Ford, durante años y años, me hizo releer mi historia familiar pero también la mía propia. Porque si bien todas las familias son infelices a su manera o se rompen a su manera, como suscribe Ford, también hay un rasgo que percibo optimista: esa frase que usé como epígrafe de Tarda en apagarse: La vida se da vacía, tenemos que inventar la parte feliz. Y de algún modo, a pesar de haber usado como epígrafe para Donde brilla el tibio sol un párrafo de Eribon, podría perfectamente haber usado o incorporado eso que dice Ford en Flores en las grietas, que su aparente actitud de flojera tal vez provenga del hecho de que tuvo padres de clase obrera que trabajaron como esclavos para que él pudiera tener una vida mejor, para que no tuviera que trabajar tanto, y que su vida era un tributo a su éxito.
-”Dicen que se escribe o bien cuando se vivió o bien cuando no se puede vivir. A mí me pasaba lo segundo”. Te escucho.
-De chica empecé a leer porque me sentía aislada. Hoy diría que leer es una manera de justificar querer estar sola. Y escribir también es una manera de justificar la soledad. Una soledad llena de cosas. No creo que hubiera tenido el impulso de escribir si no hubiera tenido primero el impulso de leer. Estoy yendo a un supuesto origen. Hoy, leo y escribo, escribo y leo. Ya no importa qué regó qué, hoy todo eso ya está mezclado. Pero lo cierto es que también empecé a escribir porque me sentía aislada. A los 12, 13 años mi sexualidad empezó a demandarme respuestas, a manifestarse. Y lo blanqueé, y no estuvo muy bueno lo que pasó a mi alrededor con eso, supongo que me veían demasiado nena como para hacer afirmaciones tan categóricas sobre mi sexualidad a esa edad. De modo que empece a escribir, a escribir esas cosas que ya no le podía contar a nadie.
-El protagonista en este libro es tu padre. Ubiquemos a tu mamá en esta serie.
-Mi mamá se llama Livia, un nombre corto y seco como ella. Vino de Italia a los catorce años con su mamá y su hermana. Casi un mes tardaron en llegar, vinieron sin hombres; su papá había muerto en la guerra y a su hermano mayor lo partió un rayo en el pueblo en el que nacieron. Allá plantaban papa en el campo y vivían a trescientos metros del mar En el puerto, mitad de la familia tomó un barco que iba a Canadá y la otra mitad tomó un barco que venía a Argentina. Mi mamá hizo hasta segundo grado y cada vez que la veía firmar algo -como dice el poema Las mujeres que me volvieron loca de verdad- lo hacía como alguien recuperándose de un golpe. Trabajó en Alpargatas cosiendo zapatillas hasta que conoció a mi papá y se casaron. Mucho después de irme de mi casa, empecé a reconocer sus gestos de amor. Y cada vez que empiezo a llorar por una mujer me doy cuenta de que termino llorando por ella.
-Decís que te cuesta creer cómo el tiempo acomodó las cosas a tus modos. Género y fútbol, sexo y cambio en el sentido común. Contáme un poco sobre esto, cómo es ver hoy a las chicas jugando y exigiendo espacios sin vergüenza y más allá de las elecciones sexuales.
-Antes de gustar de Independiente me gustó jugar al fútbol. A los cinco, seis años ya le pateaba y pateaba una pelota de cuerina contra la pared de mi casa, de un modo repetitivo y durante horas, podía no parar. Después, hasta los 11 jugué con los chicos del barrio y en una quinta a la que iba a pasar algunos veranos. El problema empezó en la adolescencia, cuando me empezó a cambiar el cuerpo y a mi mamá dejó de causarle gracia, por decirlo de un modo amable, que yo siguiera jugando al fútbol con los varones de la cuadra. Hace 30, 35 años que una mujer jugara al fútbol era sospechoso. ¿Como una mujer iba a jugar al futbol? Había una idea horrible que básicamente tenía que ver con que si era mujer no podía entender de futbol ni jugarlo, y si lo entendía y jugaba no era una mujer. Con lo cual alguien como yo, que quería jugar al futbol y era una de las cosas que más feliz me hacían, sentí una especie de censura no solo por un deporte, sino por mi cuerpo, por la felicidad y comodidad que me daba jugar al fútbol. Pude recuperar el fútbol recién a los 17, cuando me enteré de que Mónica Santino había armado algo en Caballito y empecé a ir. Entrenábamos y luego jugábamos un poco, y desde ahí no paré más. Jugué en un montón de equipos, jugué torneos, jugué más de doce años en el Club Social y Deportivo Cabrera, y desde hace seis años juego mixto en el FAP, Fútbol Antipatriarcado. Es todo tan hermoso que realmente no puedo creer cómo las cosas se acomodaron a mi modo. Y cuando estoy jugando ahí en las canchitas de Open Dorrego miro a mi alrededor y siempre tres o cuatro canchas están ocupadas por equipos de pibas.
-Te digo “El sol de Galicia”: qué me decís.
-Un local con los mejores churros y bolas de fraile que está ahí en la calle Alsina a unas cuadras de la cancha de Independiente y que íbamos a comprar con mis amigas y amigos a las 5 de la mañana después de una noche en la que había pasado de todo.
-Un nombre, un prócer, Bochini.
-Hace un tiempo, un amigo, Manolo me mandó un video de Bochini, haciendo una pared con otro jugador que finalmente mete el gol. Lo brillante de esa jugada es que Bochini logra engañar a los dos jugadores que lo estaban marcando, haciendo una pausa y quedándose quieto en el lugar. Un jugador que usaba la pausa, la quietud, a su favor. Y que entendió que simplificar es un arte complejo: dejaba, fácil, por partido, cinco o seis veces a un compañero en situación clara de gol. Supremo. Irrepetible.
-”Avellaneda: no puedo decir que me guste, puedo decir que la quiero”.
-Esa es una frase que creo, leí en una entrevista a Eladia Blazquez, que nació y se crió por ahí, en Gerli, Avellaneda. Me parece una frase sensacional y acertada, y que cito en el libro porque la suscribo. Pero además de una descripción, esa frase porta una poética del afecto, ¿no? ¿Qué es más poderoso, gustar o querer? La verdad que Avellaneda no tiene una belleza hegemónica, y cada vez que vuelvo, porque mis padres siguen viviendo ahí, me bajo del colectivo y camino las siete cuadras que me llevan a su casa y veo todo igual: las veredas, los yuyos, los frentes de las casas que no se pintan hace años, el alumbrado con esa luz amarilla puro desvanecimiento, el heladero de La Perla tocando la corneta en el carrito los domingos a la tarde vendiendo el sanguchito de helado... Por ahí ves una loma de burro nueva, una casa construyéndose arriba de otra, pero el cambio no se ve, al menos no es visual. Y mirá que miro, eh, escruto todo. Sin embargo, veo algo hermoso en su fealdad, en su nunca repuntar. Veo algo nutricio. Tal vez porque no es de lo perfecto, sino de lo imperfecto, de donde siento que brota algo. Y más vale que esto de Avellaneda lo digo yo, me amotino si lo dice otro. Una vez vino un amigo que vivía en San Telmo a la casa de mis viejos y me dijo: ¿y ahora cómo vuelvo a la civilización? Y lo quise matar.
-Hablás de Perlongher, de Pizarnik: ¿un linaje de Avellaneda? (¿Luis Gusmán no está porque es de Racing?)
-A Pizarnik la empecé a leer a los dieciséis años y fue una conmoción. Pensá que venía de leer literatura para niños, Mafalda, luego la revista Humor, El Gráfico, la revista Pelo, la 13/20, y en la casa de mi tía, que tenía una biblioteca bastante copada, a Simone de Beauvoir, Camus, Nietzsche, a los que no les entendía casi nada a los 10, 11 años, pero algo sí porque me igual me hechizaban. Y a los 16 voy al primer taller literario que me agencié y la chica de la que me enamoré en ese lugar me convidó La condesa sangrienta, que me detonó la mente a nivel bien, a nivel exquisitez. Años después me entero que Pizarnik era de Avellaneda, que había ido al ENSPA, que vivió en la calle Lambaré hasta que le salió una beca a París. Esa información me detonó y conté más de una vez las cuadras que separaban mi casa de la suya y me preguntaba: ¿posta alguien como Pizarnik puede ser de Avellaneda? ¿Se le habrá ocurrido algún poema en esas líneas de colectivo que también tomaba yo? Y si bien todo esto que digo parece una gilada, para mí fue crucial para autorizarme a escribir, o no sé, viste como es la cabeza, tal vez es un relato que me hice tiempo después. Perlongher vino más tarde, yo ya no vivía en Avellaneda y frecuentaba una librería LGBT que quedaba en un departamento de Viamonte al 1600, librería Calibán, un segundo piso antiguo en donde lo leí por primera vez. Pero quisiera agregar, a estos escritores avellanedenses, a Luis Gusmán, que publicó este año Avellaneda profana, un libro, uffff, hermosísimo.
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