Y ustedes, ¿cómo pensaban que iba a comenzar la Tercera Guerra Mundial? Digo “ustedes”: adultos mayores, adultos, jóvenes adultos, incluso una porción joven millenial. No pregunto a los miembros de las generaciones posteriores que, probablemente, no hayan pensado en una guerra a escala global salvo como una reminiscencia del pasado o un temor infundado por el final. También es posible que hayan decidido jugar a Conflict of Nations: WW3, un juego de Playstation que fue lanzado al mar de los gamers en febrero de este 2022. Un lanzamiento oportuno, se podría decir.
Sin embargo, los más grandes deberán recordar el espíritu de los tiempos y las ficciones fílmicas sobre la destrucción nuclear inducidas por el miedo durante la Guerra Fría. Posiblemente, un gran número de películas que mostraban un futuro postapocalíptico mediante la ciencia ficción sublimaban el miedo al mundo posnuclear, en donde vivirían los sobrevivientes de la bomba. De este modo, la guerra de las máquinas contra los humanos en Terminator 1 y 2 -en particular estas dos de la saga- mostraban el clima que había prohijado la Guerra Fría, que culminaría en la década de 1980 y que marcaría el fin del siglo XX en el año 1989, según el historiador Eric Hobsbawm, con la caída de la Unión Soviética.
También había films más explícitos, cercanos en el tiempo al crimen nuclear de Hiroshima y Nagasaki y que conscientemente dedicaban su trama a la guerra nuclear. Interpretada de manera genial por Peter Sellers (que no sólo le daba vida al asesor de la Defensa estadounidense Dr. Strangelove -un nazi austriaco conchabado tras la derrota alemana-, al presidente estadounidense y a un piloto de aviación) y dirigida por Stanley Kubrik, Dr Strangelove, de 1964, muestra el comienzo de una guerra nuclear entre rusos y norteamericanos que, sin abandonar el tono de la comedia noir, se permite una mirada sobre los causantes de la guerra: una banda de nazis, alucinados, locos, carreristas, interesados y malhabidos (como corresponde al personal político de la mayoría de las naciones, claro está).
Del lado japonés, es decir, del lado de las víctimas nucleares, era temprano todavía para hablar de manera directa del asunto. De ahí el virtuosismo de Godzilla, que expresaba el horror a la bomba y la radiación nuclear con las armas del terror pero que permitía a un público de masas desenvolver, de alguna manera, aquello que los había marcado en las psiquis, los cuerpos y los cementerios, en la figura de un monstruo radioactivo que nada dejaba en pie.
Una película clásica de la época, de 1959, pero no tan reconocible a pesar del gran reparto que ostenta, es La hora final, dirigida por Stanley Kramer e interpretada por Gregory Peck, Ava Gardner, Fred Astaire y un jovencito Anthony Perkins (justo antes de filmar Psicosis). El argumento ubica a los personajes en Australia, único país donde no llegó la onda expansiva nuclear, fruto de la guerra. La población sabe que va a morir, muy probablemente, por el avance de la nube y la trama se centra principalmente en cómo se da cuenta del próximo final. Cómo se vive sabiendo que está tan cerca la muerte social, qué se cuenta, qué se siente, qué se dice. Mientras tanto, el gobierno reparte pastillas para el suicidio en lo que tal vez constituya un antecedente directo de la excelente película de 2004 Niños del hombre, del mexicano Alfonso Cuarón. Es recomendable recuperar La hora final.
Pero a no confundirse: esta no es una columna que recomienda películas. No, no cuando después de 80.000 muertos (es decir un estadio de River apilado de cadáveres) en el ejército ruso, invasor de Ucrania, se dictaminó en Rusia la “movilización parcial”, es decir, la leva militar para hombres de hasta cierta edad hasta sumar 300.000 cuerpos expuestos a munición de drones, tanques, aviones, fusiles, metrallas, armas de la OTAN en manos de jovencitos ucranianos que dispararán a matar a aquellos otros igual a ellos, tan jovencitos también.
¿Cómo iba a empezar la Tercera Guerra Mundial? ¿Lo habían imaginado? Un ex agente de la KGB, miembro del Partido Comunista de la Unión Soviética, un burócrata y, con la restauración capitalista, un miembro de esa oligarquía mafiosa que gobierna aquel país enorme, con un pasado inmenso y trágico, se entroniza en el poder. Y decide que debe detener la conversión de la vecina Ucrania en base logística de la OTAN, en especial, de los Estados Unidos y Gran Bretaña. Sin saber, o quizás sabiendo, y por eso mismo, que desde hace 18 años estos países líderes de la OTAN entrenan al ejército ucraniano y lo atiborran de armamento de última generación (cuando se usa tal adjetivo pegado a armamento quiere decir que su virtud es matar más y mejor).
También auspician a un presidente ideal para las figuritas del Mundial, actor de comedia, que en plena guerra recibe en audiencia presidencial a Ben Stiller y que no duda en posar junto a su esposa para la tapa de Vogue a través de fotos tomadas por Annie LeibovItz (si, la gran fotógrafa que supo retratar al tout New York y que es especialista en capturar el glamour de las estrellas de Hollywood). El mismo presidente que tuvo un espacio vía zoom en los MTV Awards, en vivo y en directo. Detrás, el partido Demócrata estadounidense, el mismo de Bernard Sanders (su ala izquierda) le brinda, junto a los republicanos (en esta causa todos marchan juntos) miles de millones de dólares a Volodimir Zelensky y al ejército ucraniano, mientras la inflación estadounidense es la más alta en décadas. Pero qué daño puede hacer una guerra mundial. Otra. Una tercera. O qué beneficios puede traer a los interesados en ella.
Unos títulos más. Juegos de guerra, de 1983, en el que un adolescente Mathew Brodderick es un nerd de las computadoras ¡de aquella época! que con un programita produce que el departamento de Defensa de los EEUU crea que está bajo ataque ruso y comience a perseguir al insospechado hacker. En Amanecer rojo (1984), dos jovencísimos Charlie Sheen y Patrick Swayze forman parte de un grupo de jóvenes que son testigos de la ocupación militar rusa de los EEUU y se suman a la resistencia, todo muy clase B pero entretenido. La suma de todos los miedos (2002) con Morgan Freeman y el agente Jack Ryan en manos de Ben Affleck, al frente de una trama en la que una bomba nuclear es vendida a un neonazi austriaco mientras el presidente ruso se muestra un tanto demasiado intransigente para todo el mundo.
Pero la película que hay que ver, necesariamente, ineludiblemente, es un film animado de 1983 llamado Gen el descalzo, basado en el cómic autobiográfico de Keiji Nakazawa, quien el 6 de agosto fue víctima y testigo de la bomba atómica lanzada por la aviación de los Estados Unidos sobre Hiroshima, donde vivía el dibujante, y que causó 200.000 muertes, antes de que los Estados Unidos lanzara una segunda bomba atómica en Nagasaki. Es brutal, tremendo, insoportable, visceral ver en forma animada los efectos crueles, cuando no fatales, del ataque en niños, ancianos, mujeres, perros, edificios, todo. Significó el final de la Segunda Guerra. ¿No hay vasos comunicantes con la tercera guerra?
Es decir, esta columna se termina de escribir cuando de un lado y de otro se tiran con (discursivamente, por ahora) un arsenal nuclear. No es, por eso, una columna sobre cine.
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