Rebelarse contra lo condicionado y escrito implica poder equivocarse, poder contradecirse y cerciorarse de que todo camino es válido en la medida en que nos exprese, aún el recorrido realizado, si nos asombra y descubre (Minujín, 1961).[i]
Con estas palabras, una muy joven Marta Minujín prologa las páginas del catálogo de su primera exposición individual en la Galería Lirolay, un espacio neurálgico de la vanguardia porteña de los años sesenta. Allí presenta un conjunto de obras informalistas promovidas por las discusiones en el Bar Moderno (donde los artistas locales examinan las nuevas corrientes estéticas), y en particular, por su amistad con Alberto Greco.
El Movimiento Informalista Argentino había nacido dos años antes [ii] y contaba con numerosos adeptos. Sin embargo, la mayoría de sus integrantes solo conocía los trabajos informalistas internacionales a través de noticias y referencias indirectas. De ahí que sus obras no sigan por completo los lineamientos más o menos comunes de esa corriente en el mundo y se orienten muchas veces hacia abstracciones de carácter expresivo o lírico.
Las obras informalistas de Minujín (que no perteneció al Movimiento) carecen de la gestualidad y gravedad propias de los trabajos europeos. En cambio, presentan una materialidad densa, pesada, impenetrable, que paradójicamente –debido a los elementos utilizados en su confección– deriva en superficies frágiles y destructibles. Esta fragilidad les otorga una condición contingente, efímera. Según la investigadora Michaëla de Lacaze Mohrmann, Minujín utilizó su léxico [el del informalismo] de colores terrosos, materiales básicos y empastes hápticos para crear pinturas que pudieran evidenciar los estragos del tiempo y, por lo tanto, transmitir su ethos de que “Nada es estático, la vida es un cambio constante”. De esta manera, su arte informalista adquirió una contingencia radical que activó a los espectadores como sujetos corporales e históricos, abriendo la puerta a la performance y conectando el informalismo con la política local, una rareza para el arte informalista en Argentina y en otras partes del mundo.[iii]
Esa precariedad material se profundiza con la incorporación de cajas de cartón sobre la superficie de las obras, que no solo aumenta su inestabilidad, sino que, además, provoca una expansión hacia el espacio. Minujín las integra utilizando una laca a la piroxilina que las corroe progresivamente. Las cajas son elementos de la vida cotidiana que destruyen, a su vez, la autonomía de la composición plástica. Este juego de vacilaciones y pujas mutuas, que compromete tanto al arte como a la vida, pavimenta el camino hacia los happenings, las acciones y las propuestas participativas que constituirán el foco del trabajo de la artista en los años posteriores.
El abandono final del plano pictórico se efectúa a través de otro elemento que marca la experimentación de estos años (que Minujín transita entre Buenos Aires y París): los colchones. Los primeros poseen el mismo carácter indicial de las cajas: son objetos usados, sucios, cargados de memoria, que muchas veces conservan las huellas de los cuerpos que cobijaron. Con ellos, la artista construye unas estructuras endebles, que se sostienen con dificultad, pero que pueden ser habitadas. Trabajos a medio camino entre la pintura, el objeto, la instalación y la performance. Productos de naturaleza híbrida, inclasificable, que solo son indudables en una cosa: en su declaración del final de la pintura de caballete. Ellos protagonizan el primer happening de Marta Minujín, La destrucción (1963), en el cual la artista los entrega al fuego en un rito de desapego radical.
Ese rito constituye una bisagra en la producción de Minujín, incluso con derivaciones impensadas en ese momento. Porque este mismo año, y aparentemente tras observar una minifalda en la vidriera de un negocio de París, [iv] la artista comienza a pintar colchones de fabricación artesanal con colores saturados y vibrantes. Franjas de rojos, verdes, amarillos, rosas, azules y violetas intensos, muchas veces fluorescentes cubren ahora sus superficies, dejando atrás los cromatismos bajos de sus obras anteriores. Se inicia un período de coqueteo con el pop-art, aunque la adscripción de Marta Minujín a esta corriente es más bien ambigua. [v] Lo que definitivamente no es ambigua es su inmersión en el color, su apuesta a una paleta vinculada a la cotidianidad de los sesenta, a la cultura de masas, al diseño y la publicidad; a un mundo que va dejando detrás la tragedia de las Grandes Guerras para aventurarse en la utopía celebratoria de la sociedad de consumo.
Poder contradecirse
Vuelvo a la pintura después de trece años de haber roto con ella. Un exilio voluntario, en campos de experimentación y descubrimiento en los que sigo militando. Esta vez son imágenes fotográficas mentales, que están colocadas bidimensionalmente en el espacio interior de mi imaginación. Esta primera captura de imágenes eróticas es una demostración de que no dejo de objetar ni me permito interpretar (Minujín, 1973).[vi]
A lo largo de la década de 1960, la producción de Marta Minujín se desarrolla en diferentes frentes. Los colchones multicolores le permiten ganar el prestigioso Premio Nacional del Instituto Torcuato Di Tella, el cual la dota con dinero para producir una obra compleja (El batacazo, 1965), viajar a Nueva York por primera vez y realizar una exposición en esa ciudad. Para entonces, Minujín está obsesionada con los happenings y las performances, las instalaciones y las obras participativas. Al final de la década se adentra en el universo de la tecnología, creando piezas y situaciones sorprendentes.
En paralelo, Minujín mantiene una producción plástica casi oculta. Realiza dibujos con marcadores de colores, collages, diapositivas intervenidas con tintas. Plasma imágenes psicodélicas y alucinaciones inducidas por la experimentación con drogas, en un intento por expandir la conciencia y alcanzar visiones vedadas por una imaginación amaestrada en los límites sociales y la razón. Después de todo, para un artista, la pintura es una forma de pensar con imágenes o a través de ellas, y no hay modo de traducir ese pensamiento plástico a otra disciplina e incluso a las palabras.
En 1973, Minujín retorna de su “exilio voluntario” de la pintura con una serie dedicada al erotismo. Las imágenes, amplios detalles de genitales en tratamientos casi abstractos, presentan una mirada de lo erótico como fetichización del cuerpo más que como dispositivo de producción de placer. Esta mirada se mantiene en otras pinturas de esta época, en las cuales la artista reproduce en la bidimensión lo que llama “imágenes fotográficas mentales”. Para esto utiliza un lenguaje prácticamente abstracto, en una paleta reducida de rosas, violetas, naranjas y rojos, de bajos contrastes y simplicidad de líneas (Congelación a lo largo – autorretrato de espaldas, 1975).
Más tarde, todavía en los setenta, su aproximación a la pintura cambia por completo. En una retrospectiva realizada en Gordon Gallery (1978), exhibe obras figurativas de carácter festivo y con cierto humor. En una de ellas vemos a la artista utilizando un estadio de fútbol como bañera (Mi mundial, 1977, Colección Fundación Federico J. Klemm, Buenos Aires). Obras inmediatamente posteriores mantienen el mismo tono; tal es el caso de Obelisco navegando en el espacio sideral (1980-85), en la cual el Obelisco de Buenos Aires es transformado en una discoteca. Esta pieza es una suerte de continuación imaginaria del Obelisco acostado (1978) que Minujín presentó en la I Bienal Latinoamericana de San Pablo.
En la década de 1980, Marta Minujín explora un medio que nunca había ensayado: la escultura en bronce. Lo hace movida por el interés de revisar el arte clásico a la luz de la visión fragmentada y veloz de la experiencia posmoderna. La estatuaria helénica encarna la armonía y la unidad desterradas de los valores contemporáneos, pero también aparece como una vía para repensar ciertos orígenes. Del corazón de estas reflexiones y del contexto sociopolítico singular en el cual se desenvuelven, surge una de las obras más emblemáticas de Minujín, El Partenón de libros (1983), con la cual la artista celebra la reciente recuperación de la democracia en la Argentina al tiempo que propone una meditación potente sobre la vida civil en libertad.
Laberinto Minujinda (1985) se inaugura dos años después en el Centro Cultural de Buenos Aires, una institución joven que nace al calor del mismo clima democrático. Se trata de una gran instalación-recorrido inspirada en La menesunda (1965), la pieza realizada junto con Ruben Santantonín en el Instituto Torcuato Di Tella que aproximó el arte más experimental a las masas. La versión de los ochenta tiene el mismo carácter masivo. Pero, a diferencia de su antecedente, incluye una sala con un arreglo laberíntico de pinturas vibrantes y arrolladoras, tanto por su cantidad como por sus tamaños, colores y diseños. Su efecto y disposición espacial recuerda a los dispositivos perceptivos del arte óptico. Sin embargo, aquí no se persiguen efectos basados en la organización de la visión (Gestalt) sino más bien un dinamismo sensorial más próximo a la expansión de la conciencia inducida por el viaje lisérgico. Cada una de las pinturas no fue pensada en su individualidad, sino a partir de la complejidad visual que podía aportar al conjunto. No obstante, consideradas por separado, aportan una espontaneidad poco común a la tradición del op-art.
El recorrido que nos asombra y descubre
Creo que a Marta Minujín no se la recordará por una obra mantenida en un museo, sino por su actitud, por sus espectáculos de arte, por la incorporación del show y la alegría a un terreno excesivamente sacralizado intelectualmente (Minujín, 2011).[vii]
Con la llegada del Tercer Milenio, Marta Minujín retoma la elaboración de colchones multicolores. Lo hace “sin tener miedo a que me digan que me repito”, porque a través de ellos “me liberé por completo de la pintura (de caballete) y el relieve”.[viii] En realidad, al no haber sobrevivido prácticamente ninguno de los realizados en los sesenta, solo podemos tener una aproximación a su propuesta plástica a través de los actuales. En estos se hace evidente hasta qué punto la experiencia pictórica queda completamente erradicada, en virtud de una materialidad que potencia el dinamismo formal, la percepción lúdica, y el aquí y ahora del encuentro con la obra.
Los colchones actuales no son reproducciones de los históricos. Los nuevos le hablan al espectador de hoy, reconocen el tiempo acontecido desde la creación de los primigenios, tienen en cuenta que la cromaticidad del mundo contemporáneo no responde a los patrones de la pintura, ni siquiera a los pantones de los medios gráficos, sino a las tonalidades exasperantes de las pantallas tecnológicas.
Utilizando pequeñas tiras de tela pintadas con franjas en esa misma paleta, Minujín comienza a dar vida a un conjunto de obras que bien podrían considerarse “pinturas de caballete”. Pero para la artista hay un dato que es fundamental: las tiras están “colocadas” sobre el soporte componiendo una compleja trama de líneas que se expanden en diferentes direcciones, rechazando toda estabilidad visual. No están pintadas sobre él. De hecho, su superposición produce un espesor apreciable a simple vista que delata el procedimiento de su realización. De todas maneras, no hay un patrón compositivo, sino que su estructura responde al libre albedrío plástico de su creadora.
Estas pinturas hacen gala de una espacialidad all-over, abigarrada, sobre la cual el ojo del observador tiende a perderse. A esto contribuye sus frecuentes grandes dimensiones. Son obras muy laboriosas que la artista aborda con compromiso y dedicación, que insumen una buena parte de su tiempo y vida. Y que no permanecen ajenas a los acontecimientos que la rodean. Hacia 2019, los colores furiosos dan paso a la austeridad de los blancos y los negros, en coincidencia con los estragos causados por la pandemia de SARS-CoV-2.
Colchones y pinturas ocupan a Marta Minujín a diario, mientras planifica exposiciones e intervenciones urbanas en todo el mundo. Ellos son los resultados de un recorrido pródigo en prácticas y producciones que retorna a los orígenes para reactualizar, una y otra vez, una energía inagotable. Hay todavía allí un espejo en el que la artista argentina se reconoce. Un santuario en el que aún se asombra y se descubre.
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[i] Marta Minujín, Texto sin título, Marta Minujín, Galería Lirolay, Buenos Aires, 1961, s/p.
[ii] El Movimiento Informalista Argentino se presentó en sociedad con una exposición en la Galería Van Riel en julio de 1959. Estaba conformado originalmente por Enrique Barilari, Alberto Greco, Kanneth Kemble, Olga López, Fernando Maza, Mario Pucciarelli, Towas y Luis Alberto Wells.
[iii] Michaëla de Lacaze Mohrmann, Born of Informalismo: Marta Minujín and the Nascent Body of Performance, New York, Institute for Studies on Latin American Art, 2022, pp. 2-3.
[iv] Citado en Mohrmann, op. cit.
[v] Marta Minujín tuvo una relación ambivalente con el pop-art. Al principio abrazó esta corriente como una forma de rechazar el “arte serio” institucional: “Nosotros nos autodefiníamos como pop […] arte popular, arte que todo el mundo puede entender, arte feliz, arte divertido, arte cómico. No un arte que es necesario entender, un arte que es necesario gustar […] que hace pop y lo entendés” (citado en John King, El Di Tella y el desarrollo cultural argentino de la década del sesenta, Buenos Aires, Asunto impreso, 2007, p.104), pero pronto comenzó a manifestarse en otro sentido: “Lo que yo hago es lo más anti-pop que pueda haber, yo siempre hago anti-pop; me dirijo a la gente en un diálogo directo” (citado en “Pop: ¿Una nueva manera de vivir?”, Primera Plana, No.191, Buenos Aires, 23 de agosto de 1966, p. 74).
[vi] Marta Minujín, Texto sin título, Marta Minujín. 8 óleos de la serie Erótica, Arte Nuevo, Buenos Aires, 1973, s/p.
[vii] Citado en Marta Minujín, happenings y performances, Ministerio de Cultura, Buenos Aires, 2015, p. 220.
[viii] Ibídem, p. 30.
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* Henrique Faria Fine Art, 35 East 67th Street 4th Floor Nueva York.
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