Ante la puerta de entrada a un laberinto, sólo existe una certidumbre: la posibilidad de ingresar. Porque una vez que se ha dado ese paso, todo es incierto. Sobre todo, vislumbrar la salida. Tal vez por eso la figura del laberinto (y su miedo) sean atávicos como el arte: ambos invitan a perderse.
Por eso el valor estratégico de la muestra Laberintos, en Fundación Proa, que se abre al público este sábado: con la curadoría de Cecilia Jaime y Mayra Zolezzi, la exposición recorre al laberinto desde sus orígenes mitológicos que remiten a cuando Teseo se enfrentó al Minotauro dentro del laberinto y lo mató; hasta los laberintos que produjo el arte povera de Michelangelo Pistoletto, con su creación realizada con cartón corrugado y que es única no sólo en cada exhibición, sino también en cada visita con sus accidentes. Una selección temporal, como se puede apreciar, exhaustiva en el tiempo, pero no por eso abrumadora para el espectador, sino todo lo contrario. Al ser una muestra temática que, además, no sólo recoge producciones de las artes visuales sino que le dedica salas al laberinto en la literatura y al laberinto en el cine, produce en el visitante una experiencia total, de aquellas que sería un pecado desechar.
La sala 1, en la que se manifiestan mediante una experiencia audiovisual inmersiva las primeras manifestaciones del laberinto en la cultura, un video muestra en profundidad los símbolos arcaicos del laberinto mientras la voz de Umberto Eco guía el recorrido, que continúa a través del tiempo y culmina en el laberinto más sofisticado imaginado jamás, a través de la web (aunque Borges haya planteado su posibilidad en “La Biblioteca de Babel”). Un recorrido que de este modo energizante da comienzo al recorrido en Proa, que continúa firme, sin pausa, que no permite escapar del aura de la experiencia al espectador.
La ciudad laberíntica de Jericó no podía estar ausente del viaje propuesto por Proa mediante reproducciones diversas de los planos de esta misteriosa ciudad que aparece en antiguas Biblias. De modo potente, el espectador puede apreciar después las cárceles de Giovanni Batista Piranesi, quien en el siglo XVII transformó los planos de ruinas romanas en alucinados calabozos con pasillos interminables, escaleras que llevaban a ningún lado (que serían retomadas por numerosos artistas del siglo XX desde Escher a Xul Solar) y que constituyen unas cárceles oscuras, siniestras y no por ello menos fascinantes. La sala que muestra estos grabados carcelarios en 3D implica realizar un viaje, sin vacilaciones, a un mundo creado con delectación de artista y sombríos sueños.
La misma sala alberga a un gigantesco cuadro de Edgardo Giménez llamado Las escaleras doradas en las que los objetos del título encadenan paredes de ladrillo. La obra dialoga con unos ladrillos similares de Xul Solar, que muestra sus propios laberintos, símbolos que abundan en su producción pictórica como en su propio orden de ideas, influenciado por el misticismo. En la misma sala está el laberinto vidriado de Dan Graham, que el visitante puede recorrer, con unos sutiles vidrios deformantes.
El área literaria, que bien podría dedicarse solamente a Borges –que desarrolló una verdadera afición vital y escritural por los laberintos– lo incluye, claro está, pero también a Julio Cortázar, Umberto Eco y Manuel Mujica Láinez, de quienes se exhiben textos sobre la cuestión (es interesante la reflexión de Cortázar sobre su primera novela Los Reyes) y a la vez trabajos basados en el cuento de Manucho “El laberinto”, por ejemplo, o un video de la biblioteca infinita de Umberto Eco. Uno de los elementos primordiales de la muestra es la reproducción (no a escala 1:1 como hubieran querido en Babilonia) de los laberintos dedicados a Borges, construidos tanto en Mendoza como en Venecia, y que resultan un justo homenaje al escritor. Del mismo modo, se encuentran laberintos no tan frecuentes de León Ferrari, que señalan lo absurdo de la sociedad sin salida, alienada, y que aportan a la totalidad de la obra de Ferrari.
Una colección de revistas Minotaure, el órgano de los surrealistas dirigido por André Breton durante los años 30 del siglo pasado, es uno de los hallazgos más notables y muestran el espíritu de creación incluso en tiempos difíciles, previos a Vichy y el horror de la Segunda Guerra. La posibilidad de que cada visitante se pierda en esas páginas brinda otra muestra de multidireccionalidad de la exhibición en sí.
Un espacio para detenerse es la sala dedicada al laberinto en el cine, con un recorrido de los laberintos que se constituyen en personajes fílmicos desde los años 20 del siglo pasado hasta la actualidad. La sucesión de imágenes no es desordenada sino hipnótica y por eso los 35 minutos del video transcurren con agilidad.
Para terminar, deben mencionarse las obras que muestran a los laberintos dentro del ser humano, alojados en el oído, por ejemplo, y así llamados al ser analizados por los primeros anatomistas y que señalan la posibilidad del equilibrio físico.
Lo cual implica toda una paradoja (sin embargo, ¿qué es el laberinto sino una paradoja?): un equilibrio que puede llevar, si no se encuentra la salida, a la desesperación. Aunque tal vez esa sea la esencia del laberinto: la anormalidad de la norma, y tal vez por eso esté incorporada al uso popular de esta manera: el eterno laberinto político de los argentinos, que pareciera ser el terreno regular y desorientador de cada día; los laberintos de pasiones, tanto los almodovarianos como aquellos que desde la telenovela latinoamericana muestran tramas increíbles, cotidianas; los laberintos del ser en los que estamos sumergidos incluso con terapia una o dos veces por semana. Se entra al laberinto como una apuesta. Se entra al laberinto para perderse. Y la salida, si se encuentra, ubica a quien lo haya recorrido, transformado: ya sea envilecido o con las armas del héroe.
El laberinto es infinito. Y así y todo, en Proa se puede adentrarse en sus fragmentos deslumbrantes. Y, encima de todo, quizás el visitante pueda salir.
*La muestra Laberintos se inaugura el sábado 3 de septiembre de 12 a 19h con entrada libre y gratuita en la Fundación Proa: Av. Pedro de Mendoza 1929, La Boca, Ciudad de Buenos Aires. Puede visitarse hasta noviembre.
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