Georgette Agutte y Marcel Sembat caminan abrigados en el final del verano europeo. El calendario dice: 6 de septiembre de 1922. Hay nieve en el sendero pero más hay arriba, en la montaña, muchísimo más. Es de día y el sol genera un efecto delicioso sobre el blanco del paisaje. Hace unos años compraron una casa en Chamonix, a los pies del Monte Bianco. Una afición tardía, el alpinismo, los mantiene entusiastas. Ella es una artista de 57 años, él dirigente político de 59. Hace medio siglo que están casados y desde entonces jamás se separaron. Ahora caminan abrigados, cada tanto levantan la vista hacia la montaña para sentir la belleza por los ojos. La respiración es profunda y sucesiva, y se mezcla con el ruido del viento. De pronto él se derrumba: cae sobre la nieve, se desmaya. Horas más tarde un doctor confirmará que sí, que está muerto. Hemorragia cerebral, dice. Quizás por una hipertensión arterial crónica, agrega. La única certeza es la muerte.
Ella vuelve a la casa con una idea fija, irrevocable. Recorre los cuadros que pintó en los últimos días, los observa detenidamente, no encuentra nada. Mira por la ventana: el cielo está abrumadoramente oscuro. Toma una hoja. Se mueve como si el mundo estuviera detenido, en pausa. No tiene hijos, pero sí un sobrino; piensa en ese muchacho como en un lector cercano y a la vez universal, como si le hablara al mundo, como si se hablara a sí misma. Escribe: “Mi vida se acabó con él. A través de él tuve la felicidad, la tuve con creces, no tengo nada de qué quejarme, pero sin él la luz está muerta. Adiós”. Deja un espacio, como si se quedara pensando unos segundos. Concluye: “Han pasado doce horas desde que se fue. Voy tarde”. Deja la carta sobre la mesa, va hacia el modular; del cajón saca un revólver. Se acomoda en el sillón, pone el arma en su boca. Una, dos lágrimas caen desprendidas. Media sonrisa se le dibuja en la cara, decisiva. Aprieta el gatillo. Nadie escucha el disparo.
“¿Por qué muy poco tiempo después de su muerte cayó en el olvido?”, se pregunta Carine Chichereau en un extenso artículo publicado en la revista francesa Diacritik en agosto del año pasado. Pero antes, el principio: Georgette Agutte nació el 17 de mayo de 1867 en París, Francia, hija de un matrimonio de artistas. Su madre se llamaba Marie Debladis, estudió con Charles Camoni, y dibujaba y hacía retratos. Su padre era Georges Aguttes, formado con Félix-Joseph Barrias y Camille Corot, que había hecho alguna que otra exposición y formaba parte de la Escuela de Barbizon. Georgette estaba en el vientre materno cuando su madre recibió la noticia: la de la muerte de su marido, padre del bebé por nacer. Fue de un día para el otro. Nació huérfana de padre. Al poco tiempo murió su tía, la hermana de su madre: este dato es relevante porque las tragedias unen: su madre se casó con el marido viudo de su hermana, Nicolas Hervieu, consejero de Estado, que tenía una buena posición social. Georgette Agutte creció en una familia burguesa ensamblada llena de medios hermanos.
La lógica hereditaria diría que lo obvio era que se dedicara a la pintura —padre y madre, ambos dibujantes, ambos pintores—, pero algo de la rebeldía infantil hizo que corriera unos centímetros el eje. Quizás no quería repetir patrones. Entonces empezó a estudiar escultura con Louis Schroeder en un estilo completamente académico. A sus veinte años, en 1887, creyó estar lista y presentó dos bustos de yeso en el Salón de Artistas Franceses. En ese momento, de cada diez obras, una sola era hecha por una mujer; la paridad de género estaba lejísimo pero ella algo vislumbraba en el horizonte. En esa escena artística a la que se acercaba con algo de timidez y curiosidad conoció a Paul Flat, un joven crítico de arte que fascinado con el trabajo de Eugène Delacroix. Delacroix había muerto hacía casi 25 años dejando un diario lleno de anotaciones con comentarios sobre viajes, amistades, amores, pero también sobre el arte y la evolución de su obra. Un diario escrito durante cuarenta años. Paul Flat leía con meticulosidad esos manuscritos a los que había accedido con la ayuda del pintor René Piot.
Una noche en que la pintora y el crítico ya estaban saliendo y probablemente ya se habían comprometido, él le presenta a Piot. Conversan durante horas sobre Dellacroix, sobre la ruptura del paradigma academicista y la invitó a algunas reuniones con otros artistas. Piot, como representante de Dellacroix en su círculo cercano, no solo “la introdujo en el color”, como dice Chichereau, también movió los hilos para que entrara a la Escuela Nacional de Bellas Artes a participar de las clases en de Gustave Moreau, “el mayor profesor de Bellas Artes del siglo XIX”. Es algo mucho más grande que un simple favor. Uno puede imaginarla a Georgette Agutte, jovial y a la vez atenta, curiosa y a la vez recatada, al final del salón, atrás de todo, sola, de vestido, tomando apuntes, dibujando, con la fascinación de los niños que entran por primera vez a una juguetería e intentando disimular el estallido de emoción. Ahí conoce a Henri Matisse, que le habla de la libertad —Matisse siempre hablaba de la libertad—, se llevan solo dos años, son prácticamente pares, se hacen amigos. Ya no puede volver a la escultura; ahora la pintura es un prisma de fuego.
Cuando se divorció en 1894, seis años después de casarse, fue todo un sacrilegio para ambas familias. Para ella había algo más que una cuestión conyugal. “La emancipación artística de Georgette Agutte corresponde también a una emancipación de su condición de mujer. Habiendo vuelto a ser legal diez años antes, este acto de ruptura con la tradición burguesa y religiosa sigue siendo un verdadero escándalo, especialmente en el medio de donde proviene”, escribe Chicherau. Ese es el momento en que conoce a Marcel Sembat; en realidad ya lo conocía, era vecino de su tía en Bonnières-sur Seine, de chica ella iba seguido a esa casona, jugaban juntos en la vereda con los demás chicos del barrio. Ese reencuentro de adultos acaricia cuerdas del pasado, al menos en ella, porque él, según escribió en su diario, siempre estuvo enamorado.
Él era un socialista intelectual, como se decía entonces, porque estaba a favor del voto de las mujeres, de extender el derecho al aborto y era un hombre comprometido con la clase obrera aunque no venía justamente de ahí. Se casaron en el 97 y desde entonces jamás se separaron. Formaron un combo: él se dedicaba a la política, ella al arte, pero iban a todos lados juntos, uno opinaba del otro, se involucraba. Sembat ingresó tanto en la disciplina de su esposa que, no solo armaban cenas donde invitaban a artistas como Georges Rouault, Édouard Vuillard o Auguste Rodin, además se volvió un crítico de arte y publicó varios libros sobre el tema. Después de todo, decían al unísono, arte y política no estaban tan separados. Agutte y Sembat consideraban que la vanguardia estética era una expresión profundamente revolucionaria. Lo decían en todas esas reuniones justo antes de levantar la copa para brindar.
Cuando se creó el Salón de Otoño, en octubre de 1903, como una alternativa para los más jóvenes y emergentes que no encontraban lugar en el Salón de Artistas Franceses, Agutte hizo el traspaso. Apostó y no se equivocó. En el Salón de Otoño nació el fauvismo y el cubismo. Ahí también Frantisek Kupka presentó por primera vez pinturas abstractas. Luego participó del Salón de los Independientes y del Salón de los Orientalistas. Para los especialistas, este es el momento en que adquiere la mayor maduración y pasa de cierta suavidad a una estética más fuerte, más potente, más arrolladora. Hay algo en los trazos, en las figuras, en la forma de tratar el color. Francis Carco habla de virilidad y de “los signos de la fuerza” en sus retratos. Hay una carta de René Piot a Marcel Sembat. El tema de la correspondencia es otro, pero en un momento Piot dice, como al pasar, en una suerte de chiste interno: “¡Voy a trabajar con la rabia de Georgette!” Detrás de la apariencia apacible de sus trabajos: la fuerza, la potencia, la rabia.
Otra carta. Ella le escribe a Mattise. Discuten, solían hacerlo, sobre la recepción, sobre la prensa. Hasta hacía poco nadie veía en Agutte algo original. Incluso muchos la sucumbían a esposa de Sembat, como si la pintura le significara un hobbie. Le escribe a Mattise, que en ese momento estaba lejos de ser considerado un genio —no era famoso, a lo sumo alguien medianamente talentoso—: “Hay que trabajar sin pestañear, taparse los oídos y producir lo que se siente”. En otra carta fechada el 1 de octubre de 1911, develando fuertemente su carácter, le escribe: “¿Prensa? Pero, ¿qué significa eso? Para qué preocuparte, si la guerra es cien veces mejor que la indiferencia. Debes atreverte a demostrarlo todo”. Sus muestras individuales llegan a partir de 1908. Hace cinco en total. Todas en galerías respetables. La elogian en diarios como Le Figaro, l’Humanité y Mercure de France. Para ese momento, Georgette Agutte ya tiene el prestigio que merecía. Al menos el que necesitaba.
Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, el matrimonio compró una casa en Chamonix. Georgette descubre el alpinismo y se dedica a pintar acuarelas de gouache. Son paisajes llenos de expresión aunque minimalistas en la composición: nivele, piedras, cielo. El detalle se aleja y el expresionismo estalla en agresividad. Como si la potencia de la naturaleza se redujera a una vorágine de colores. Hay “un lenguaje estético que le es totalmente propio, donde renuncia a la perspectiva heredada del Renacimiento, al tratamiento del objeto en una perspectiva realista, para transfigurarlo a través del color”, escribe Carine Chichereau. Es en esa cumbre de creatividad, en ese momento de fulgor y estridencias que se descascara el final del camino: la muerte de su esposo, el regreso a la casa vacía, el silencio de la noche, una carta de despedida, el revolver en la boca, dos lágrimas desprendidas, una media sonrisa decisiva, el dedo en el gatillo, el disparo, sus obras huérfanas.
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