Con la reciente publicación de Cuentos cantados, un álbum en el que musicalizó breves historias extraídas de la tradición literaria y oral de antiguas culturas de Oriente Medio y una nueva reunión de Pedro y Pablo para celebrar los 50 años de Conesa, junto con la orquesta Juan de Dios Filberto, a los 72 años, Miguel Cantilo parece enlazar los dos puntos del largo ovillo de su intensa vida artística.
Algo más de cinco décadas de una trayectoria que, de aquellas postales porteñas que retrató junto con Jorge Durietz en Yo vivo en esta ciudad a estos relatos musicales enraizados en sabidurías ancestrales, atravesó con su incansable paso de juglar los territorios del rock, el tango, distintos folclores latinoamericanos y otros géneros.
El eterno reencuentro de Pedro y Pablo
El plan de su reencuentro con Durietz incluyó dos conciertos en la Sala Argentina del CCK, y una gira con un cronograma aún no cerrado que pasará por Pehuajó (24 de septiembre), Rosario (30), San Nicolás (2 de octubre), Mendoza (14), San Juan (15) y Mar del Plata (21). En tanto, el 4 de octubre presentará junto a su banda Cuentos cantados, en Bebop.
“La relación que nos une con Jorge es medio aleatoria. Cada tanto nos juntamos para hacer algo porque tenemos una buena relación, musical, artística y personal. Nunca hubo rispideces ni esa cosa de competencia. Entonces, es un placer juntarnos”, abre la charla Miguel, que pasa la mayor parte del año en España, y desembarca en su casa familiar del Gran Buenos Aires cuando se instala en la Argentina.
Socios artísticos desde finales de los 60, las presentaciones que compartieron en La Fusa de Punta del Este fueron una carta de presentación que rápidamente los puso a la vista de un público que fue creciendo hasta multiplicarse exponencialmente con la edición, en 1970, de La marcha de la bronca. Sin embargo, los planes futuros que la discográfica tenía para el dúo no coincidían con los de sus integrantes.
Una casa en Belgrano y la vida en comunidad
Sin sello para el cual grabar, Cantilo y Durietz alquilaron una casa en Conesa 2563, en Belgrano. “No muy lejos de ahí, Spinetta también había alquilado una casa para ensayar. Era la costumbre. Se alquilaba una casa vieja, se la acustizaba para no joder a los vecinos y se la convertía en una sala de ensayo, que para un músico era muy valioso en esos tiempos”, recuerda.
“Entonces, había una circulación permanente de músicos. Venía Pappo a probar un trío, vinieron varios integrantes de La cofradía (de la flor solar) como Kubero Díaz… Eso gravitó muchísimo en Pedro y Pablo”, completa Cantilo, en su breve síntesis del ámbito en el que nació Conesa, publicado en 1972 con temas como “Padre Francisco”, “Apremios ilegales”, “Catalina Bahía”, “El Bolsón de los cerros” y “El alba del estío”, entre otros.
“A mí me gusta recordar Conesa como una carta blanca que nos dio un tipo que se llamaba Alfredo Radoszynski, creador del sello Trova, que nos vio venir desertando de una multinacional, como enojados con la censura, y nos dijo ‘hagan lo que quieran’. Él venía produciendo gente como Aquelarre, (Ástor) Piazzolla, Les Luthiers. Tenía un catálogo maravilloso.”
—Variopinto, además…
—Variopinto y de altísimo nivel. Para nosotros, estar en el mismo sello que Piazzolla era una gran cosa. Radoszynski nos dio carta blanca para que hiciéramos lo que queríamos, él hizo dos o tres sugerencias muy atinadas, tipo George Martin, y salió eso. Es un disco medio deforme para la época, pero con mucha denuncia. Creo que eso fue lo que lo potenció. Hablaba de tortura, de injusticia social, de sexo… Cosas que no eran usuales para la época. Creo que es eso lo que le dio trascendencia en ese momento y vigencia para los coleccionistas, revisionistas.
—¿Cómo fue la experiencia de la convivencia en la casa de Conesa, más allá de lo musical?
—Era una vida familiar. Todos éramos parejas, gente joven. Había artesanos, músicos, gente de teatro. Además, la llegada de los integrantes de La cofradía fue un aporte, porque venían con una idea cabal, sobre todo Rockambole, de lo que eran las comunidades artísticas. Había pautas que venían como de otras sociedades, pero La cofradía tenía eso muy en claro. Entonces lo trajo a la casa.
Encima se produjo una mezcla artística muy briosa. Kubero era un excelente pintor, y había un ambiente creativo todo el tiempo. Pero duró dos años, porque la situación política se fue poniendo cada vez más densa. Empezó en el 72, pero ya en el 74 estaba muy fulero. Entonces, entregamos la casa y cada uno agarró para donde pudo. De hecho buscamos una opción en el interior, porque las ciudades se tornaron muy densas.
—¿Tenían reglas estrictas o se manejaban de una manera relajada?
—Estrictas, no, pero había una alternancia para que cada uno cocinara para todos. Íbamos rotando, pero quien cocinaba lo hacía para todos. Eso era lo que más reglamentado estaba.
Recuerdo que cayó una vez una chica brasileña, y empezó a circular en bolas por la terraza, tomando sol. Entonces, vino un vecino que era policía de oficio. “Usted imagínese: yo, con mi oficio, no puedo aceptar algo así”, nos planteó. Existían algunas de esas rencillas con los vecinos, por el volumen… Pero durante el año y medio o dos años que duró le sacamos el jugo a la convivencia creativa, y a esto de organizarse, de una manera muy intuitiva. Jugábamos mucho al ajedrez, por ejemplo. Aparecían tipos que jamás volví a ver que jugaban fenómeno.
—Mientras tanto, había quienes decían que eran “todos locos y drogadictos”. ¿Cuánto de cierto había en esa descripción?
—Lo que pasa es que en esa época fumar marihuana ya te hacía drogadicto. Ahora hasta se receta para curar enfermedades, hay gente que la fuma permanentemente, y otra que no la puede volver a ver porque le trae malos recuerdos. Pero en aquella época, fumar un porro era delito, y te marcaban tan solo por el aspecto físico, que se asociaba a eso. Entonces, sí, éramos unos locos drogadictos, según lo que la gente tenía catalogado en ese momento.
Tiempos violentos y el largo camino al Sur
—En Conesa están el “Blues del éxodo” y “El Bolsón de los cerros”. ¿La mudanza al Sur es posterior?
—Claro. La presión que se vivía socialmente hacía pensar a la gente joven en irnos de acá, en buscar una alternativa en el campo. Teníamos amigos y familiares que habían ido al Bolsón y caímos ahí intentando buscar un equilibrio para esa especie de asfixia que se iba generando en la vida de ciudad. Una sensación que en un principio, en el 72 no existía. Pero se empezó a entorpecer cada vez más en el 73, y en el 74 empezó la diáspora.
—Es paradójico, porque en el 72 había una dictadura, y en 1973 asumió el Gobierno peronista.
—Sí, pero la dictadura trataba de legitimarse tolerando algunas actitudes y libertades como para poder quedarse en el poder lo más posible. Eso se fue entorpeciendo cada vez más por la resistencia activa, sobre todo militante, se empezaba a generar un enfrentamiento, y los tipos se empezaron a poner más duros.
—¿Cómo era el vínculo de ustedes con la militancia?
—No había contacto con la militancia. Entre todos esos bichos raros que caían a la casa de Conesa, no recuerdo que hubiera militantes políticos. Era directamente incompatible. El tipo que era militante veía en nosotros gente inútil que iba detrás de unos ideales totalmente utópicos, y a pesar de que de repente escuchábamos a Daniel Viglietti o algo parecido, como una sola que estaba ahí. Lo respetábamos.
Pero el militante veía en nosotros la capacidad de entrar en el público. Entonces, si un tema como “La marcha de la bronca” había entrado y producido tamaña adhesión, querían que trabajáramos para su proyecto. Que hiciéramos canciones con sus contenidos. Varias veces nos lo propusieron. Pero había una imposibilidad de aunar criterios. Y eso que no había tanta violencia todavía, aunque estaba latente.
—¿En El Bolsón replicaron la experiencia comunitaria?
—Era menos organizado pero había comunidades. Cuando llegué por primera allí, ya había una comunidad. Eran un pequeño grupo pero era una verdadera: vivían en un par de ranchos, con los hijos, los pelos por acá… Para nosotros fue: “Puta, esto es lo que veníamos a buscar”. Ellos duraron un tiempo, después se disgregaron, llegaron otros… Hubo varias versiones e intentos comunitarios en El Bolsón. Y uno fue el nuestro.
—¿Qué rescatás de esa experiencia, que hayas podido aplicar después?
—La subsistencia en el medio natural: nosotros llegamos en verano, que era lo más fácil, pero después llegaron los inviernos y vimos lo duro que era. Por ejemplo, en verano tener leña para encender el fuego no es un problema; en invierno hay que haberla acopiado. Fue el aprendizaje de cómo vivir en ese medio natural, cómo intentar vivir de la tierra, algunos animales; darse cuenta de que tenés que seguir una disciplina, para quedarte ahí.
Hubo gente que lo hizo. Una hermana mía (María José) se quedó con su pareja y crió a sus hijos. Pero había que tener ese grado de seguridad de que era eso lo que querías: renunciar a la ciudad y quedarte ahí. Un acto de gran valentía que poca gente podía asumir, aunque fueron unos cuantos. Algunos músicos, también. Alejandro Marassi, por ejemplo, que es un bajista que ahora toca en París, se quedó allí durante décadas.
—¿Era posible quedarse viviendo de la música?
—Subsistir de la música allá era imposible. Años después hubo músicos que lo hicieron, como Diego Rapoport y otros. Pero para un músico no era el ámbito ideal.
La vigencia de temas universales
—¿Todas las canciones de Conesa siguen vigentes o sentís que alguna perdió actualidad?
—Ahora tuve que manuscribir todas las letras y me di cuenta de muchas cosas que había escrito, pero lo que me pareció paradójico es que son tristemente aplicables a lo que nos está pasando hoy. Más que si me dijeras hace 10 años. “Padre Francisco” tiene una vigencia tremenda; al mismo tiempo se hace mucho más utópica la participación que tenía la Iglesia en ese tiempo, a través del Movimiento de sacerdotes del Tercer Mundo, que ya no existe más.
La letra de ese tema parece increíble, como la de “Apremios ilegales”. La gente piensa que no hay tortura. ¡Minga que no hay tortura! Si uno se informa realmente, hay comisarías en el interior donde se tortura al mismo nivel al que se hacía cuando escribí esa canción. Tantos años, para que no se puedan resolver esos temas y pasemos a otro estadio de cosas.
Al mismo tiempo hay otras como las dos de Durietz, “Catalina Bahía” o “El Bolsón…”, que son canciones de un lirismo que está siempre vigente. Pero no solo me pasa con las de Conesa. Apóstoles, que es un álbum que vino después y ahora se va a relanzar, también tiene canciones que fueron escritas en los 70 pero parecen hechas hoy. Cuando las canto en España, me dicen que “eso tiene ‘furiosa actualidad’”. ¡Jaja!
Creo que hay un punto en el que las sociedades no cambian. Están siempre dando vueltas alrededor de los mismos problemas, sin resolverlos. Y las canciones a veces son testimonios de lo que no están resolviendo. La cuestión del autoritarismo, la violencia del poder…
—¿Te pasó alguna vez sentir que no querías cantar determinadas canciones o renegaras de ellas?
—Renegar del material no, sino de la actitud de tener que ir a buscar el material que uno hizo 10 años antes para que te den bola. Tal vez es una cosa ufana, de orgullo personal de decir: “Yo no necesito valerme de mis viejas canciones. Puedo componer nuevas”. Es una forma de jugarse por algo que a veces funciona y a veces no.
Pero no es una manera de desvalorizar lo anterior. Es no querer bloquearme la posibilidad de hacer algo nuevo quedando encerrado en un material de 10 ó 30 años atrás, es una cosa razonable que le pasa a muchos.
—Escuchando los Cuentos cantados, uno puede concluir que hay una de las cuestiones principales que siguen ahí es la libertad.
—Claro. La libertad exterior o interior. Básicamente la que es más difícil de lograr es la interna, la de cada uno. Pero, obviamente, está relacionada con la exterior. Si aceptamos vivir como cautivos de una situación que nos agobia, es poco probable que encontremos la libertad interna. Siempre es una cuestión, la de la libertad.
La canción es la misma
—¿Cómo sentís que conecta Conesa con Cuentos cantados?
—Simple: me acuerdo que en Conesa y en El Bolsón solíamos leer estos cuentos y algunos otros de los acopiadores de material del lejano oriente medio. Algunos se nos han quedado más presentes y otros los fuimos olvidando. Pero los que nos han quedado más, decidí tratar de darles un formato de canción, por la simple razón de que los quiero compartir con la gente a la que le gusta escuchar mis canciones. Pero el puente entre Conesa y los Cuentos... es la vigencia. Si me impresiona la vigencia de canciones que tienen 50 años, imagínate con estos textos, que son del siglo XII o XIII y han resistido siglos de prueba, sin que siquiera sepamos quiénes los escribieron.
Sé que el tema “El elefante en el cuarto oscuro” tiene otras versiones en otros libros, como Los ciegos y la cuestión del elefante, que es lo mismo pero planteado de otra manera; o Seis sabios ciegos y un elefante, de Gurdjieff, El elefante en la oscuridad. En el siglo XIII Mowlana Jalal-el-Din Rumi publicó El elefante en la oscuridad. Están hablando de lo mismo, pero con siglos de diferencia.
—Cuentos cantados es un disco que exige mucha atención. ¿Qué tan difícil es encontrar oyentes que poseen la suficiente sensibilidad para apreciar algo de este tipo en tiempos en lo que todo es tan fugaz?
—Antes leíamos; ahora vemos más tele, más series, nos llevamos más por la imagen, el sonido o la suma de las dos cosas. Entonces, la idea es proponer otra vía y que lo que antes leíamos sea escuchado oralmente. Y si tuviera las herramientas para producir un videoclip con cualquiera de estas canciones, me encantaría, porque son supervisuales.
Pero la intención no es esa, sino realmente que el lector auditor imagine. Porque están escritos con tanta sabiduría que obligan a esa actividad de imaginar.
—Otro de los temas que se mantienen vigentes es el de la diversidad y el miedo de quien es diferente a mostrarse como tal sin temor a ser discriminado. Antes hablabas del aspecto que llevaban en los 70. ¿Nunca te sentiste discriminado al punto de pensar en cambiar la melena por gomina y la guitarra por la oficina?
—No. Era como una bandera. Como llevar un estandarte. Recuerdo una anécdota: yo amaba a Julián Centeya, tenía sus discos recitando… Una vez lo vi por la calle, sentado en un bar. Yo tenía las lanas por acá y barba y me acerqué. “¿Usted es Julián Centeya, ¿no?” “Sí. ¿Qué piensa cuando ve un tipo como yo?” Y me dijo: “Y, uno se va acostumbrando”.
Entonces, era eso. Que a pesar de las diferencias nos habíamos ganado un lugar de respeto. Que podía ser violado en cualquier momento por la policía, pero había un lugar de respeto en la sociedad. El melenudo era el melenudo, se sabía que fumaba marihuana y tocaba rock and roll, y se lo respetaba. Eso de que se fueran acostumbrando nos dio seguridad para seguir con ese modo de vida.
Algo así como pionero en eso de poner el foco en el cuidado del medioambiente, en el ámbito de la música argentina, Miguel Cantilo admite que en ese terreno las cosas cambiaron un poco.
La pelea desigual contra el poder y el delirio de la idolatría
“Hay una fuerza muy poderosa, que yo creo que es la que gobierna el planeta, a la que no le importa un carajo destruir la naturaleza, extraer lo que tenga que extraer de ella. Y en diferentes generaciones van surgiendo quienes nos oponemos. Pero es una oposición tan desnivelada con respecto al poder de destrucción que hay, que la resistencia se va repitiendo cada tanto pero sin lograr un efecto muy positivo”, reflexiona.
Y agrega: “Lo único que puedo reconocer ahora es que voy a una dietética y hay otro tipo de alimentos; no me veo obligado a comer lo que el sistema me impone. Puedo elegir alguna variante. En algunos aspectos se ha hecho un crecimiento, pero es necesario encontrar la libertad para poder no ser aplastado por esa fuerza destructora.”
—Siempre y cuando no sea de la mano de algún mesianismo como el que describe “El día final”. Esa idea de poner la salvación en alguien que promete llevarte a la cima y terminás cayendo en un volcán.
—Es muy sencillo el cuento y muy gracioso. Cómo seguir ciegamente una idea te puede llevar a caer adentro del pozo. Pasa permanentemente. Hay una multitud de sectas, en las que están esos personajes. Un delirio. Pero la necesidad ser conducidos muchas veces se da en las masas.
—¿Tenés un registro de cuántas canciones escribiste en tu vida?
—No, pero tengo un registro de la cantidad de álbumes, que son 30. Inclusive, a veces un cajón, encuentro una carpeta y me encuentro con canciones que recuerdo haber escrito. A veces rescato cosas para actualizarlas, que un poco es lo que pasó con Cuentos cantados.
Ahora estoy trabajando en un proyecto con un argumento al que hace varios años que vengo poniéndole palabras, música, algunas colaboraciones de otros músicos. Como si fuera un cuento de estos, pero transformado en toda una obra con personajes. Tipo ópera, pero en una onda más popular.
—¿Con puesta en escena incluida?
—Eso ya es como que ojalá que alguien le vea el pelo para hacerlo. La cosa está dada, porque son diálogos. Pero ahí tiene que aparecer el tipo que alucine y diga: “Esto es para llevar al escenario.” Una vez lo hicimos con Raffo, con una obra que se llamaba 11 corazones, que era sobre un equipo de fútbol. No pasó nada, pero nos dimos el gustito de llevar personajes al escenario cantando y actuando, con un director de teatro que había hecho el guion.
Es un desafío. A veces es un intento que no llega a nada. Por eso, cuanto más madure el proyecto, más posibilidades hay de que llegue a buen puerto. Los proyectos valen la pena cuando maduran.
Miguel Cantilo presenta Cuentos cantados el martes 4 de octubre a las 20:30, en Bebop Club, Uriarte 1658 (Palermo, CABA). Entradas desde $ 1000, a través de www.bebopclub.com.ar o por boletería, de martes a domingos de 17 a 20.
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