En 2018, Javier Marías recibió a Infobae Cultura en su casa de Madrid, en el marco de la salida de la novela Berta Isla. Por entonces, Marías más de veinte libros publicados y era el autor de clásicos como Mañana en la batalla piensa en mí y Negra espalda del tiempo, y con este nuevo título, en el que a través de una falsa conspiración de espías se ocupaba de una de sus insistencias —u obsesiones— como el concepto de identidad: qué nos hace ser quién somos, cómo se determina la identidad personal, quién es el Hyde que se oculta bajo el disfraz de Jekyll con el que nos movemos.
Los libros de Marías han formado el gusto literario de infinitos lectores en todo el planeta. “Yo siempre digo”, decía, sin embargo, aquella tarde, “que casi ningún escritor es indispensable para la historia y el devenir del mundo”. Fue una charla de una hora en la que Marías, con una profundidad generosa, desarrolló ideas literarias, sociales y políticas; España estaba conmocionada por los movimientos feministas y, sobre todo, por el movimiento independentista catalán.
A pocas horas de conocerse la triste noticia de su muerte, recuperamos aquella entrevista que sigue teniendo una actualidad apabullante:
La casa de Javier Marías queda sobre la Plaza de la Villa, una de las zonas más turísticas de Madrid —cerca del Mercado y la Plaza Mayor—, donde miles de personas pasan cada día sin saber que desde el cuarto piso los mira el autor de El hombre sentimental y El monarca del tiempo, entre tantos otros grandes éxitos, al que probablemente muchos de ellos han leído y fantasean con cruzárselo en la calle. Marías casi no da entrevistas y menos aún en su casa, un raro privilegio que concede a Infobae Cultura, según refiere Juliana, la portera, una mujer de edad incierta, mezcla de anciana venerable y perro guardián. Se llega hasta el departamento por un mínimo ascensor en el que apenas caben dos personas. Juliana golpea la puerta y toca el timbre con insistencia: “Don Javier, aquí hay un periodista de Buenos Aires que dice que tiene cita con usted”, le grita.
Lo primero que se ve es un pasillo cubierto de una enorme cantidad de libros apilados sobre una pared. Son todos los libros de Marías en diferentes lenguas que le envían las editoriales donde publica. “Si quiere llevarse uno me haría un gran favor”, dice a modo de saludo. El living, donde se hace la entrevista, es un ambiente amplio y luminoso, tapizado de libros y fotos. Las ventanas cerradas con doble vidrio impiden que entre el frío —afuera la temperatura debe rondar los dos o tres grados— y el ruido. En rigor, el ruido no entra ni sale: Marías todavía escribe a máquina, como cuando comenzó a hacerlo hace más de 45 años, cuando publicó Los dominios del Lobo (1971).
El encuentro dura aproximadamente una hora. Durante ese tiempo Marías mira hacia un punto de la pared o por la ventana, prende un cigarrillo tras otro y se olvida de fumarlos, se levanta y vuelve sobre sus pasos. Como si no le respondiera a uno, como si las preguntas fueran apenas disparadores para hablar consigo mismo. Demora las frases, las rumia: es un pensamiento en movimiento. Surge la primera pregunta y dice, entonces: “Casi ningún escritor es indispensable para la historia y el devenir del mundo. Si no hubiera existido Tolstoi no pasaría gran cosa. Si no hubieran existido Dostoievski y Flaubert, tampoco. Hay muy pocos imprescindibles y uno de ellos es Shakespeare. El mundo tal como lo entendemos y lo vivimos sería otro sin la existencia de Shakespeare”.
Shakespeare es una influencia persistente en la obra de Marías, a punto tal que se ha apropiado de algunas frases para titular sus libros: Corazón tan blanco (Macbeth), Mañana en la batalla piensa en mí (Ricardo III), Negra espalda del tiempo (La tempestad).
—Los grandes maestros que uno ha leído en la juventud son un poco disuasorios —dice—. Si uno relee un libro magnífico de Conrad o Flaubert, termina preguntándose "¿Qué diablos hago yo con todas estas hojas? ¿Qué hago yo si ya existe esto?" Shakespeare sería el caso mayor de disuasión para un escritor, pero, como precisamente no se puede competir con él, me provoca el efecto contrario. Es muy fértil, es muy fructífero. Esto sucede porque sigue siendo enigmático. A menudo apunta cosas como si señalara a una bocacalle por la que luego no se mete y yo lo siento como una invitación a adentrarme. La cita que dio pie al título de mi novela Corazón tan blanco es una frase de Lady Macbeth: "My hands are of your color, but I shame to wear a heart so white", "Mis manos son de tu color" —lo dice después de que se las ha manchado con la sangre del rey Duncan ya muerto— "pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco". ¿Qué significa el color blanco de su corazón: inocencia, palidez, acobardamiento? Parece sencillo, pero en realidad es misterioso.
La ficción como reconocimiento
La nueva novela de Marías es Berta Isla (Alfaguara). Escrita como una falsa novela de espías, la historia está situada en la década del 60 y su protagonista, Tomás o Tom Nevinson, es un español que trabaja para los servicios de inteligencia británicos gracias a su gran capacidad para interpretar lenguas, acentos y giros del habla extranjera. La novela, sin embargo, lleva el nombre de la mujer de Tomás, Berta Isla, quien vive la pareja desconfiando de que "su marido sea su marido" y que, paradójicamente, el tiempo que pasa en ese estado de incertidumbre es para ella el más tranquilo y satisfactorio.
Se ha dicho muchas veces que la ficción es una forma de conocimiento y yo creo que es una forma de reconocimiento
Con Berta Isla, Marías vuelve a escribir en tercera persona desde que publicó El hombre sensible, hace más de tres décadas.
—Cuando empecé a escribir —dice— me pregunté si iba a saber cómo hacerlo. Hoy en día hay una tendencia mayor a utilizar la primera persona porque un narrador en tercera presupone saber demasiadas cosas y la realidad es muy fragmentaria, resulta menos verosímil alguien omnisciente que lo sabe todo. Pero la tercera persona existe y se ha utilizado a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX. Normalmente aceptamos la convención de que una voz, que no necesariamente es la del autor sino la de un narrador desconocido, diga qué pensó Madame Bovary o qué pasó en su dormitorio. Y el mundo de los servicios secretos tiene algo de eso. De hecho, ya en un texto de hace veintitantos años comparaba al espía con el novelista. Hay muchas similitudes. Un espía tiene que hacer afirmaciones rotundas guiado por su instinto, tiene que hacer conjeturas, tiene que decidir sobre la marcha sobre cosas de las que no puede tener certeza. Y un novelista, sobre todo un novelista, lo hace así también.
—¿La ficción es un manual de instrucciones, es un espejo, una forma de enseñanza?
—Se ha dicho muchas veces que la ficción es una forma de conocimiento y yo creo que es una forma de reconocimiento. Como lector, las novelas que más me conmueven son aquellas que no se limitan a contar una historia apasionante, si no que tienen fogonazos de reflexión, frases, pensamientos, a veces una escena en la que uno reconoce algo que probablemente ya sabía, pero que no sabía que lo sabía. Es un reconocimiento porque uno es capaz de decir que algo es verdad porque, de alguna manera, ya lo ha experimentado o lo ha vivido. Ese tipo de iluminaciones no suelen aparecer en tratados de filosofía, sino que lo hacen por medio de una representación. La ficción es sumamente importante porque es una de las pocas maneras que tenemos de saber cómo funciona el mundo, cómo es la relación entre las personas y cómo es uno mismo.
—Sin embargo, en sus novelas hay una constante, que es cierta desconfianza por las palabras.
—Cierta no: absoluta. Es uno de los muchos temas que se repiten en mis novelas: la desconfianza de las palabras, la desconfianza de contar. La imposibilidad de saber nunca nada a ciencia cierta, ni siquiera de nosotros mismos. Siempre recuerdo el comienzo de David Copperfield, que es muy exacto, porque dice "Para empezar por el principio, diré que nací (o eso me han dicho y yo lo creo) un viernes…". "O eso me han dicho y yo lo creo" son dos premisas absolutamente fundamentales. Al fin y al cabo, no tenemos la menor idea de nada. En mis novelas hay una fuerte conciencia del tremendo poder y del tremendo peligro de contar algo. La primera frase de Tu rostro mañana es "Ojalá nunca nadie contara nada". En cierto sentido resume una de mis obsesiones. Tengo una postura indecisa —antes que ambigua— sobre si las cosas deben ser recordadas y contadas una y otra vez, o no. Es uno de los temas principales de mi anterior novela, Así empieza lo malo. Por un lado, pienso que es horroroso que no se sepa lo que ocurrió, sobre todo las cosas atroces, que no se sepa del holocausto, y me indigna mucho cuando se intenta tergiversar la actuación de alguien. Pero hay momentos en que pienso que, si nos pasamos la vida contando y volviendo a contar, nunca podremos seguir adelante. Y también estamos añadiendo historias horribles a la siguiente generación. No sé qué es preferible. Es una de esas cuestiones bastante irresolubles, pero de las que soy muy consciente.
—A menudo en sus novelas, la figura de la mujer es problemática, casi evanescente. Pienso, por ejemplo, en Corazón tan blanco y en Mañana en la batalla piensa mí. En Berta Isla, en cambio, que ya desde el título tiene el nombre de la protagonista, la primera persona le pertenece a ella.
—Aquellas son novelas de hace 25 y 23 años respectivamente. Corazón tan blanco comenzaba con un suicidio y Mañana en la batalla… con la muerte de una mujer que estaba a punto de convertirse en la amante del narrador. Por entonces me preguntaban qué tenía contra las mujeres: ¡no tengo nada! Lo que sí creo es que las mujeres suelen llevar en la vida real la peor parte. Y no es que mis novelas sean muy realistas, pero en ese sentido sí lo soy. La primera vez que utilicé una primera persona femenina fue en Los enamoramientos, en el año 2011; antes solo lo había hecho en un cuento breve de 10 páginas. En ese momento alguien me recordó que en una entrevista de The Paris Review había dicho que creía que nunca iba a hacerlo porque me parecía muy forzado y artificial. Efectivamente lo dije y así lo pensaba, pero con esa novela me di cuenta de que, si quería mantener la primera persona, tenía que ser contada por la mujer. Recuerdo que al principio me sentí levemente inseguro e incómodo. ¿Una mujer puede tener el mismo sentido del humor que mis narradores? ¿Puede hacer el mismo tipo de observaciones y bromas? Hasta que me di cuenta de que era una tontería. La narración en una novela, por lo menos en las mías, consiste principalmente en contar, en observar y en reflexionar. Y en eso no somos muy distintos los hombres y las mujeres. Reconozco que, en mis novelas anteriores, las mujeres habían sido personajes fantasmagóricos, deliberadamente desdibujados, pero creo que era porque no me salían mejor.
Feminismo y Cataluña: la realidad polémica
Como la mayoría de los intelectuales, Javier Marías cultiva el género del periodismo. Todos los domingos publica una columna en el diario El País que raramente pasa desapercibida. Son artículos "muy razonados", como dice, pero muy provocativos. Están escritos para desafiar. Marías es un equilibrista de la confrontación y, a veces, parece que va a caerse. Inevitablemente, la actualidad se cuela en la entrevista.
—Ahora hay un tipo de feminista que no es la feminista clásica —dice— y tengo la sospecha de que, a veces, son antifeministas disfrazadas. Todos estamos de acuerdo en que la desigualdad salarial es injustísima, intolerable, que se da en todo el mundo, que las mujeres evidentemente han estado sometidas muchísimo tiempo, pero, también, hace tiempo que en las sociedades occidentales esto ya no es así. O, por lo menos, aparentemente no sucede; no digo que no haya machismo soterrado. Recuerdo un artículo que escribí hace años en el que decía que todavía las mujeres van por las calles con un "suplemento de miedo": un hombre puede tener algo de miedo por la noche según en qué barrio esté, pero las mujeres van con un suplemento añadido de miedo en toda ocasión y eso es horrible e injusto. Ahora bien, hay aspectos que, a través de algo que se presenta como progresista, de izquierda, feminista, son exactamente los mismos que intentó conseguir el franquismo a lo largo de 40 años en España y, en otros lugares, la moral puritana. Se están consiguiendo cosas que la moral católica más reaccionaria no logró imponer. Por ejemplo: a las jugadoras de golf del circuito norteamericano les han prohibido que lleven faldas cortas y que luzcan un poco de escote. Si lo hacen, las multan con 1.000 dólares la primera vez y con 2.000 la siguiente. Un momento: ¿¡se está multando a mujeres por ir vestidas como les da la gana!? Una de las reivindicaciones de las mujeres de toda la vida ha sido vestir como les daba la gana sin que nadie tuviera por qué meterse en eso. Ahora, de pronto, nos encontramos que una falda es demasiado corta y se multa a la mujer que la use. No me vengan con que las razones en esta ocasión son buenas.
Hay una gran división entre los propios catalanes y ha dejado una serie de heridas con el conjunto de España que, lamentablemente, tardarán en curarse.
—¿Cómo se puede plantear un debate sobre el feminismo sin caer en maniqueísmos?
—Hay diferentes tipos de feminismos. Los hombres, en su mayoría, estamos de acuerdo en que la situación de las mujeres ha sido de sometimiento y sojuzgamiento y que ya no puede ser así. Ahora bien, una de las aspiraciones del feminismo clásico y del que la población occidental ha suscrito hace tiempo es que no se viera a las mujeres con paternalismo y que se apreciara lo que hacían por su valor, su mérito y calidad, sin atender si algo estaba hecho por un hombre o una mujer. Ahora hay un tipo de feminismo que, de manera obsesiva, habla del número de mujeres que hacen esto o lo otro, de cuántas están representadas en un festival de cine, de cuántas mujeres han ganado el premio nacional, etc. Si hablan de esto todos los días, yo ya no puedo leer sus textos como si fueran de cualquiera; desde el primer momento estoy viendo que es un texto de mujer. Están yendo contra aquella vieja aspiración del feminismo.
—Quería cerrar la entrevista preguntándole por el proceso de independencia de Cataluña: ¿cómo lo vivió y cómo mira de ahora en adelante a la nación española?
—Desde mi punto de vista es un proceso bastante disparatado, muy injustificado y muy dirigido desde arriba. Por mucho que se diga que hay 2 millones de catalanes deseosos de ser independientes, hace 5 años, como mucho, no alcanzaba a más del 10% de la población. En cierto sentido, ha sido una cosa alentada desde arriba por los políticos catalanes. Sea como sea, los cinco años que llevamos con esto, agudizados en el último, han producido una grandísima fractura y un grandísimo daño, sobre todo en Cataluña. Hay una gran división entre los propios catalanes y ha dejado una serie de heridas con el conjunto de España que, lamentablemente, tardarán en curarse. Si es que se curan. Los independentistas catalanes a andaluces, extremeños, madrileños, nos han llamado franquistas, fascistas, atrasados, analfabetos. Creo que los españoles han demostrado bastante cordura y paciencia y que eso, quizá, haga que las heridas no sean demasiado profundas. Ahora, esos insultos, ese desprecio —hay que tener en cuenta que este es un proceso de ricos, o de gente que cree que es más rica y superior al resto— va a dejar un malestar durante muchos años. Por qué nos desprecian tanto, por qué nos consideran inferiores, qué motivos tienen en realidad. Cataluña es una de las comunidades más ricas, sí, pero más rica es Madrid. Y nos han llamado ladrones. Es verdad que Cataluña, por ser una comunidad rica, aporta al Estado mucho dinero. Y hay un principio de solidaridad sobre el cual está basada toda la Unión Europea en que los socios más ricos aportan a las regiones más pobres, más desfavorecidas. Pero una de las cosas que los independentistas catalanes siempre han procurado callar es que Madrid aporta mucho más que Cataluña y recibe mucho menos. Esa supuesta injusticia se aplicaría a Madrid en mayor grado todavía que a Cataluña. Y en Madrid nadie protesta. En ese proceso de independentismo hay un elemento de señoritismo que lo hace bastante desagradable desde el punto de vista moral.
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