–Desde Santos, Brasil. En la VI edición de MIRADA, el Festival de Teatro de América Latina, Portugal y España, resultó conmovedora la presentación de Hamlet en versión del Teatro La Plaza de Lima (Perú), adaptada y dirigida por Chela de Ferrari. Hace cuatro años, en la última edición, el grupo había sacudido el festival con su puesta de Mucho ruido por nada, en la cual todos los papeles estaban interpretados por varones: no buscaba un mero paso de comedia en clave de confusiones de género, sino aprovechar la empatía que propone la pieza entre público y personajes, para intervenir en el debate sobre el matrimonio igualitario. Una puesta impecable y rigurosa sobre el texto shakespeareano permitió a la directora rescatar las claves que especialmente le interesaban.
En este Hamlet aquella apuesta parece multiplicarse. No solo porque es uno de los textos más conocidos del teatro universal, sino porque está interpretado por artistas con síndrome de down. Chela de Ferrari propone entender cómo, en esa textualidad tantas veces visitada, aparece un conjunto de relaciones, interrogantes y un discurso propio sobre la teatralidad. Así pone la voz de actrices y actores en relación con su historia colectiva, con su lugar en el mundo y con sus propios interrogantes y sueños personales. Por lo tanto, para quienes podían / podíamos tener prejuicios sobre un gesto generoso pero paternalista por demás, la presentación barrió con ellos y nos mostró un Hamlet digno de disfrutar por su inteligencia, original aún desde el rigor de la adaptación.
En esta obra el grupo nos enfrenta a un giro casi inesperado a favor de los derechos y las diferencias. Todos los intérpretes, personas con síndrome de down, son Hamlet. Esto no es menor, porque encarnando en diversos momentos al príncipe danés, exploran la construcción del personaje en relación con lo que tienen para decir.
Lo primero surge de un modo casi evidente y también desde un lugar inesperado. ¿Quién es Hamlet? se preguntan en un juego dramático donde trabajan la relación actor – personaje. Jaime, uno de los protagonistas, dirá ser Jaimlet y propondrá, como lo hace Hamlet en el texto original, que no hay tantas diferencias entre la comedia y la vida real. La deriva de esa respuesta se ve en el primer cuadro dentro del palacio: lo que intentan analizar Gertrudis y su consejero Polonio, es si Hamlet es el loco, tonto, o no comprende de lo que se le habla. Las actrices y los actores habían develado sus carencias y dificultades, y con el texto de Shakespeare pueden hablar de cómo son vistos por los demás. De un plumazo desromantizaron la puesta e introdujeron en otra comprensión de la propuesta.
Ellas y ellos encuentran su voz en Hamlet, y todo cobra otro sentido. Sin embargo también Ofelia está mirada con una profundidad que no siempre tiene en las puestas tradicionales. Usando la textualidad de la obra, la voz del padre aparece ya no como mirada sobre una joven ingenua, sino como amarga reprimenda por eso que ella no puede hacer, lo que jamás podrá ser. Este Polonio, violento, hombre de poder, disciplinador de su hija y su hijo, está construido de un lugar que casi nunca es trabajado. Generalmente es un pobre hombre, gracioso y sometido a la reina y el rey. Acá es el padre que dice a su hija que ella no podrá tener una relación con Hamlet, que ella siempre será aniñada, que nunca crecerá. La palabra del padre es la palabra del poder, un poder que en la obra de William Shakespeare está siempre presente. Pero el poder es también un dispositivo externo a la vida de las y los artistas. Un poder que, como explica Jaime al comienzo, no reconoce los derechos de las personas con síndrome de Down. Y si los reconoce, lo hace tarde y mal. ¿Debió Polonio reconocer el deseo de su hija?
Abriendo un camino para ese debate, en una escena muy bella Chela de Ferrari hace algo que no muchas veces se ve. Hamlet y Ofelia se besan, tienen un momento de amor físico, romántico. A pesar de esas miradas que los excluyen de la posibilidad del amor, del erotismo, de la intimidad, ellos efectivamente se aman. Un amor para el que madre y padre parecen considerarlos incapaces. Otra vez la trama nos permite recuperar una dimensión de lo real desde los cuerpos de quienes actúan. Esta relación entre el cuerpo de quienes actúan y la emergencia de lo real, no pensada como naturalismo, es una de las formas básicas de la teatralidad. En esa construcción se sustentan las varias líneas de sentido de la obra.
De padre e hijo esta tragedia tiene mucho, y he aquí otro de los ejes que se trabaja en esa dialéctica personajes – protagonistas a partir de la adaptación del texto dramático. Decíamos que es importante que todxs son Hamlet, porque Hamlet es el hijo que no puede, no se atreve o no tiene las armas, para seguir el mandato del padre. Ese es uno de los puntos: la duda con la que se desarrolla el personaje, y que tiene su momento culmine en el famoso monólogo, es la duda que cada una y cada uno de ellos tiene sobre la posibilidad de cumplir con ese mandato que una sociedad, una familia y por qué no los padres, les reclaman a cada una y cada uno. “Sigue mi legado”, dice el rey Hamlet al joven príncipe. ¿Y si no puedo? se pregunta este constantemente. ¿Podremos? se preguntan los protagonistas por sus propios mandatos o sueños.
El monólogo, que en 1603 estaba prefigurando al sujeto cartesiano, aquí tiene un lugar central porque dispara, desde el trabajo sobre el texto, al menos un par de lecturas interesantes. La surge de una duda ¿cómo decir este monólogo? ¿cómo se debe actuar? Esa pregunta es también una pregunta por el deber ser del actor –algo que se pregunta el propio Shakespeare en algún momento de la obra-. ¿Puede acaso Jaime hacerlo como Laurence Olivier? ¿DEBE Jaime hacerlo como Laurence Olivier? ¿Hay un código que no puede alterarse? Eso surgió en el grupo y fueron ellos los que encontraron la respuesta. Lo importante es el por qué se asume ese texto y desde dónde se hace. Entonces el “Ser o no ser”, el asumir el lugar y el destino propio y no decidir matarse, aunque no se puede llevar adelante el mandato del padre, toma aquí un sentido inusitado. Y por ello todas y todos los actores dicen parte del monólogo en algún momento. Porque lo hablan ellos como lo habla Hamlet.
Otra mirada valiosa es la que se abre con la manera en que se incorpora la muerte de Ofelia. En ese cuadro otra vez la directora apela a la belleza. Y a las preguntas que quedan pendientes. ¿Es un suicidio? ¿Por qué se suicidó? Tal vez no es a causa del amor no correspondido por Hamlet –aquí la muerte de Polonio está soslayada- sino que bien podría haber sido por el menosprecio que este manifestó por su hija como persona y la prohibición del amor con el príncipe.
No fue un capricho de Chela de Ferrari montar una obra famosa, actuada por personas con síndrome de down. Fue la comprensión novedosa del texto, desarrollada a través de un trabajo teatral formidable, con actores y actrices de una dimensión notable, capaces de manejar dramáticamente sus talentos y sus dificultades como pocos podrían hacer, especialmente sin intentar ocultar estas últimas. Hasta las dificultades en el habla terminan incorporadas como operaciones dramáticas y los espectadores entran en un código imprevisible. El trabajo de actrices y actores es consistente con el registro dramático que proponen. El humor, que llega a ser muy ácido con los “neurotípicos” del público, está manejado con un notable sentido del ritmo y de la ocasión.
Sobre el final, cuando todo se cierra con la voz en off de Fortimbrás, quien asume el lugar vacante de rey de Dinamarca una vez que Hamlet, Claudio, Gertrudis y Laertes mueren, las actrices y los actores bailan y cantan, en clave vitalmente punk, un texto que dice “yo no soy como los demás”. E invitan al público a bailar sobre el escenario para compartir su alegría. Encontraron en el teatro una voz propia e independiente, y lograron hacer Hamlet fascinante. Por supuesto que terminé con ellas y ellos, bailando en el escenario. No solo para compartir su alegría, sino también para expresar la mía, íntima y personal, de saber que Hamlet sigue teniendo nuevas lecturas, nuevos personas que pueden tomar su voz y que nos sigue sirviendo, como en aquel comienzo del siglo XVII, para pensar el sujeto y su deseo. Y cómo los mandatos, el poder y el orden buscan limitarlos.
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