Fui, vi y escribí: Donde nadie te conoce

Estar en tránsito es ingresar a una zona cero que trae preguntas, inquietudes y también reflexiones bestiales. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

"Automat", de Edward Hopper.

“Casi todos creen, dijo alguien, no recuerdo quién, a menos que fuera Mahatma Gandhi, que la felicidad de los tontos consiste en llegar más rápido a un lugar. Debo confesar que me cuento entre esos desdichados. Pero yo llego más allá. Creo que la felicidad consiste en estar en un lugar, sin haber tenido que trasladarse hasta él.” (Salvador Garmendia)

Hola, ahí.

Llevo viajando, pero viajando posta, un poco más de la mitad de mi vida. Mi trabajo me llevó y me lleva a veces lejos, lejísimo, y también en algunas temporadas me hizo subir a los aviones más veces de las que deseaba. Cursé duelos estando de viaje, pasé algunos cumpleaños afuera y dejé de estar presente en momentos importantes de la vida de mis hijos, algo que suelen recordarme a la manera de chistecitos jijijí jajajá, aunque todos sabemos que no les causan gracia ni a ellos ni a mí.

Así y todo, la posibilidad de un viaje siempre me despierta alas, aunque las condiciones en las que se viaja -embrutecidas luego de los atentados del 11-S y, más tarde, por la pandemia-, pueden ahora hacer desistir a cualquiera.

Lo que me apasiona, como a todos, es llegar a destino, conocer nuevos lugares o revisitar otros que, a su manera, también son como estar casa, o bien porque los conocés mucho, o porque tenés familia allí o porque soñaste tanto con ellos que, de alguna manera, ya forman parte de vos. Y aclaro lo del gusto por llegar a destino porque lo más traumático hoy -cuando sos terrorista o narcotraficante o inmigrante ilegal o enfermo de Covid hasta que demuestres con mucho esfuerzo lo contrario-, es estar en tránsito. Al menos hasta que resolviste el check in, el temita equipaje, el escáner insufrible y cuando pasaste Migraciones. Recién ahí hay algo bastante parecido al alivio y, en muchas oportunidades, a la libertad.

Al menos para mí.

Marc Augé acuñó el concepto de los “no lugares”, espacios de tránsito anónimos de la modernidad cuya identidad está dada por los sujetos que los habitan momentáneamente

Un aeropuerto para vos

Días atrás leí Parir/Partir, un libro de la ensayista, docente e investigadora Ana Longoni publicado por la editorial Tren en movimiento. A Ana se la conoce mucho por su trabajo sobre el cruce entre arte y política en la Argentina y América Latina desde mediados del siglo pasado hasta el presente y hasta hace muy poco fue además la responsable de las actividades públicas del Museo Reina Sofía de Madrid.

Parir/Partir es un libro que reúne textos aparecidos en diversas publicaciones durante los últimos años. Varios abordan desde diferentes ángulos el tema de la pandemia y sus complicaciones en primera persona, la soledad más absoluta en cuarentena en una ciudad que no es la propia y también el mundo de ciencia ficción que atravesamos -y aún no terminó del todo- durante el confinamiento estricto en la primera ola del virus.

El libro tiene momentos conmovedores, algunos en tono elegíaco y ligados a la enfermedad y a la muerte. Sin embargo, el texto que más me sacudió -y diría incluso que es el que me persuadió para escribir este envío- se llama “Un pliegue” y cuenta un episodio demencial que narra un operativo especial que diseñó la narradora para reunirse con su amante en el aeropuerto de Barajas, durante el pico de la pandemia luego de haber fracasado dos veces en el intento de reencontrarse.

"Parir/Partir", el libro de Ana Longoni.

Su amante viene de Londres, está por ser repatriado o repatriada (Longoni no usa la e ni la x sino el signo +) a Buenos Aires, y se encuentra en la Terminal 4, en tránsito, esperando los papeles que le permitirán viajar. Para poder estar en el aeropuerto del lado de los viajeros, la narradora compró un pasaje a Palma de Mallorca para unas horas más tarde y, exhibiendo su cargo como funcionaria del museo, lleva con ella un supuesto sobre con papeles importantes que debe entregarle al viajero/viajera. Ese es el argumento que expone a la policía aeroportuaria disimulando el temblor y la ansiedad.

Todos los que viajamos sabemos que cualquier trámite que debamos afrontar a partir de pisar un aeropuerto dependerá del humor, la bonhomía o la mala voluntad del empleado o fuerza de seguridad que nos toque en suerte. También sabemos cuánto flaquea o cuánto se fortalece nuestra confianza en la humanidad cada vez que pasamos por esas pruebas.

En la historia hay clandestinidad, trampa, deseo. Hay amor y angustia en este relato, que tiene la tensión de la aventura -cuando se ven a través de los vidrios, por ejemplo- y el latido de la desesperación por ese encuentro que debe producirse allí donde casi no hay gente, donde sigue habiendo riesgo de contagio y, también, donde nadie conoce a los amantes.

Collage de Ana Porrúa para la contratapa del libro de Ana Longoni publicado por la editorial Tren en Movimiento.

“Nos acomodamos sobre el suelo frío y te propuse hacerte unos masajes: la espalda, los brazos, las manos, el cuello, el cuero cabelludo, los pies. (...) Me tocó el turno de masajes a mí y te conté la historia de cada una de las cicatrices de mi pierna izquierda, las evidentes y las invisibles.Y hubo tiempo para proponerte acomodar tu cabeza en mi regazo y acariciarte el pelo, las cejas espesas, el borde de los labios finitos, las pecas.”

La escena podría ser una más de las que pueblan esos espacios de tránsito. Algunas parejas consiguen resguardarse del entorno, aislarse en medio de un aeropuerto, mirarse a los ojos y no pensar que son objeto de curiosidad, ofensa, envidia. Esta es una.

”Ranchear con vos en la frontera de un aeropuerto semi clausurado: nuestro mejor no lugar en el mundo”, celebra la narradora.

La “maletita” de Leila

El escritor Eduardo Halfon es guatemalteco, creció en Estados Unidos, vivió en Francia y ahora vive en Berlín. Viajar entre países y viajar a sus orígenes forma parte de su proyecto de vida y también de su proyecto literario. Le pregunté qué era para él estar en tránsito, y esto me respondió.

”Te diría que mi vida entera es una especie de tránsito, algo que de hecho se evidencia en Un hijo cualquiera, mi nuevo libro. Mis historias van brincando de ciudad en ciudad, orgánicamente, al igual que mi vida. Es que yo vivo en tránsito y ahí escribo, en ese espacio borroso, indefinido, sin límites ni fronteras de cualquier tipo”.

Leila Guerriero es periodista y escritora, eso lo sabemos todos. No sé si todos saben que es además una gran viajera por trabajo, lo que la hace circular por aeropuertos y ciudades ajenas varias veces al año. Cuando le pregunto si recuerda algún momento en especial, me cuenta de la vez que en Kuala Lumpur estuvieron con su pareja horas y horas esperando un vuelo en conexión y lo hicieron junto con un hombre sirio que llevaba ya un buen rato descansando en un rincón tranquilo del aeropuerto. La memoria de Lelia vuelve en su relato a ese campamento improvisado a miles de kilómetros en el que, mientras se esmeraban en un inglés chapurreado, comían dátiles y pistachos que les convidaba el amable compañero de espera.

Tom Hanks en una imagen de la película "La Terminal", de Steven Spielberg.

Dice Leila que hay algo de los aeropuertos que le gusta mucho. Como es muy introvertida, prefiere no encontrarse con nadie y aprovecha ese tiempo y espacio entre paréntesis para concentrarse en la lectura:

”Quizás porque pasé y paso mucho tiempo ahí, no tengo una mala relación, me gustan los aeropuertos. Como viajo siempre con muy poco equipaje, siento que hay algo en esa situación que es como ‘esta persona, con todo lo que tiene en este momento en el mundo, en esa maletita’ que me da cierta una mezcla de prescindencia y prestancia. Hay aeropuertos odiosos como el de Miami; odiosos en el sentido de que veo mucho maltrato de parte de la gente de Migraciones y del control de seguridad con algunas personas simplemente por el aspecto, pero llegar a Barajas, por ejemplo, o estar ahí me produce muchísima felicidad. Supongo que los veo como ciudades a las que vuelvo -termino viajando entre las mismas ciudades, Bogotá, Santiago de Chile, Ciudad de México, Madrid o Barcelona- y a esta altura es como llegar a un lugar que reconozco, entonces a veces me siento como Tom Hanks en La terminal: ya sé donde puedo comprar agua, cuál es el mejor lugar para descansar un ratito antes de subir a un avión, dónde queda el bar éste o aquel. Supongo que es una familiaridad que me he ido armando y que me ayuda a no sentirme tan abismada cuando viajo”.

Otras vidas posibles para mí

La agenda intensa de viajes de mi vida se armó casi al mismo tiempo que el antropólogo francés Marc Augé adquiría fama hablando de shoppings y aeropuertos como ejemplos de lo que llamó los “no lugares”, espacios de tránsito anónimos de la modernidad cuya identidad está dada por los sujetos que los habitan momentáneamente. Fue para entonces, en plenos 90, que ingresé en la rutina de armar, desarmar, cargar y perder valijas y de tener relojes (ahora celulares) con dos horas diferentes. Me resigné a perder medias en los hoteles y anteojos y libros en los aviones. Y me armé de rutinas inviolables, como la de traer siempre en el vuelo al menos un regalo para cada uno de mis hijos por si la valija no volvía conmigo.

"Los aeropuertos carecen de carácter definido, cumplen funciones provisionales, huelen de modo artificial, aceleran los nervios y las pisadas", escribió Juan Villoro en una crónica. (Getty images)

Siempre rodeada de familia -creo haberte contado ya que fui madre muy joven-, los viajes son también el espacio de mayor soledad posible para alguien como yo. Y esa soledad que nace en el mismo momento en que entrás a esa zona cero en la que perdés tu identidad porque nadie te conoce trae preguntas, inquietudes y también reflexiones bestiales, más allá de la culpa, Es así como imaginé más de una vez cómo sería no regresar, “desaparecer” para siempre de mi yo cotidiano y convertirme en otra persona, con nueva identidad, en otro país. No parecía algo complejo, siempre existieron relatos de personas que un día, inesperadamente, se fueron sin dejar rastros. La literatura está llena de historias así.

Voy a ser sincera: cuando eran chicos, me angustiaba mucho imaginar a mis hijos comenzando a vivir sin mí, pero al mismo tiempo me despertaba tremenda curiosidad dibujarme esa nueva vida, alejada de la realidad conocida. Es algo que aún me ocurre, sobre todo cuando viajo: suelo ver en mujeres de mi edad otras vidas posibles y me pregunto si sus destinos me habrían hecho más feliz.

"Chair Car", de Edward Hopper.

Cómo saberlo.

Hace unos años, de viaje rumbo a Asia, me tocó parar varias horas en una escala en Dubai, sin salir del aeropuerto. También, como ahora, escribía una columna semanal y aproveché para concentrarme durante ese tiempo/no tiempo, en ese espacio/no espacio, rodeada de gente/no gente. Entonces lo conté así:

”No conozco a nadie, nadie me conoce, estoy definitivamente perdida entre las lenguas de otros. Hace largo rato que cuando levanto la cabeza veo rostros que me son ajenos y que posiblemente no vuelva a ver. Mientras espero el vuelo, leo, escribo y también imagino historias de vida de las personas, las parejas y las familias que tengo cerca. Estos son un matrimonio de muchos años; estos son ‘trampa’, estos están de luna de miel. El chico es hijo de ella pero no de él; esa no es la madre de la chica, es la suegra y es la que les está pagando el viaje; esos dos son compañeros de trabajo, ese es un médico y va a un congreso, aquella es una funcionaria internacional…y así puedo estar horas, escuchando diferentes idiomas como si se tratara de un festival de estaciones de radio encendidas al mismo tiempo, y otorgando sentido a esos sonidos que no me dicen nada. No deja de ser curioso que, en su neutralidad, tantas voces y palabras indescifrables puedan finalmente ser lo más parecido al silencio.”

Siempre sabemos cuándo nos vamos

Viajo siempre con cosas de más, pese a tanta experiencia viajera. No consigo preparar lo justo y necesario, me sobra siempre de todo, dudo febrilmente, cargo de sobra y siempre antes de irme de casa libero la valija, pero así y todo, sé que hay ropa de más, libros de más, calzado de más. Estábamos en Gdansk en 2009 cuando mientras caminábamos le pregunté a mi amiga Lily G., israelí nacida en Polonia, exiliada de la ola antisemita del comunismo a fines de los 60, por esa costumbre de moverme por la vida así, cargada como un ekeko. Mi pregunta arrancó retórica, casi una manera de hablarme a mí misma en voz alta.

Supongamos que en mi inglés precario pero servicial le dije algo así como “¿Por qué siempre llevo tanto peso? ¿Por qué será que siempre ando por la vida cargando cosas que seguramente no usaré?”. La respuesta fue tan reveladora que se convirtió en una frase clave para mí.

-Porque los judíos siempre sabemos cuándo nos vamos pero nunca cuándo vamos a volver.

Eso me dijo Lily, eso me repito desde entonces, aunque seguramente lo supe siempre.

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"The Travelling Companions", de Augustus Leopold Egg.

*En diciembre de 2004 estuve unas diez horas esperando que amainara una tormenta para volar de Kiev a Donetsk. No lo conseguí pero escribí una de las crónicas más lindas que recuerdo. Ya no me quedaba qué leer y me puse a mirar alrededor. Y en cuando volví al hotel, agotada y decepcionada, la escribí de un tirón.

*Otra vez me perdí un vuelo de Oslo a Helsinki porque estaba chateando muy entusiasmada con mi hija. Me había equivocado de puerta y por eso nunca escuché el llamado. Había llegado unas tres horas antes.

*El aeropuerto más insólito en el que estuve se llama Fort Myers, queda en la Florida y llegué ahí buscando acercarme lo más posible a Mississippi y Nueva Orleans, a horas del huracán Katrina.

*Poco después de la salida de Sánchez de Losada del gobierno en Bolivia, en medio de las protestas y las manifestaciones que culminarían con la llegada de Evo Morales al poder, bajamos con otros periodistas a pie desde el aeropuerto de El Alto (4.150 metros de altura) a La Paz (3.600 metros de altura). Unos chicos nos ofrecieron bajar las valijas por unas monedas.

*La única vez que perdí una valija fue cuando -a fuerza de correr desesperadamente- conseguí subirme a un avión en Barajas rumbo a Bologna. Mi vuelo desde Buenos Aires había llegado con retraso y sobre el horario de la conexión. Yo conseguí llegar a horario a mi destino, pero mi ropa y mis pertenencias, no.

*En una época viajaba seguido vía Lima. Como si fuera una nena, pasaba disimuladamente por todos los puestos de chocolate Britt que hay en el aeropuerto Jorge Chávez y me llenaba las manos de almendras, pasas de uva, granos de café y otras exquisiteces cubiertas con chocolate negro o blanco. Hace rato que no voy y extraño.

*Una noche me detuvieron en el aeropuerto de Santiago por llevar una manzana en mi cartera sin declarar. Me la había dado una azafata cuando le pedí algo para calmar el hambre porque no había catering por un paro. En lugar de comerla en el avión, me la llevé para comerla en el hotel. El funcionario chileno disfrutó bastante la hora y media que me retuvo en su oficina mientras me advertía que iba a tener que cobrarme 250 dólares de multa por mi falta gravísima. No me la cobró.

(Tengo varias historias más, me las guardo para otras ediciones)

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“Compartment C Car 293″ (1938), de Edward Hopper

Luego del newsletter pasado, muchos lectores me escribieron para opinar sobre las nuevas reglas del trabajo; otros, como Lucía, sumaron a la problemática la presión del whatsapp para quienes trabajamos y otros contaron algunos de sus oficios más entrañables o curiosos como Sonia, que aún recuerda sus días en una agencia de Prode o Mirta, que adora coser vestidos de novia. En su mail, el talentoso escritor e ilustrador Istvansch recordó el tiempo en el que trabajó como “proveedor de palabras” para revistas de sopas de letras y crucigramas que dirigía otro gran nombre de la literatura infantil, Eduardo Abel Giménez.

Luego del envío del martes (acordate que si te suscribís, este texto te llega 48 horas antes de ser publicado a tu casilla), María Belén Etchenique, editora en Infobae, me recordó este inicio de “Arenas del Japón”, una crónica de Juan Villoro aparecida originalmente en la revista Letras Libres, sobre nuestro tema del día.

“Los aeropuertos carecen de carácter definido, cumplen funciones provisionales, huelen de modo artificial, aceleran los nervios y las pisadas. Estos defectos son sus virtudes. Sólo bajo esas bóvedas de cristal y aluminio resulta placentero que exista una arquitectura de ninguna parte.

La simbología de una terminal aérea es neutra, compresible de un modo genérico. Una gramática para nómadas, sin adverbios ni adjetivos. ¿Es posible vivir ahí como un paria de la globalización, alguien ubicable y al mismo tiempo deslocalizado?”

Si te dan ganas de escribir, contame alguna anécdota diferente o extraordinaria que te haya sucedido en tránsito o, simplemente, hablame de cómo te sentís cuando estás de viaje. Te recuerdo mi mail: hpomeraniec@infobae.com.

El fragmento del inicio de este newsletter es del gran escritor venezolano Salvador Garmendia (1928-2001) y se encuentra en un libro pequeño y original que se llama Tan desnudas como casuales (Anotaciones al margen de otras historias), publicado por Los cuadernos del destierro. Al igual que Garmendia, muchas veces me gustaría “estar en otro lugar sin tener que trasladarme a él”.

Hasta la próxima.

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