La frase se usa, la mayor parte de las veces, de modo gratuito. “Hay un antes y después de…” sirve para hablar de cualquier cosa, en cualquier rubro. En el campo del cine también. Pero con Jean-Luc Godard ese cliché tiene un sentido real, ya que define exactamente lo que marcó la aparición de este iconoclasta, huraño, extravagante y radical cineasta suizo-francés en el mundo del cine, especialmente a partir de su opera prima como realizador, Sin aliento (1960). Los recursos formales introducidos en esa película, dentro del cine comercial, son parte de la currícula de cualquier escuela de cine –desde los cortes sobre el eje hasta los movimientos poco convencionales de la cámara pasando por la manera de filmar en las calles y las constantes referencias a otras películas–, pero Godard no se quedó a regurgitar sus logros a lo largo de su vida sino que, tomando esas invenciones como punto de partida, construyó una carrera en la que fue cada vez más lejos, al punto de llegar al borde de la abstracción.
La carrera de Godard (o JLG, como muchos lo llamaron) había empezado, como la de muchos otros colegas de la Nouvelle Vague francesa, en el campo de la crítica de cine. Fue en la revista Cahiers du Cinéma en la que se dio a conocer junto a colegas como François Truffaut, Eric Rohmer, Jacques Rivette y Claude Chabrol, entre otros críticos que pasaron al cine revolucionando la época. Entre los muchos aportes que esa revista haría, uno de los más importantes fue la revalorización del cine de estudios de Hollywood a partir del seguimiento de las carreras de algunos de sus directores, dando así comienzo a la hoy muy malentendida “Teoría del autor”. Y si bien, luego, la carrera de Godard parecería haber ido casi en oposición al cine de los estudios, su punto de partida y su universo de referencia inicial fue la cinefilia clásica, consumida durante su adolescencia y juventud en la Cinemateca Francesa.
Ese amor por el cine, expresado de la manera más personal y caótica imaginable, fue apareciendo en sus primeros largos. “Las películas tienen un comienzo, un desarrollo y un final, pero no necesariamente en ese orden”, fue una de las tantas frases que JLG hizo famosas a lo largo de su vida, expresadas tanto dentro de las películas como en textos escritos o entrevistas. La expresión explica su manera de encarar el cine entonces, que consistía en tomar las influencias del pasado y hacerlas propias, mezclarlas hasta tornarlas irreconocibles. Todo eso está en Sin aliento y continúa, en mayor o menor medida, en la etapa más popular y conocida del realizador, la que lo transformó en la cara visible del recambio generacional que traían los años ‘60 en el campo de la cultura y que se extendió hasta 1966/1967.
El Godard de los primeros ‘60 fue un inspirador, alguien que le permitió entender a miles de jóvenes amantes del cine que ellos también podían salir a filmar una película, que no había necesariamente que aprender una serie de reglas para hacerlo, armar equipos profesionales, contar con mucho dinero o conocer “gente importante”. Lo importante era amar al cine, tener ideas, algo para contar y cierto talento. Muchos, obviamente, no llegaron a mucho con eso, pero pocos cineastas lograron transmitir la sensación de que uno podía hacer una película a modo de diario de su vida, de sus pasiones, sus ideas y sus películas favoritas. Todo parecía posible en el cine tras la aparición de Godard.
Si se piensa en la cultura pop de esa época es imposible que las imágenes de Godard no se cuelen en esa memoria histórica. Películas como El desprecio, Pierrot el loco, Alphaville, Una mujer casada, Vivir su vida, Una mujer es una mujer, Masculino femenino, Dos o tres cosas que yo sé de ella –de la docena que hizo en tan solo siete años– fueron acrecentando esa imagen de ser el hombre que mejor leía, entendía y representaba cinematográficamente su época. Los rostros de Jean-Paul Belmondo, Anna Karina, Jean Seberg o hasta Brigitte Bardot pueden haber aparecido en cientos de películas pero pocos los filmaron como lo hizo él. Sesenta años después las más icónicas imágenes de todos estos actores fueron capturadas por la cámara de Godard y su habitual director de fotografía Raoul Coutard.
Ya en esa época el cine de Godard se fue politizando, volviendo más crítico con la industria y acrecentando sus innovaciones formales de manera constante. Pero el gran cambio en su vida y en su carrera se daría a partir de 1967 cuando, más radicalizado desde lo político, empieza a alejarse del cine comercial, de los modos de distribución tradicionales y hasta de los grandes festivales. Su famoso quiebre con Cannes se da precisamente en mayo de 1968 cuando, en medio de las demostraciones y enfrentamientos que se vivían en Francia en ese entonces, logró junto a sus colegas parar la edición del festival en solidaridad con las luchas políticas que se estaban dando en las calles. Y para ser, además, parte de ellas con su presencia y su cámara.
Como parte del Grupo Dziga Vertov (nombre puesto en homenaje al radical documentalista ruso), JLG comenzó a realizar documentales políticos radicales en trabajos grupales que compartió con colegas como Jean-Pierre Gorin, entre otros. Más allá de su abortado proyecto de filmar un documental con los Rolling Stones (se estrenó como Sympathy for the Devil, en 1968, pero no era el corte del director), sus films de la época como Le vent d’Est, Vladimir & Rosa o posteriores como Tout Va Bien se exhibieron fuera de los circuitos comerciales clásicos, alejando al realizador de ese lugar que se había ganado una década atrás y haciéndolo ingresar a otro, identificado con los movimientos políticos de izquierda de la época.
De allí en adelante, Godard se embarcó en distintos proyectos y etapas en las que la radicalización formal empezó a tener prioridad sobre la política, si bien este fue un tema que jamás dejó de lado, corriendo su atención hacia distintos conflictos internacionales, en especial los ligados al mundo árabe. JLG empezó de a poco a acercarse a un universo más cercano al videoarte, experimentando de modos novedosos con las imágenes, las estructuras del relato y los tiempos narrativos, construyendo ensayos audiovisuales que fueron cambiando y modificándose con el correr de los años y las modificaciones en las tecnologías.
Instalado en Suiza, tuvo esporádicos regresos a un cine un tanto más comercial, con ejercicios tales como Carmen, pasión y muerte (1983), la controvertida Yo te saludo María (1984) o Nouvelle Vague (1990), pero ya no logró capturar el zeitgeist de esa época como lo había hecho dos décadas atrás. El fracaso de su breve paso por los márgenes de Hollywood (con su particular King Lear, protagonizada por Molly Ringwald, Norman Mailer y Woody Allen) lo hizo abandonar del todo su coqueteo con la industria. En ese sentido, su proyecto más ambicioso y el que más repercusión tuvo desde su etapa inicial fue Histoire(s) du Cinéma, un complejo ensayo audiovisual que le ocupó una década entera (1988-1998) y en el que recorre y analiza la historia del cine de una manera que solo puede definirse como idiosincrática y muy pero muy personal.
Sus trabajos en las últimas décadas se volvieron más pausados –también en relación a su edad–, pero no por eso menos radicales. Las posibilidades del video digital le permitieron abrir puertas a un mayor grado aún de experimentación formal, algo que es más que evidente en ensayos visuales como Elogio del amor, Notre musique, Filme socialisme, Adiós al lenguaje y El libro de la imagen, realizados en este siglo. Y sus apariciones y conferencias –muy ocasionales– se convirtieron también en eventos para sus fans en las redes sociales, que esperaban y analizaban sus palabras como las de una suerte de oráculo del cine que bajaba a decir sus encriptadas verdades.
A lo largo de su vida y carrera, Godard cosechó también bastantes detractores fastidiados con el tipo de cine que hacía y se enemistó con muchos colegas. Algunos de ellos por cuestiones personales (de todos ellos, el caso más famoso fue el de Truffaut) y otros por diferencias cinematográficas, como sucedió con Steven Spielberg, cuya Lista de Schindler se convirtió en objeto de sus más filosos dardos. Lo mismo hacía con las instituciones (la Academia de Hollywood le dio un premio a su carrera y no fue) y buena parte del mundo cultural y político francés.
Pero, lo admitan o no, muchísimos cineastas contemporáneos son hijos del cine de Godard, pudieron construir sus carreras a partir de las bases sentadas por el realizador desde los años ‘60, empezando por Quentin Tarantino, que fundó una productora cuyo nombre, A Band Apart, era un homenaje a la película casi homónima que JLG dirigió en 1964. Es que el cine del suizo abrió las puertas a generaciones de cineastas que intentaron crear sus versiones personales de los géneros clásicos, poniendo en ellos su impronta y, fundamentalmente, su enorme y acumulada cinefilia.
Muchos, quizás, malentendieron las ideas de Godard y se dedicaron a crear copias de copias (el modernismo de JLG en algún momento se convirtió en una versión mucho más vacía y posmoderna de la cultura de las citas), pero su influencia se sigue sintiendo en todas partes, desde el cineasta más radical que sale a la calle con su cámara sin saber siquiera usarla hasta los “multiuniversos” de Marvel y compañía, que juegan con la metatextualidad a niveles inimaginables, décadas atrás, en producciones mainstream. Puede sonar paradójico y quizás lo sea, pero de algún modo tiene sentido: hasta los que odian a Godard tienen incorporadas sus rupturas a las tradiciones.
“¿Cuál es su mayor ambición en la vida?”, le pregunta Patricia, la reportera que interpreta Seberg, a un escritor encarnado por Jean-Pierre Melville en una escena clave de Sin aliento. “Convertirme en inmortal y después morir”, contesta. Y eso, seis décadas después, es exactamente lo que logró Jean-Luc Godard.
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