El artista se expresa a través de sus obras y, a veces, también en libros. Ese es el caso de las autobiografías de la japonesa Yayoi Kusama, con La red infinita, y Ai Weiwei, con 1000 años de alegrías y penas, quienes proponen miradas —con puntos en común y opuestos— sobre el arte a través de sus motivaciones, experiencias y pensamientos.
Las obras tienen lugares de conexión: ambos dejaron su país para formarse en Nueva York, fueron resistidos y criticados en su tierra, y en un momento determinado decidieron regresar para dar la lucha desde sus países. Por supuesto, lo hicieron en momentos diferentes por lo que el paralelismo es algo forzado y las razones por las que Kusama era rechazada nada tienen que ver con las de Weiwei, así como los sistema políticos y sociales que enfrentan. Son dos artistas de disputas simbólicas diferentes, que se comprometen con causas, que ponen el cuerpo, a causas de cada época: ella, una lucha por llevar un mensaje de amor, antibélico; él, por la libertad y la memoria.
Kusama elige una voz amable, casi como la de una abuelita que cuenta en tercera persona, con cierta dulzura, los puntos más bajos y altos de su carrera, y realiza una mirada hacia atrás, sobre todo en relación a sus padres y su infancia, y en toda la obra parece sobrevolar un objetivo claro, que no haya dudas cuál es su lugar en la historia del arte contemporáneo.
Por otro lado, Weiwei realiza una propuesta abarcativa, ya que no solo indaga en su vida, sino que la mitad del libro se refiere a su padre, el poeta Ai Qing, y traza así una historia de China antes, durante y después de Mao Zedong. En ese sentido, su autobiografía no solo le pertenece a él, ya que conecta las difíciles y dolorosas experiencias paternales, que fueron también las suyas durante gran parte de su infancia, para terminar contactando con la de su hijo, Ai Lao. Ai Weiwei no escribe por su lugar en la historia del arte, de hecho este tema ni siquiera se sugiere, es más, hay hasta un rechazo por la cuestiones del canon, sino que lo hace por la memoria, para narrar “por qué es tan preciosa la libertad y por qué la autocracia teme al arte”.
La red infinita
La red infinita es una obra de lectura veloz, en la que Yayoi demuestra una capacidad narrativa para expresar de manera clara los conceptos de su obra y a la vez relacionarlos con su propia historia, haciéndo énfasis en su infancia y en la relación tortuosa que tenían sus progenitores y en especial la de ella con su madre; es una obra que responde un poco a la estética de la construcción del mito del genio de Giorgio Vasari.
El libro está dividido en seis capítulos, 5 de ellos biográficos y el final centrado en sus poemas, aunque su propuesta poética también es mechada en otros momentos del relato. Comienza con su llegada a Nueva York cargada solo con “60 kimonos de seda y unos dos mil dibujos y pinturas” como único sustento para sobrevivir. Y es que aquella época, al principio, se acercó más al infierno que al paraíso que creía, ya que comía cuando podía y se tapaba con una manta deshilachada.
“A veces recogía las cabezas de pescado que tiraban en la basura de la pescadería y me las llevaba a casa en mi bolsa de retales, junto con las hojas exteriores de los repollos ya en putrefacción que había tirado un verdulero”, escribe.
Desarrolla sus dificultades para encontrar interesados debido a la identidad pictórica estadounidense, con el action painting en el centro de la escena y cómo sus cuadros al encontrarse en “el polo opuesto en lo que la intención se refiere” dificultaron su avance, pero que ya entonces sus obras “eran un presagio del movimiento del zero art en Europa y también del pop art, que se originó en Nueva York y se convertiría allí en la tendencia dominante dentro de la abstracción”.
Hay en Kusama un constante devenir entre la humildad y su manera de entender el arte, con las contradicciones que se desprenden de un ego que se ve herido, por ejemplo, cuando es rechazada en su país natal y, a la vez, no deja pasar la oportunidad para pegar algún cachetazo al pasar a Andy Warhol, con quien compartió la escena de Nueva York en los ‘60.
“Mi deseo era el de predecir y medir la infinitud de un universo sin límites desde mi posición en él, y hacerlo con puntos: una acumulación de partículas que forman los espacios negativos de la red”, explica sobre sus pinturas de aquella época, que le darían los primeros reconocimientos, antes de sus esculturas blandas fálicas -que “inspiraron” a las de Claes Oldenburg, sugiere-, sus instalaciones espejadas, su serialización infinita -apropiada por Warhol, acusa-, hasta transformarse en la “reina de happening”.
“Comencé a hacer penes con el fin de curar mi sentimiento de asco hacia el sexo. Reproducir aquellos objetos una y otra vez era mi manera de vender el miedo. Era una especie de terapia autoimpuesta a la que di el nombre de ‘arte psicosomático’”, escribe para revelar una de sus obsesiones estéticas.
Porque si hay algo en la vida de Kusama son las obsesiones, y ella no lo oculta, más bien lo toma como conformativo a partir de las alucinaciones que se hicieron presentes durante la niñez, y su manera de lidiar con el mundo, de expresarse como ser humano, en un proceso que llamó ‘obliteración’.
En la obra aparecen también otros artistas, algunos con más desarrollo que otros, que tuvieron una influencia en su vida, con apoyos generoso, como el argentino Lucio Fontana, quien puso de su bolsillo el dinero para que pudiera producir las esferas espejadas con las que se presentó Jardín de Narcisos en la Bienal de Venecia del ‘66, aunque mucho más desarrollada su encuentran su relación con Georgia O’Keeffe y Joseph Cornell.
De O’Keeffe relata el vínculo epistolar que comenzó cuando Kusama todavía residía en Japón y cómo éste fue esencial para poder marcharse a EE.UU., como los posteriores encuentros ya en el país americano. El capítulo referido a Cornell es especialmente dulce en su estilo y mirada, a partir de la recreación de una relación romántica´idealizada, sin sexo, que se extendió por años y a partir de la cual describe aspectos, entre tiernos y enfermizos sobre la relación del gran artista del assemblage con su madre.
Otro de los aspectos interesantes es el contrapunto que realiza tanto de la sociedad y el sistema del arte estadounidense con el de su país natal, al que considera “una aldea de pueblerinos ricos” que entre “todos los países avanzados, es el que mayor retraso acumula en la literatura y el arte contemporáneo”.
Para exponer su punto, Kusama recurre a lo que sucedía tanto en EE.UU. como en Europa con sus happenings, que comenzaron en el ‘67, de sexo libre y orgías, donde también podían quemarse banderas, para manifestar la necesidad de acabar con las fronteras y las guerras y centrarse en el amor, algo que tuvo gran arraigo en la comunidad hippy.
Lo que comenzó como body painting frente a iglesias derivó en orgías frente a prensa del mundo y público, que podía sumarse o no, y que tomaron la marca de Happenings Kusama. Pero, la artista nipona tampoco era descuidada al respecto. Si bien fue detenida en varias oportunidades, relata: “Contaba con cinco o seis abogados que me aconsejaban en mi cuidadoso transitar por la difusa línea que separa el arte y las leyes. También tenía un contingente de guardaespaldas hippies”.
De esta época resulta muy interesante no solo poder ver el desarrollo de los happenings desde su perspectiva y la infinidad de historias algo truculentas, algo sensacionalistas, a las que recurre, en las que se mixturan las peleas de los hombres gays que trabajaban junto a ella por ser su favorito a sus intercambios con empresarios y personas del jetset para que organizara sus propias fiestas sexuales. Eso sí, Kusama resguarda sus identidades.
También cómo este proceso que “desde el punto de vista del establishment… eran actos escandalosos” se termina convirtiendo en una pequeña industria en sí misma, no solo por las reproducciones de otros artistas, sino para ella misma, ya que pudo desarrollar toda una serie de negocios que giraron en torno a lo sexual: desde la planificación y producción de la mano de Kusama Enterprises, Kusama Polka-Dot Church y Kusama Musical Productions, a la comercialización de ropa a través de la Kusama Fashion Company, que llegó a tener un Kusama Corner en los almacenes Bloomingdale’s, además de otros negocios de venta a la calle.
La red infinita asegura un viaje vertiginoso que cruza océanos y atraviesa diferentes momentos de la Gran Manzana, en una época en que se convirtió en la Meca del arte, con una japonesa que nunca se detuvo y que desafió a los estatutos del sistema social y que, cuando se encontraba en su punto máximo, regresó a su país para internarse en una clínica psiquiátrica por su propia voluntad e instaló su taller justo en frente, y que a pesar de seguir exponiendo en el mundo a través de retrospectivas y homenajes, se terminó alejando de todo el circuito a tal punto que en la actualidad ya no ve a nadie y que en una autobiografía escribe:
“Mi destino es mi propio réquiem: un arte que le da sentido a la muerte, que traza la belleza de los colores y el espacio en el silencio de los pasos de la muerte y la ‘vaciedad’ de la nada que esta promete”.
100 años de alegrías y penas
La autobiografía de Weiwei, de 19 capítulos, es riquísima en imágenes y reflexiones sobre el arte. Su postura no es romantizada, y la historia que relata, a fin de cuentas, no solo trata sobre él, sino que plantea una historia del arte en un país autocrático. Traza un recorrido sobre su evolución de artista a activista, en la que aparecen sus principales obras y eventos, de manera orgánica, como una situación inevitable. De alguna manera, Weiwei es y no es el productor de su obra, porque esa búsqueda por la libertad surge como respuesta de un espíritu rebelde a un sistema opresivo que, paradójicamente, lo formó al enviarlo a él, junto a su padre, a campos de reconversión intelectual, donde sufrieron humillaciones y vivieron con lo mínimo. Ai Weiwei realiza una operación interesantísima y compleja, uniendo el hoy con el pasado como un juego de espejos que revela una realidad casi idéntica.
Para esto recurre a la historia de Ai Qing, destacado poeta de su tiempo que fue uno de los intelectuales que apoyó la llegada de Mao y luego, al denunciar en su obra lo que sucedía, terminó aprisionado por “derechista”, por cultor de “una literatura burguesa”. “El tribunal determinó que el Club de Pintura Primavera en la Tierra era un órgano de la liga empeñado en ‘dañar la República’. Era un cargo bastante impreciso, parecido al crimen político de ‘incitar a la subversión’ del que me acusarían a mí un siglo después”, escribe como historiador aquellos días, aunque acepta que como desde el Estado se le negó el acceso a muchos documentos y al ser él una víctima, su mirada es doblemente parcial.
La relación de su padre con Mao es interesantísima y sirve como ejemplo para entender el todo. El líder lo consulta, lo escucha, le pide que sea sus oídos ante las críticas, y Ai Qing le responde en una carta que definiría su destino: “La lucha por mejorar las condiciones de vida del pueblo es algo que la literatura y el arte tienen en común con la política; es decir, ambos persiguen el mismo objetivo, pero la literatura y el arte no son apéndices de la política, no son un gramófono ni unos altavoces de la política”.
Sucede entonces el emblemático foro de Literatura y Arte de Yan’an, que da inicio a “la campaña antiderechista del ‘57 que supondría el fin de los intelectuales como fuerza relevante de la sociedad. El partido los relegó a la insignificancia, y ahí siguen desde entonces”.
Pero como hombre de mundo, el autor no cree que la “limpieza ideológica” sea “patrimonio exclusivo de los regímenes totalitarios”: “También se la pueden encontrar en las democracias occidentales. El extremismo de los ‘políticamente correcto’ hace que la gente refrene sus verdaderos pensamientos y su expresión y los sustituya por eslóganes políticos vacíos. No es nada raro encontrar hoy en día gente que dice y hace cosas en las que no cree, que manifiesta en público opiniones superficiales solo para estar en consonancia con el discurso dominante”.
El ir de un centro de educación del régimen a otro, convirtió a Weiwei un hombre sin hogar “que proteger ni mantener” y eso lo llevó a perder “todo su poder de persuasión”: “La confianza y los vínculos necesitan arraigar en la memoria para existir”.
Ya en la segunda mitad del libro ingresa en su propio proceso. Recuerda sus primeras pinturas de flores en el parque de Zhongshan, en la estación, haciendo apuntes de la gente sentada en la sala de espera, o en el zoo, pintando leones y elefantes, como los paisajes detrás del Palacio de Verano y como entonces el arte le ofrecía la posibilidad de redimirse por sí mismo y una senda de meditación y desapego.
Su experiencia en Nueva York se rebela desencantadora en un punto, no hay en Ai Weiwei un deseo de transformarse en un artista o, más bien, su búsqueda no era las del tipo que una galería podría darle, así que fue como aceptado en distintos institutos de artes, renunciaba o lo expulsaban de ellos. Fue recién la llegada de su hermano la que lo hizo percatarse cuánto se “había desviado de la norma” con su estilo de vida, y que mientras todo el mundo buscaba una vida más cómoda él no lo hacía.
No hay grandes referencias a otros artistas -salvo su amistad con Allen Gisngberg- en la obra, a Weiwei no le interesa hacer una descripción de época, aunque no oculta su admiración (y conexión) por Warhol. “Había sido un producto creado por sí mismo y por su habilidad para la autopromoción; la comunicación era la esencia de sus actividades. Creó una realidad que desafiaba los valores convencionales de la élite” y si bien dice que no tenían nada que ver el uno con el otro “su muerte agudizó” su “sensación de vacío”, aunque fue la obra de Duchamp la que lo “cautivó en el Museo de Filadelfia, recién llegado a Estados Unidos”. “Fue su visión del arte como experiencia intelectual, y no solo visual, la que me inspiraría durante toda mi vida”, dice.
Para fines de los ‘80 tuvo su primera muestra en una galería del Soho que “pasó más bien sin pena ni gloria” y no vendió ni una obra, pero para él fue histórica. Entonces, se “ganaba la vida como artista de acera” en Greenwich Village. “Dibujaba retratos al carboncillo y al pastel” de las personas que salían del subte. Pero sería la fotografía a partir de la cual comenzaría a hacerse un nombre, cuando a partir de la violencia policial contra los habitantes del East Village que desafiaron un toque de queda llegó a publicar en The New York Times.
“Esa experiencia hizo para mí las veces de curso acelerado de activismo social y me ayudó, asimismo, a comprender el poder de las instituciones y el de los individuos, y la necesidad de enarbolar los derechos y las libertades frente a las amenazas y la violencia”.
El asesinato de Lin Lin, un artista chino que se había adaptado bien a la vida y círculos artísticos de la ciudad, lo “sensibilizó frente a lo absurdo de aquella sociedad”, en la que la “violencia, tan arraigada en la vida estadounidense y de la que jamás uno podría escapar, era un reflejo de las profundas taras del tejido social del país”, así que 12 años después de su partida, en 1993, regresaba a su país.
Y es allí donde comienza el grueso de su obra por la que se volvería reconocido. Por ejemplo, relata que las famosas fotografías en las que suelta y rompe una urna de la dinastía Han nacieron para mostrarle a su hermano cómo funcionaba la captura automática y continua de una cámara fotográfica: “Este acto de destrucción caprichoso, fatuo, fue solo una más de mis muchas extravagancias. El arte se esconde en lo más oscuro de las profundidades de nuestra mente”.
Al poco tiempo, relata, se le ocurrió otra “travesura”, que devino en la urna Ham con el logo de Coca-Cola, que dos años después un “suizo aficionado al arte descubrió arrumbada en un rincón”.
“Estas pequeñas travesuras marcaron el punto de partida de mi reencuentro con la creación artística. Me bastó adoptar una actitud nueva para recuperar mi sentido de la identidad. Destruyendo el pasado y volviéndolo a construir fui capaz de hacer algo nuevo”, reflexiona.
Y allí, la carrera de Weiwei comienza como se la conoce, con la producción del libro The Black Cover Book, que reunió el arte chino disidente de ese momento, y sus secuelas, el White y Gray, que terminan politizándolo “y haciendo las mismas cosas” que su padre de joven.
Es muy sintético con respecto a su participación en la Bienal de Venecia de 1999, apenas un párrafo en un libro de más de 400 páginas, en el que resalta que fue hasta la catedral de San Marcos para sacarse una foto “haciendo una peineta” al edificio, como había hecho ya contra la Plaza de Tiananmen unos años antes, y se marchó debido a su “resistencia instintiva a la autoridad cultural”.
Recorre luego la construcción de su estudio, que a partir de su participación en el diseño del estadio olímpico de los Juegos Olímpicos de Beijing 2018 comenzó a ser visitado por coleccionistas. Para mostrar su rechazo a ciertos aspectos del mundo del arte realiza un paralelismo con lo que pensaba sobre el MoMA cuando vivía en la EE.UU. y en la actualidad: “Si alguien va al MoMA y no se muere de vergüenza, o hay algo que no funciona en su instinto artístico, o es un completo impresentable. Todo lo que se encuentra allí es prejuicio, esnobismo y vanidad”.
“El arte debe tener reconocimiento, sí, pero no encarnándose en caros artículos de colección depositados en un almacén del MoMA para enmohecer: eso es sencillamente un desperdicio. Mi visión del arte contemporáneo es distinta. Para mí, el arte se relaciona con la realidad de una forma dinámica, se relaciona con nuestro estilo de vida y nuestra actitud hacia ella, y no hay que colocarlo en un compartimento estanco. No me interesa el arte que trata de mantenerse al margen del mundo”, refuerza ahora.
Es fantástico el capítulo sobre su participación en Documenta 12 con Fairytale, un proyecto conceptual que involucró el transporte de 1001 ciudadanos chinos a Kassel, y la manera en que la noticia se divulgó tanto por internet, pero sobre todo en el boca en boca hasta pueblos inhóspitos del país, así como el relato de los aplicantes. En ese sentido, Weiwei da poco espacio a lo que se escribe sobre él o su obra, y se centra en la experiencia del hacer, en el arte como una red social y no como ejercicio onanista, y de esa manera ingresa en los proyectos de Investigación ciudadana, en la que presenta sus trabajos documentales, siempre con participantes ad hoc, y que comienza con la tragedia ocurrida tras un terremoto en 2008, tras el cual se realiza un trabajo de campo en 17 distritos e identifica los nombres de 5.196 estudiantes que habían fallecido durante los derrumbes y que el gobierno silenció en medios y que puede verse en Little Girl’s Cheeks.
“Me había transformado, al parecer, de artista en activista social. No es en absoluto difícil que suceda: tan pronto como empiezas a mostrar preocupación por el futuro del país, ya has emprendido el camino que te puede llevar directo a la cárcel”. Ahí comienza una persecución física, el acoso constante al artista-activista, el arresto de colaboradores, la instalación de cámaras cercanas a su estudio, golpes de madrugada en un hotel, que casi le cuestan la vida. Por supuesto, la prensa, la crítica, se manifestaba con desdén sobre su obra, mientras su participación en museos del mundo aumentaba: Estados Unidos, Alemania, Canadá, Inglaterra, etcétera.
En el capítulo Ochenta y un días, repasa su experiencia en un campo de detención ilegal, los interrogatorios, los diálogos secretos con los guardiacárceles, la humanidad que se filtra entre las rendijas de un sistema totalitario y corrupto, la repercusión internacional: “Cualquier defensa de la libertad es inseparable del esfuerzo por obtenerla, ya que la libertad no es una meta, sino una dirección, y nace de los actos de resistencia. Como artista, mi responsabilidad es convertir esa creencia en algo fascinante y sobrecogedor. Aunque a veces mi arte pueda parecer insustancial en comparación con todo aquello contra lo que lucho, perdurará como parte de la memoria tangible”.
1000 años de alegrías y penas es un libro atrapante, potente, que profundiza sobre la producción artística de Weiwei desde un costado inteligente, por momentos mordaz y humano a la vez, que plantea situaciones que no suscriben únicamente a un estado totalitario y que coloca, con o sin intención, a la producción artística del yo en piezas de compartimento estancos porque, a fin de cuentas, no se trata sobre lo que un creador pueda hacer, por cuánto se pueda vender o quiénes podrá agradar, sino cuál es su función en un mundo que es injusto, cruel y corrputo, más allá de las murallas de China.
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