Fragmento de “Lo que no esperan de mí”, de Mat Guillan

Infobae Cultura publica el inicio de este libro editado por el sello UOiEA! que narra la historia de maduración de un adolescente conflictuado que se muda a un country mientras el país estalla por los aires

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"Lo que no esperan de
"Lo que no esperan de mí" (UOiEA!) de Mat Guillan

No quiero estar acá conmigo. Quiero arrancarme la cabeza, sostenerla de los pelos con los ojos en blanco y vaciarme. Desde que era chico que quieren hacerme descargar. Era como si me vieran arrastrando una mochila llena de piedras, pero el problema soy yo dentro mío.

Alejarse de lo que uno comprende como propio es sumamente traumático, me dijo mi psicóloga. Es momento de que intentes encontrar tu espacio ahí. Después me adelantó que para este cambio en mi vida tenía un nuevo método de trabajo: Necesitamos que te saques todo de adentro. Escribir te va a ayudar mucho. ¿Pero qué escribo?, pregunté. Lo que sientas. Hay veces en que no sé lo que siento. Bueno, escribí lo que sientas, y cuando no sabés qué sentís, contá lo que te pasa, los hechos cotidianos, cosas que recuerdes de tu infancia, todo. Vos descargá, me dijo. Otra vez.

Sentado en el piso de parquet, abrí una de las cajas que seguro embaló Lourdes porque apareció mi viejo tamagotchi rojo con la pantalla vacía, muerto. Fue uno de esos regalos que le hacen a un chico porque llora. Y, ahora que pienso, a los 7 años, fue mi primer amigo. Hace poco me enteré que algunos japonesitos se suicidaban porque su tamagotchi se les moría. Yo tenía otros problemas: lloraba porque pensaba que nunca iba a aprender a leer. Todos mis compañeros ya sabían pero yo no. Me llevaba una parte del diario a mi cuarto y, sin saber unir letras ni formar palabras, lo leía. Estaba convencido de que imitando la posición de lectura de mi padre al desayunar iba a aprender.

Mientras cacheteaba mi tamagotchi agonizante, ni me acuerdo cómo, estaba lográndolo, separando en sílabas, tan fascinado que leía todo. Leía los carteles de la calle cuando caminábamos o íbamos en auto, los volantes que llegaban a casa o nos daban en mano, cualquier cosa. No paraba un segundo. Primero fue en voz alta pero después mi madre me dijo que debía leer para adentro y me daba los manuales de instrucciones de los electrodomésticos para que me callara. No la culpo. Yo tenía hormigas en el cuerpo. Era insoportable. Hablaba todo el tiempo y con todo el mundo. Podía contarle cualquier cosa a cualquiera. No entendía eso del círculo familiar y la intimidad. Era chico. No lo hacía a propósito.

También me daban ritalina porque tenía problemas de atención en el colegio. Los azulejos amarillos de la cocina de la casa de Villa del Parque y mi madre todavía sobria, iluminada por la luz fría de la mañana, haciéndome el avioncito con la cuchara, disimulando su contenido. El micro tocando bocina en la puerta y ella corriéndome por toda la casa. Me atrapaba, me apretaba los cachetes y decía: ¡Tragá, tragá! Así fue como con el tiempo empecé a dejar de hablar, a dejar de molestar, a dejar.

No me gustaba el colegio. Me aburría. No encajaba. Ahí estaba yo, solo y callado. El alumno perfecto. En las clases de Lengua tenía una profesora vieja, con las uñas sucias. Repiqueteaba la mesa, Genoveva, con los dientes pintados de rouge. Cuando estaba cansada nos pedía que escribiéramos lo que habíamos hecho el fin de semana y su uña dedocrática me señalaba a mí entre todos y debía leer. Entonces, mentía salidas de pícnic, de jugar al fútbol con mi padre y a veces había un perro labrador dorado brillando con los rayos del sol trayéndome la pelota. O que íbamos al Parque de la Costa de la mano, pero la salida terminaba con un ataque de zombies. Todos moríamos y, aunque no era lo requerido, Genoveva me felicitaba.

Mi conducta de nene raro me había mantenido aislado, pero eso un día se terminó. Las maestras se daban vuelta y yo recibía un golpe en la cabeza. Lo que primero comenzó siendo un bollo de papel, se transformó en un coscorrón o en el mejor de los casos un toque con la palma abierta. Una vez cometí el error de denunciar la situación a la directora, que después vino al aula a dar una charla de compañerismo y buenas costumbres. Terminé con la nariz sangrando en el baño. El profesor de Gimnasia alcanzándome algodón y yo sintiendo el sabor de la sangre por primera vez, viendo los hilitos rojos irse por el lavamanos. El buzo azul quedó con una aureola violeta. Citaron a mis padres mil veces.

Ellos tuvieron la idea de anotarme en taekwondo, que parecía una mezcla perfecta de entrenamiento y armonía. Calculo que pensarían que me serviría para comenzar a defenderme. El maestro era una especie de Jackie Chan militar que daba órdenes disciplinarias en argenchino y, antes de terminar la clase, armaba combates de cierre. Los padres iban llegando unos minutos antes y algunos miraban atemorizados, pero también se notaba que se enorgullecían si su hijo colocaba un ap chagui y tumbaba al oponente. Yo no quería estar ahí y mucho menos pelear. Me dejaba golpear para humillar, clase a clase, a mi padre, que se había tomado la molestia de llevarme. Creo que él pensaba que esas palizas me estaban haciendo hombre. Al final de las clases conversaba amablemente con el maestro, que de repente hablaba perfecto lunfardo porteño, se llamaba Juan y había nacido acá. Luego volvíamos a casa, todo el viaje en silencio.

En el colegio, tardé en defenderme. Hasta que un mal día, le clavé un compás en la mano a Mario, que tenía la costumbre de escupirme. Con el pizarrón de fondo, vi la cara del Rojo deformarse de sorpresa justo en el momento en que lo hacía. Inmediatamente, pasé a ser un chico violento, pero al menos se había acabado el taekwondo y ahora los chicos me respetaban. Ese compás ensangrentado lo cambió todo. Me unió a Mario y al Rojo para siempre.

Ahora crecí y todo eso ya fue. Me corté la cabeza para vaciar lo que tengo adentro porque, de un día para otro, nos mudamos a este country. Año nuevo, casa nueva, dijo mi madre, sonriente, como si fuera una publicidad. En mi barrio tenía todo y en definitiva ya me había acostumbrado a eso de preguntarme si mis amigos venían a casa porque tenía pileta y cualquier tipo de meriendas o porque eran mis amigos. Además, tenía lo poco que para mí vale la pena: estaba cerca de los chicos y de Naty.

Mat Guillan (Foto: Guido Villaclara)
Mat Guillan (Foto: Guido Villaclara)

Mi espacio acá es mi cuarto. Es más grande que el anterior y desde ayer, que llegamos, no salí. Todavía no tenemos Internet, ni cable, ni nada y la vida real, así, toda junta, apesta. Este aislamiento sin una fuga virtual o televisiva es el cuarto de operaciones en el que licúo mi enojo mirando el techo. Me cuesta dormir. El silencio es ansiedad. La línea de luz que está debajo de la puerta y el sonido de pisadas en la escalera me inquietan. Imito la posición fetal de otras noches y no puedo. El sueño no me lleva. Doy vueltas, pruebo de un lado, de otro, boca abajo, boca arriba, nada. Será que extraño el motor fundido del colectivo 146 entrando por mi ventana a toda hora, no sé.

Afuera es como si las casas se hubieran montado sobre un campo de golf. De vez en cuando oigo el ruido de una moto, una cortadora de pasto, una pileta que comienza a filtrarse. En la planta baja, mi madre grita órdenes poseída por el Führer y sé que Lourdes va de acá para allá limpiándolo todo. Los fleteros siguen trayendo cosas. Todavía me quedan casi todas las cajas sin abrir.

Me siento solo. Pensé que esto era para una vieja viuda acariciando un gato sentada en el sillón, pero me pasa. Antes, en mi barrio, invitaba a los chicos o salía a buscarlos y listo. Ahora seguro nadie tiene tiempo para venir hasta acá. Ni siquiera Naty. La extraño. Es raro, algo pasa con ella y no sé qué es. O algo no pasa. Si yo no la llamo, no me llama. Tengo el síndrome de la vieja viuda, necesito que me llamen.

Desembalé la caja que tiene escrito NO TOCAR. FRÁGIL. CDS. Revolví y encontré Mondo bizarro de los Ramones. Puse el disco al palo como si eso me acercara a los chicos, pero nada. Solo escucho mi cabeza gotear.

Todavía Naty no vino. Hubo mensajes y un llamado que hice yo. Le conté que estaría bueno aprovechar el verano porque la pileta es mucho más grande, que hay unos pájaros que viven en el techo de la casa y que anoche vi luciérnagas. ¿Te acordás de la discusión esa que tuvimos sobre si se habían extinguido las luciérnagas? Bueno, acá hay y son más grandes. Se deben haber ido de la ciudad por el ruido o algo así. Me preguntó si seguía con eso de las arañas. Por ahora no, dije. Tenés que venir.

Yo tampoco volví. Me quedé acá haciendo nada. Bah, sí, matándolos a todos en el Counter Strike. Por suerte, antes de ayer desembalé el engendro de cajas pegadas con cinta que fabriqué para mudar la guitarra criolla y volví a tocar. Hacía mucho que no tocaba. Le vendría bien un cambio de cuerdas. Toco mal, pero toco. Aprendí con el Rojo en los fogones de aquel viaje de estudios al Sur en el que nos emborrachábamos con whisky trucho a orillas del Lago Puelo. Ahí conocí a los Ramones. El Rojo insistió durante todo el viaje con un casete gastadísimo que se escuchaba horrible. Cada vez que terminaba, encaraba el pasillo del micro golpeándolos a todos y se sentaba con el chofer haciéndose el amigo, le preguntaba dónde estábamos, si tenía sueño, le elogiaba la muñeca y le decía que a él le gustaría manejar muchas horas en la ruta porque viajar es la mejor manera de vivir. Ahí aprovechaba para volver a ponerlo y, en una de esas idas y vueltas, volvía con la caja del casete y nos mostraba la tapa: cuatro tipos destruidos y el nombre de la banda, nada más. Esto es punk, decía. Me acuerdo que años después también me dijo que los discos que tienen el nombre de la banda son los mejores discos de esas bandas porque son los más crudos. Cuando volvimos me lo grabó encima de uno de Valeria Lynch que era de mi madre y me enseñó el truco de la cinta scotch en los agujeritos del casete para no tener que gastar plata en vírgenes. El viaje fue eterno y los demás estaban hartos, pero el comienzo con Hey! Ho! Let’s go! era irresistible y hasta las chicas pogueaban en el pasillo del micro. Cuando el chofer se cansaba, ponía Nino Bravo y gritaba: ¡Escuchá! ¡Escuchá!, mirando por el retrovisor, y el Rojo le levantaba el pulgar.

Una noche de fogón, seguía como podía al Rojo. Él comenzó a cantar: Yo que estoy enamorado de vos / desde hace mucho tiempo / me gusta tu cuerpo esbelto / pero más me gusta lo de adentro... Yo me sentía un imbécil forcejeando entre 2 Minutos y la vergüenza abominable que me petrificaba la mano izquierda. A medida que se acercaba el final de la canción y pensaba que pocas veces en mi vida podría repetir un peor momento que ese, levanté la vista y vi que las chicas no se iban. Terminamos y aplaudieron. Paramos y pidieron otra. ¡Otra! ¡Otra! ¿Cuánto podía durarnos?

Con el Rojo teníamos un repertorio acotado y metíamos pausas eternas entre canciones, mirando el lago poniendo cara de reflexivos. Una de las chicas, no vi quién, pidió Fuego de noche, nieve de día, de Ricky Martin. Me sorprendió que el Rojo supiera una parte y el resto terminó sacándolo o mintiéndolo, y yo llegaba a los acordes tarde, como podía, iba aprendiendo en el momento, imitando la postura de su mano izquierda y sonaba todo horrible y cantábamos peor, pero a ellas les gustaba, se reían y cantaban. Éramos una farsa hermosa.

El viento frío nos hizo llegar el olor a humo dulce desde algún lado. Todos empezamos a cabecear para descifrar de dónde venía y sonreíamos cancheros, aunque la verdad es que todavía no habíamos probado. Los profesores disimulaban porque ya estaban hartos de nosotros, del viaje, de dormir en carpa, de todo. Cuando volví a levantar la vista ya se habían ido a dormir. Los pocos que quedaban se acurrucaban entre frazadas, algunos durmiendo, otros transando. Nosotros, con el Rojo, quedamos solos, en silencio. Resignados por no saber parar de tocar en el momento justo para intentar algo con alguna de las chicas. Agarramos entre los dos otro tronco grande, lo tiramos en el fuego y nos quedamos mirándolo consumirse de a poco, como si fuera la televisión, hasta dormirnos. La noche más fría de esas noches únicas, una de las pocas chicas que se quedó a escucharnos hasta tarde era una flaca hermosa de piel blanquísima. Tenía la cara de un bebé recién nacido o de un hada. Era la única que tenía el pelo corto. Ese cuello desnudo era de Naty, que me miraba fijo haciendo chasquear los dedos como si fueran aplausos al final de La hija del fletero y yo, por primera vez, sentí que una chica me miraba dándome una señal de atracción telepática ultrasónica infinita.

Esa noche no llegué a Libre de Nino Bravo, que se había vuelto nuestro número de cierre porque significaba que el Rojo no tenía más canciones en la cabeza. Había tomado licor de dulce de leche para animarme y, cuando me sentí lo suficientemente borracho, le dije al Rojo que me dolían los dedos. Agarré la petaca de Cusenier que tenía escondida, y con mi frazada, me senté al lado de Naty. El Rojo me miró con cara de sos un traidor, pero hice como si no existiera. Tomé un trago de licor y le ofrecí a Naty abriendo además mi frazada. Era como si el frío del lago saliera de abajo de la tierra y nos abrazamos. Tomábamos para calentar el cuerpo y yo juntaba más valor. Con las mejillas pegadas, acerqué mi boca lo más cerca que pude a la suya. Sin que llegara a besarla, murmuró que nunca había besado nadie. Yo tampoco, pero no dije nada.

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