Hola, ahí.
El hambre entra en el cuerpo por el trabajo.
La sed entra en el cuerpo por el trabajo.
La alegría.
El tiempo.
La obediencia.
La muerte
también.
Solo la vida no entra en el cuerpo por el trabajo.
Anne Carson
Venimos hablando del tema con mis amigas hace rato; tratamos de persuadirnos unas a otras de que seguramente hay una salida, de acompañarnos en la angustia. Buscamos entender y calmarnos pero no es simple. Quienes tenemos cierta edad y trabajamos desde siempre (y cuando digo desde siempre no exagero, te lo voy a contar más abajo) solíamos pensar que en algún momento -estando aún bien físicamente y en condiciones de dedicarnos a hacer lo que nos gusta- a cierta altura podríamos disfrutar de vivir sin trabajar y sin pensar en cómo ganarnos la vida.
Tengo una frase para ilustrar esta ambición: me gustaría vivir antes de morir.
A comienzos de los 2000 miraba con admiración y cierta envidia a los crecientes jubilados europeos que, una vez terminada su vida laboral, se dedicaban puntualmente a viajar por el mundo en zapatillas y con su mochilita colgada en la espalda sin tener que responder a horarios y consignas dictados por otros. Me ilusionaba con un futuro así; me hacía pensar que tal vez entrar en la edad mayor no estaba tan mal si podías darte esos gustos antes de abandonar este mundo.
Pues, no. Ese tiempo que permitía soñar con un buen descanso en el estribo no llegó -si vamos al caso, en Europa se fue terminando a partir del colapso financiero del 2008- y, de este lado del planeta, las sucesivas crisis nos acorralan y no nos permiten salir de la jaula de horarios y tareas pendientes. Me entristece no contar ya con esa ilusión y también me entristece que los más jóvenes -por ejemplo, mis hijos- ni siquiera puedan llegar a tenerla. Me resisto a pensar que en lugar de trabajar para poder vivir mejor, vivir signifique trabajar.
Ahora bien, si es un hecho que no podemos dejar de hacerlo, si -lo que es peor- me gusta y entretiene lo que hago, la gran pregunta -que no consigo responder porque las frases hechas como “ganarse el pan con el sudor de la frente” o que “el trabajo dignifica” ya no colman mi insatisfacción- es: ¿para qué trabajamos? ¿Para preparar nuestro futuro?
¿Qué futuro?
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Vamos de sopapo en sopapo pero cada tanto elegimos creer. Como cuando imaginamos que la tecnología podría evitarnos a los humanos muchos trabajos rutinarios y de riesgo o cuando nos regalamos la esperanza de que el trabajo en casa podría darnos más tiempo para nosotros.
Hoy ya sabemos que nada de eso cumplió nuestras expectativas. Que la tecnologización es, además de fascinante, un formidable modo de desechar personas del sistema y que el home office muchas veces nos encarcela más que el trabajo con horario fijo en un espacio físico determinado. Como nunca, vivimos trabajando 24 x 7, aún cuando no nos damos cuenta. El tema, siempre, es el tiempo.
En 1516, en la segunda parte de Utopía, Tomás Moro describía la sociedad de la isla y señalaba que sus habitantes trabajaban 6 de las 24 horas, 3 por la mañana y 3 por la tarde. Con el comienzo de la revolución industrial, la lucha sindical era por los tres 8: 8 horas de trabajo, 8 horas de recreación y 8 horas para dormir.
Hoy mezclamos todo (menos lo de dormir, porque ya casi no dormimos). Creemos que por usar las redes sociales mientras estamos trabajando le estamos haciendo una trampita al sistema y no nos damos cuenta de que es al revés, es el sistema el que busca convencernos de que trabajar así no está tan mal porque hasta es entretenido. ¿Y nuestro tiempo para no hacer nada o hacer algo solo porque sí cuándo llega?
Juan Carlos Kreimer es periodista, escritor y editor y una leyenda de la contracultura en la Argentina. Su nuevo libro se llama El artista como buscador espiritual y trata sobre la creatividad pero también sobre la pregunta de qué hacemos con nuestro tiempo. Y trata sobre la oscuridad presente, que nos advierte sobre la posible falta de futuro.
En el primer capítulo, que se llama “No hay tiempo de más”, Kreimer asegura que no cree en un Apocalipsis, sin embargo arranca su ensayo diciendo que año a año las condiciones se vuelven más frágiles y fuera de control.
“Catástrofes ecológicas, cambio climático, sequías, inundaciones, agotamiento de recursos naturales como el agua potable, pandemias, manipulaciones biológicas e informáticas, colapso del sistema capitalista, robotización de los trabajos mecánicos, hambrunas, autocracias… En los años venideros, las tragedias naturales y situaciones materialmente incontrolables creadas por nosotros, la especie humana, nos pondrán a todos, ricos y pobres, jóvenes y viejos, conscientes o no, en un estado de desprotección idéntica. Ningún dinero alcanzará para pagar ningún tipo de seguridad. Ninguna colonia espacial garantizará la salvación. Todos quedaremos sin libreto”.
Entonces, ¿para qué futuro trabajamos?
Nadie como Ken Loach
Días atrás vimos en casa la última película de Ken Loach, que salió poco antes de la pandemia. Me la había perdido. No hay ningún cineasta contemporáneo que filme la vida de la clase trabajadora como lo hace el inglés (y también el mundo de los caídos del sistema, como la maravillosa Yo, Daniel Blake, con esa conmovedora sociedad entre un jubilado de la mínima y una mamá sola peleando contra el sistema).
Pero te decía que vi la última, que se llama en inglés Sorry We Missed You y en la Argentina tuvo como título Lazos de familia. En registro ultra realista (su registro clásico, digamos), Loach cuenta la historia de una pareja de edad mediana, ingleses anónimos que se rompen el lomo (otra imagen que solía hacer respetables a las personas) para sobrevivir y mantener a sus dos hijos.
Ricky Turner (Chris Hitchens), el padre de familia, trabaja para una empresa de entrega de encomiendas de ventas online, convencido de ser un socio de la compañía y usando su propia furgoneta para moverse de acá para allá. El tema del tiempo es la nueva guillotina: no solo trabaja todo el día, también corre todo el día -mientras es monitoreado- para poder cumplir con los envíos. Su esposa Abbey (Debbie Honeywood) cuida durante doce horas a ancianos y personas discapacitadas y acaba de perder su auto, que fue vendido para comprar la furgoneta con la que su esposo se “asoció” a la empresa donde trabaja ahora. Los chicos son Seb (Rhys Mcgowan), un adolescente complicado y graffitero que decidió que la escuela no es para él, y Liza (Katie Proctor), una nena inocente y adorable que ve con impotencia cómo se desmorona la familia. Los chicos, como recordaba días atrás Dolores Reyes, están cada vez más solos.
La angustia de esos padres, la soledad de esos chicos. El amor que no todo lo puede… La historia se siente cercana, no importa que ellos estén en Inglaterra y nosotros acá. Y esto es porque la uberización de la economía nos alcanza a todos.
Muchos en algún momento pensamos en dejar la relación de dependencia y valernos por nuestros propios medios imaginando el freelancismo como una vida más relajada y sin patrones. Otros pensaron, como el padre de la película de Loach, que la oportunidad laboral venía de la mano de “asociarse” a una empresa. El tema, tanto en una opción como en la otra, es que te quedás sin jefe, pero también sin cobertura y sin nadie a quien responsabilizar por tus dificultades o a quien exigirle por tus derechos. O sea, dejás de ser esclavo de otro para pasar a ser esclavo de vos mismo, un negocio bárbaro.
No te podés enfermar, no existen los feriados ni los fines de semana, irte de vacaciones se vuelve imposible y pagar tus obligaciones como contribuyente puede convertirse en un martirio cuando el trabajo es irregular (y sí, es irregular) o cuando quien no está física o emocionalmente regular para dedicarse al trabajo es uno mismo. Saliste de la jaula para entrar en una trampa.
Lloremos juntos.
Un libro contra el trabajo
Desde ya te advierto: en este Fui, vi y escribí solo quedarán interrogantes. Desafortunadamente -para vos y para mí- tengo cero respuestas.
Mientras empezaba a pensar en este tema, gracias a las redes sociales tomé conocimiento de un libro flamante al otro lado de la cordillera. Penguin Random House Chile está publicando estos días bajo el sello Taurus Recobrar el tiempo, del periodista Juan Rodríguez Medina que, según cuenta en su obra, tiene 38 años. El libro (al que accedí gracias a la generosidad del editor Aldo Perán) se lee muy bien y, a partir de una erudición amable que nada tiene que ver con tanto name-dropping arrogante que uno lee por ahí, hace un abundante recorrido por el tema.
Se trata de un ensayo -y de un autor- que se presentan “en contra del trabajo” y que luego de darle unas vueltas al asunto, desde el comienzo se pregunta: ¿y si el problema es el trabajo, incluso el mejor trabajo? Te dejo algunas frases, a ver si te dejan mascullando (y buscando el modo de salir de la jaula), como me pasó a mí.
”Y el trabajo, entonces, es la antivida, es activismo, intranquilidad, muerte, sí, pero muerte en vida.“
”El trabajo es un vampiro que te drena el ánimo, el alma, el espíritu, el cuerpo; tu tiempo, a ti.(...) El capitalismo es la paradoja de un vampiro que te roba la energía, pero que, al hacerlo, al morderte, no te convierte en vampiro, sino en un zombi.“
”Para quien todavía tiene la fortuna de una semana de cinco días, ¿qué es el sábado? Es el día después del trabajo. ¿Y el domingo? El día antes del trabajo. Con o sin trabajo, el fin de semana también es trabajo. El trabajo estructura nuestro sentido del tiempo: el bajón de los domingos, la depresión de los lunes, la alegría de los viernes, la ansiedad de aprovechar el fin de semana (o los días ‘libres’). Todo eso es capitalismo. La culpa porque se hace tarde y hay que dormir. El apuro. Pensar en irse (al sur,por ejemplo). Huir de Santiago, o de donde sea que esté tu trabajo, tu casa, cuando hay feriados y vacaciones. Llegar pronto a casa, o a juntarse con los amigos. El absurdo del trabajo lo resume el hecho de que sea el medio que tenemos para huir del trabajo; al que volvemos siempre, del que no salimos nunca, para salir de él. Trabajamos para no trabajar.“
”Tal vez sea una locura pensar en un mundo sin trabajo, la ruina de toda economía; puede ser, aunque se decía lo mismo cuando se quería acabar con la esclavitud, la servidumbre y el trabajo infantil. Pero puede ser: entonces, que un mundo sin trabajo sea al menos un ideal que permita cuestionar y corregir la realidad social, que nunca es natural. Por ejemplo: si ‘hoy no están las condiciones’ para tener una renta básica universal, pero entendemos que es una política que va en el sentido de la dignidad humana, se trata entonces de generar las condiciones políticas y económicas (en ese orden) para que sea realidad. ¿Era atendible el argumento de que no estaban las condiciones para eliminar la esclavitud?“
”Entonces sí: suicidados por la sociedad, deprimidos por la sociedad, enfermos por la sociedad; cansados. Trabajados por la sociedad. Replicando la jerga animista con que se habla del mercado (porque los mercados reaccionan, se deprimen, se regulan, distribuyen y hacen tantas cosas más), podríamos decir que el trabajo nos posee, se nos mete en el cuerpo, en el sentido de que es algo ajeno, extraño que guía nuestros cuerpos y mentes (que también son cuerpo); somos títeres de las necesidades y deseos de otros. Quizás ese podría ser un sentido para la expresión «dar trabajo», o sea, algo así como un presente griego, la inoculación de un espíritu, y por qué no, de una peste o enfermedad, la enfermedad mental. Aunque ahora con peste y todo hay que seguir trabajando, porque es la plata o la vida.“
”Uno de los éxitos (publicitarios) de las grandes empresas tecnológicas ha sido representar el trabajo en sus oficinas como si no fuera trabajo, como si sus tiempos y espacios fueran un parque de diversiones. Por supuesto que eso es puro simulacro, simulación, puesta en escena; es pura pantalla. Pero nos dice algo: que ellos saben que el mal es el trabajo y entonces intentan hacer como si en sus dominios no se trabajara.“
”¿No será el rechazo al trabajo una forma de melancolía, una conciencia excesiva del tiempo? ¿O la melancolía es efecto del trabajo, del tiempo enajenado? Porque el trabajo es el tiempo enajenado. En la enumeración de las enfermedades, miserias o desórdenes mentales de los que podemos ser víctimas, según Burton —frenesí, locura, hidrofobia, licantropía, éxtasis—, falta el trabajo, quizás la fuente moderna de la melancolía, o de cierta melancolía evitable, no atribuible a la condición humana. El trabajo es o provoca una melancolía que mata toda creatividad; esa melancolía es, parafraseando a Freud, una reacción a la pérdida de uno mismo, una consecuencia de ser reducidos a objeto o recurso humano. En contra de lo que podría llamar mi interés, Burton dice que no hay mayor causa de la melancolía que la ociosidad y que no hay mayor cura que la actividad. Puede ser cierto; el asunto es qué actividad o qué tipo de actividad. Debe ser un ‘empeño agradable’, como la lectura, dice Burton. O sea, agrego yo, en ningún caso el trabajo, que más bien estaría del lado de las tonterías que no tienen ningún sentido. O ninguno agradable.”
Trabajo y arte
Por supuesto que hay mucha creación alrededor del tema del trabajo a lo largo de la historia y también sobre el desempleo, que es la otra cara de la moneda. Podríamos, por ejemplo, escribir sobre La muerte de un viajante, de Arthur Miller o sobre The Full Monty (también conocida como Todo o nada), esa brillante mirada sobre el thatcherismo, o sobre Hoy empieza todo, de Tavernier, que narraba lo que significaba el desempleo visto desde la escuela y los hijos de los desocupados; tal vez sobre La fiaca, la película que hizo famoso a Norman Briski. Pero estos correos no pretenden exhaustividad: apenas se proponen como una forma de diálogo y un espacio para compartir propuestas, algunas nuevas, otras más antiguas, pero que por algún motivo quedaron destacadas en mi memoria.
Es lo que ocurre con El trabajo (Tusquets), una novela de Aníbal Jarkowski que fue publicada en el año 2007; todavía reverberaban los ecos de la crisis del 2001, aunque por entonces la creíamos en sepia y aún confiábamos en un destino de prosperidad argentina.
En esa novela extraordinaria e inolvidable, un escritor que vive penosamente del periodismo de baja calidad -luego de que una de sus obras fue retirada de circulación por obscena- narra en una primera persona que se va haciendo protagonista la historia de Diana, una joven que busca trabajo en la Buenos Aires postapocalíptica.
Huérfana reciente, cada día Diana cuenta las monedas y lava y prepara las pocas prendas de las que dispone para vestirse. Su cuerpo será el instrumento con el que se ganará un sueldo, aunque no en la calle ni en un prostíbulo: en una oficina. El narrador luego contará su historia y, finalmente, la de ambos.
El microcentro es la escenografía pelada de esta novela, un espacio convertido en bajos fondos; caja vacía donde confluyen desesperados que ruedan como zombies buscando la fortuna que los haga llegar a fin de mes. Novela de principios del siglo XXI, con su falso costumbrismo El trabajo ancla en la tradición literaria argentina y por momentos viaja a los comienzos del siglo XX y a la obra de autores como Manuel Gálvez.
Comienza así:
”Diana -escribo como si la viera; las personas se parecen y lo que se dice de una puede, muchas veces, decirse de otras también- apagó la alarma del despertador y dejó la cama. Caminó a tientas hasta la ventana, abierta de par en par y todavía sin cortinas, y se asomó al pozo de aire del edificio. Miró hacia arriba, más allá del último piso, y encontró el cielo despejado. Insegura en las sombras, sintiendo el olor del cuerpo del inquilino anterior, tanteó otra vez las paredes del cuarto, llegó al baño y se sentó a orinar en la oscuridad. La canilla de la ducha goteaba y la ropa interior que había lavado a la noche, antes de acostarse, desprendía un intenso perfume de jabón blanco.”
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Los versos de Anne Carson que leíste al comienzo de este envío forman parte de un diálogo ficticio entre la filósofa Simone Weil y su madre y pertenecen a su libro Decreation: Poetry, Essays,Opera. Fueron traducidos y citados por la escritora argentina Valeria Correa Fiz como epígrafe de su perturbador cuento “Las comisiones”, que puede leerse en su nuevo libro, Hubo un jardín (Páginas de espuma).
En este relato, a través de un diálogo, Marcela, la protagonista cuenta su agotadora experiencia como vendedora de propiedades a comisión, y lo hace luego de atravesar una situación muy traumática.
”Yo pensé que sería como unas vacaciones pagadas en las que iba a pasar más tiempo con mi hijo y liberar un poco a mi vieja de llevarlo al cole, irlo a buscar, darle de comer. En fin, disfrutar a pesar de todo porque el pasado no se puede corregir”, dice en un momento, decepcionada del jefe, del trabajo y de su propia vida, podríamos asegurar.
La primera trabajadora
Pienso y recuerdo. Acá va una lista seguramente incompleta de mis trabajos, algunos entretenidos (esos son una trampa, dice Medina) y otros definitivamente no eran ni entretenidos ni redituables.
*Animadora de cumpleaños a los 16. Todavía me emociono cuando recuerdo la cartera preciosa color suela que me compré con la primera plata que gané. Ahí aprendí a tratar con chicos y a cortar tortas de manera prolija y con espíritu rendidor.
*Recepcionista en una empresa de seguros médicos, con uniforme y todo. Era un trabajo burocrático y también cercano al psicoanálisis de mostrador porque la gente venía y te contaba sus problemas, algunos de ellos graves. Ahí, creo, aprendí a escuchar.
*Secretaria en una escuela de Psicología Social, a los 20. Conocí a mucha gente valiosa y también a un docente cuyo nombre no recuerdo (afortunadamente soy buenísima para olvidar los disgustos) que me vino a respirar en la nuca y me acosó mientras yo escribía a máquina y entraba en pánico porque se acercaba la hora en que todos se iban y me tocaba cerrar la puerta con ese tipo adentro. Me salvó Eduardo Amadeo, sí, el político, que por entonces cursaba en la escuela y a quien le pedí que por favor me esperara para bajar juntos. No sé qué le dije a Amadeo, qué excusa le di; por entonces no se hablaba del tema, nos arreglábamos solas y como podíamos. Pero para mí, ese día, ese señor fue mi salvador.
*Fabricante de pulóveres tejidos a mano. Bah, fabricante. Los diseñaba y se los encargaba a una mujer que lideraba un equipo de tejedoras en San Fernando. Duré dos temporadas -invierno/verano- como entrepreneur.
*Profesora de Literatura en la UBA. Di clases en la cátedra Teoría literaria III, cuyo titular era mi maestro Nicolás Rosa. Dejé cuando mi salario como ayudante de primera era lo mismo que me pagaban por una reseña bibliográfica en Clarín. Las bibliográficas le ganaron a la academia.
Lo que sigue de mi vida laboral es un poco más conocido y googleable.
*Periodista en gráfica. Acá me tenés, hace años en Infobae, esto es lo mío. Empecé con un par de notas como colaboradora en Página 12 y en el Cronista, luego haciendo reseñas en el Cultural de Clarín, más tarde editora. También hice Espectáculos y fui editora de Internacionales por diez años. Podría decirse que en estas décadas escribí para todos los diarios grandes.
*Directora de una editorial. Aprendí a pelear duro y parejo con el Excel y asistí a coaching, además de sumar un oficio dentro del mundo del libro. Confirmé que puedo ser gasolera y hacer magia cuando me toca manejar un presupuesto. Publiqué algunos libros de los que me enorgullezco, entre ellos Quién mató a Mariano Ferreyra, de Diego Rojas, y una edición preciosa del Robinson Crusoe con afilada traducción de Enrique de Hériz y tremendo prólogo de Juan Villoro.
*Conductora de TV. Acá me toca presumir: con el noticiero internacional de la TV Pública nos ganamos un Martín Fierro. Esa noche, luego de la sorpresa por el triunfo, agradecí titubeando y sin poder quitarles la vista de encima a Susana y a Mirtha pero, sobre todo, a Juana Viale, posiblemente la argentina más linda que vi en mi vida.
*Columnista y conductora de radio. Pasé por Splendid, por Radio Ciudad y estoy en Radio Nacional hace cuatro temporadas con Vidas Prestadas. Es el programa que soñaba hacer, punto. Acá es cuando aparece el temita ese de “me gusta tanto mi trabajo”...
(Madre de tres hijos no lo pongo como trabajo para no mezclar los tantos. Total, del tema cuidado podemos ocuparnos en otro newsletter.)
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Y llegamos al final, sin soluciones y con mucho para pensar, pero tengo trabajo, así que no hay que quejarse, diría mi bobe.
Vuelvo a decirles que recibo sus correos prácticamente a diario, los leo siempre. Una lectora me mandó su lista de cosas por las que vale la pena vivir y me recordó otro elemento natural infaltable en mi vida: las lavandas.
No tengo más que agradecimiento por la sensibilidad y la confianza que muestran al compartir sus historias, sus textos y sus experiencias conmigo. Sepan que yo también me siento menos sola al leerlos.
Esta vez la propuesta es que me escriban para contar anécdotas sobre el trabajo más curioso que tuvieron o, tal vez, el más traumático o acaso el que más extrañan: socializar esas memorias a lo mejor nos hace bien mientras atravesamos esta era de trabajo a destajo. (No es linda esa cacofonía, pero la dejamos).
Mi correo es hpomeraniec@infobae.com.
Hasta la próxima, queridos lectores.
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