Mientras el cohete Space Launch System se prepara para despegar hacia la Luna, en una efeméride particular, los cincuenta años de la última vez que la Nasa puso a un grupo de astronautas a caminar sobre territorio lunar, en un bar porteño dos intelectuales conversan sobre la forma en que naturalizamos esta sensación de futuro permanente. Ingrid Sarchman y Germán Rúa son dos de los organizadores de Posthumania # 2: Espacios trastornados, jornadas sobre tecnología que organiza el área (no) Pensamiento de la Fundación Andreani este fin de semana en La Boca. El sábado 3 y domingo 4 se reunirán filósofos, científicos artistas, gamers, hackers, escritores y expertos en narrativas inmersivas, con entrada gratuita al público, para abordar este tópico desde lugares puntuales.
Pero ahora son las tres de la tarde de un lunes soleado en Colegiales. No es cualquier lunes, la Nasa busca volver a la Luna con una nave no tripulada. En las afueras del Centro Espacial Kennedy de Cabo Cañaveral, la gente se instala con sus reposeras, sus cervezas; se disponen para ver un espectáculo espacial. “Esta vez vamos para quedarnos”, dijo el jefe de operadores de vuelo de la misión. Finalmente el despegue se canceló: problemas técnicos. La nueva fecha elegida es este sábado, justo cuando esté por comenzar Posthumania # 2. El futuro también tiene sus fallas.
“A la par de que se está reactivando la escena espacial cósmica hay una miniaturización de la tecnología. Elementos que no existían cuando nacimos y hoy ya es algo cotidiano, pero todavía va a avanzar mucho más. La nanotecnología implica una perspectiva microscópica que ni siquiera la podemos imaginar y que puede introducirse en nuestro cuerpo. Eso implica pensar nuestro cuerpo como un territorio donde no importa quién es el portador: se introduce una tecnología para cambiar el escenario. El cuerpo como escenografía. Cosas que hace cincuenta años eran impensables”, dice Germán Rúa, profesor de Filosofía y creador del evento.
Este año, comparte la curaduría con Ingrid Sarchman, Licenciada en Comunicación, y Margarita Martínez, Doctora en Ciencias Sociales. “El año pasado se trató de pensar el cyborg, pero no el que vemos en la ciencia ficción, sino el que vive entre nosotros: todas las maneras en las cuales las máquinas y las personas interactúan, desde la posibilidad de tener una prótesis o tener un celular adosado que te vaya contando los pasos y que te avise si caminaste más que ayer o si pesás menos o lo que fuera. Esa misma pregunta por el cuerpo humano, este año se traslada al espacio”, dice Sarchman.
Si la tecnología existió siempre, ¿cuál es la postal actual? Quizás esté en ese concepto que desempolvó Mark Zuckerverg el año pasado al cambiar el nombre a su compañía: ya no es Facebook, ahora es Meta. Cuando presentó esta sutil modificación explicó que quería “reflejar su enfoque en la construcción del metaverso”. Se dice que el término metaverso se escribió por primera vez 1992, en la novela Snow Crash de Neal Stephenson, pero eso ya no importa. La idea de un universo post-realidad, de un entorno de multiuso perpetuo es de una semántica inagotable. “El metaverso va a funcionar, por algo se está vociferando tanto: que nos vinculemos con cascos para interactuar con manos virtuales va a dar otra perspectiva del cuerpo, de tocar el otro, pero ¿qué va a ser tocarlo?, ¿tocarlo digitalmente?”, se pregunta Rúa y agrega: “El espacio tradicional ya no es el que más prioritariamente nos atraviesa. Hoy hay una idea de que hay que adaptarse permanentemente. Los espacios mismos se pueden editar. Estamos todo el tiempo editando dónde estamos. No solo nos editamos a nosotros mismos con filtros de Instagram, también los lugares que habitamos los podemos transformar de una manera que antes no existía: tenés tu mesa, tu espacio, tu casa, los ladrillos; ahora pasa por otro lado el habitar”.
—El lema de esta edición es “Espacios trastornados”, ¿por qué?
—Ingrid Sarchman: Lo trastornado, lo trastocado da cuenta de algo relacionado con la desorientación, que tampoco debería ser algo mal. Si el siglo XX es un siglo de certezas -madre, padre, hijo, hija, las sexualidades incluso, porque estaba la idea de “sexualidades desviadas” o “conductas desviadas”-, en este siglo nos desorienta la idea de estar acá, de estar allá, no tener esas certezas..
—Germán Rúa: Eso no es bueno, pero es interesante. En ese sentido, el evento no se posiciona en un lugar absolutamente crítico de la avanzada tecnológica ni tampoco de fascinación embobada. Hay muchos eventos que trabajan el tema de la tecnología desde un lugar de “qué impactante que es el mundo”. Lo nuevo causa mucha atracción. De la Filosofía, de las Ciencias Sociales, de donde venimos nosotros, hay una aprehensión muy grande frente a esa fascinación, entonces se termina haciendo lo contrario: “apagá el celular”, “encontrate con gente en el campo o en el barrio”.
—IS: “No tenemos wifi, hablen entre ustedes”. Ese cartel nefasto que aparece en algunos bares da cuenta de una especie de nostalgia, de un pasado donde la gente se miraba a los ojos y se comunicaba y no había nada que lo interrumpiera. Es cierto que mientras estamos hablando se puede prender la pantalla de nuestros celulares y aunque no contestemos vamos a mirar, pero eso forma parte de nuestro medioambiente. Si es verdad que las certezas se trastocaron, por otro lado vivimos en un mundo sumamente algoritmizado donde cada paso que damos es medido y en este momento somos geolicalizables y nuestras búsquedas sirven a la construcción de un perfil, todo eso que ya sabemos. Somos como una especie de granito en ese universo intentando producir cierta extrañeza.
—GR: Va a haber una charla de un experto en Informática, un Perito Forense, alguien que está acostumbrado a violar leyes de Estado, trabaja para el Estado.
—IS: Es un hacker bueno.
—GR: Le pusimos al taller “Cómo volverse invisible”. Hay un lugar, un espacio trastornado, donde todo el tiempo estamos pudiendo ser geolocalizados y franqueados en nuestra privacidad. Nosotros mismos lo permitimos. Saben dónde estamos y probablemente sepan qué estamos hablando. Eso es una violación, no solo a la privacidad, también a las leyes del espacio. Antes había lugares infranqueables y ahora eso es prácticamente inimaginable: ¿adónde uno se puede ocultar hoy?
—IS: Y la pregunta es si nos queremos ocultar. Nos estamos exhibiendo todo el tiempo. Cada situación es fotografiable, narrable, entonces hay una conducta que a mí me interesa: ¿queremos ser invisibles?, ¿de qué manera podemos plantearnos la invisibilidad? Algo que tendemos a decir todos por el trabajo o porque no paran de bombardear es “quiero ser invisible, quiero desaparecer”. De todos modos fíjense que nadie nos escribió, tampoco somos tan importantes ni tan requeridos. En cuarenta minutos no me escribió nadie. Tenemos esa idea de que no queremos ser encontrados. Es una pregunta que me interesa: ¿de verdad no querés ser encontrado?, ¿de verdad querés ser anónimo?, ¿de verdad no querés que la gente, tu pequeño auditorio, sepa quién sos? Con lo cual la idea de la dislocación te obliga a decir: “pará, ¿dónde estoy parado?, todo eso que yo narro de mí mismo y me jacto, ¿soy eso?, ¿quiero ser eso?” Lo trastornado implica una pregunta sobre qué lugar queremos ocupar.
—Uno de los ejes es el planeta Tierra como organismo biopolítico en crisis.
—GR: Cuando pensamos en qué sentido están trastornados los espacios nos dimos cuenta que eran muchísimos. Tal vez el más difundido hoy es el ambiente, en el sentido más general del término. De ahí hablar de Antropoceno, de cómo la internet la pensamos como una nube pero también tiene una materialidad oculta que tratamos de no ver. Siempre hay algo que uno trata de poner al costado. Parte de la fascinación de la tecnología es que no está en ningún lado, que es etérea, algo incluso medio cristiano, como que internet es Dios, como el aleph de Borges, pero de pronto internet entra por Las Toninas, es algo duro por lo cual hay una guerra por los cables, por el espacio, entre Google, Amazon y otras que sus nombres no son tan conocidos. Una lucha económica y política muy fuerte.
—IS: Y después está la cuestión de los deshechos: las baterías que no se usan, todos esos cementerios de deshechos tecnológicos también son temas que parecieran que estuvieran relegados. Son como los talleres clandestinos del Tercer Mundo. Internet pareciera ser esa cosa a la cual todos estamos conectados y no tuviera una parte material y una desigualdad.
—¿Hay un corte inicial de lo tecnológico? Si existe lo tecnológico, ¿existe lo natural?
—IS: No. Sloterdijk dice que tecnologías existieron siempre, tecnologías asociadas a técnicas determinadas. Tiene una frase que es muy clara: “Antes piedras, ahora teclas”. En todos casos la pregunta que tendríamos que hacernos es qué tipo de tecnologías nos circundan, qué tipo de teclas. No hay un estado natural. Las tecnologías permitieron el fuego, la rueda.
—GR: Sloterdijk habla mucho de lenguaje. Somos seres de naturalidades artificiales. Se habla también de la naturocultura. Hay una idea cada vez más vigente que es salir del binomio naturaleza-cultura. También suele decirse que hay que resistirse a las tecnologías, que hay que ampararse en un mundo natural, pero eso nunca existió. ¿En qué momento el ser humano no estuvo rodeado de herramientas que fueron decisivas para transformarnos en lo que terminamos siendo? Siempre terminamos transformando y trastornando los espacios.
—IS: Tal vez la característica de esta época sea que esta tecnología es más invasiva que en épocas anteriores. También se construye toda una demonización de eso que usamos. Esta idea de estar pegados al celular o de suponer que tenemos una necesidad de estar comunicados. Desde la Filosofía del Lenguaje es importante preguntarnos por qué, en la actualidad, nuestra relación con la tecnología es de amor-odio, demonizada, rechazada. Por otro lado, el discurso de un lugar natural al cual volver es muy sintomático: supone la vida natural versus la vida tecnificada. Y viene de la mano incluso de la comida, de volver a lo natural, de plantar tu lechuga. Personalmente, creo que es un gesto snob, artificial y dedicado a gente que tiene mucho plata. ¿Por qué lo digo? Porque nosotros, como trabajadores, ¿nos podríamos dar el lujo de no tener celular, no tener WhatsApp, no tener mail? ¿Podriamos darnos el lujo de “estar desconectados”? Es una herramienta de trabajo y como tal tiene que ser asumida como parte del medioambiente. Esa especie de discurso de vuelta a la vida natural es un estado mítico que no existió nunca, pero sí es cierto que pregna mucho. Creo que está un poco relacionado con resistirse a lo que uno es. Resistencias hipócritas.
—GR: Son narrativas. Yo tuve educación cristiana y me decían de chico: “Dios está en todas partes”. Un invento genial: a alguien se le ocurrió que Dios está en todas partes. Ahora ya no está, pero sí está internet con Google y algunas de todas esas apps nos están escuchando porque las autorizamos. Yo recuerdo el sentimiento, Mafalda habla eso, de que Dios está hasta en lo que pensás. Es una narrativa. Lo de la invisibilidad es similar: no soy invisible, aunque esté calladito la respiración me la escuchan. Es lo que ocurría en 1984: había que ponerse en un costadito donde no llega la pantalla. La religión fue muy efectiva en crear cómo funcionaba todo, lo que implica el cuerpo, si te desnudás, a quién tocás, a quién no tocás y la gente se armaba la narrativa de su vida así. Estas nuevas tecnologías arman otras narrativas. Hay algo interesante que pensamos y que va a suceder: una charla de gente que programa narrativas inmersivas. El que piensa la interfaz de las redes, por ejemplo, gente que está espacializando nuestra cotidianeidad. Lo deciden en general programadores y hay que ver si piensan, más allá de la lógica de su trabajo, cómo eso termina definiendo muchas cosas. Bueno, el famoso visto de WhatsApp, un fenómeno espacial, temporal y existencial de alto calibre, incluso ético. Una de las cosas por las que te sentís mal con el otro: porque te clavó el vito. Alguien decidió el visto. Mientras hoy estamos acá hay gente que está definiendo la próxima fase, si vamos a ir al supermercado con el casquito, por dónde nos vamos a mover, qué va a pasar con eso. Hay cosas que las van a calcular y otras van a suceder sin que las calculen.
—Pareciera que estamos en un mundo rebalsado de distopías, pero ¿hay lugar para las utopías?
—IS: Pienso en la aldea global de McLuhan, que tiene una especie de imagen que se vio bien en la pandemia: la posibilidad de estar conectados, poder trabajar a distancia, poder ocupar diferentes espacios. Una especie de aldea global igualitaria. Yo creo que los discursos sobre la tecnología pivotean y no terminan de decidirse. A veces se impone la distopía porque tenemos la idea de catástrofe en el horizonte: las tecnologías, el calentamiento global. Tenemos una idea de catástrofe global a la vuelta de la esquina. Sin embargo, hay convenciones donde hay miradas esperanzadoras acerca de las posibilidades de la humanidad.
—GR: Cuando se piensa la filosofía generalmente se ve como algo viejo, lejano, de cientos de años, como que la mayoría están muertos. De pronto, en la pandemia, con un fenómeno tan fuerte, aparecieron los filósofos a ver qué podían decir.
—IS: Esta vez dijeron boludeces.
—GR: Sí. Me acuerdo que volvieron a traer el tema de volver al socialismo. Decían: “es el momento del socialismo”. Yo no lo veía. Pero me parece que no tenemos herramientas para salir de estos conceptos binarios, de pensar el mundo en términos distópicos o en términos utópicos. Son como slogans, formas fáciles de ordenar la realidad. Al final estamos viviendo en esta distopía-utopía, pero al final no termina siendo ninguna de las cosas.
—IS: De todas formas, en la ficción se impone más una mirada distópica. La clásica serie Black Mirror o Years and years. Hay una serie francesa que se llama El colapso que es muy interesante para pensar por qué la ficción no puede ser optimista. Es como si la ficción se hizo cargo de la distopía. No estoy muy segura porque seguramente existan series y películas utópicas, pero tienen más prensa las distópicas, y eso es un síntoma. Insisto con la idea de catástrofe: aparece en muchísimos dossiers de revistas, libros, artículos. La desorientación, la dislocación, el trastorno, ¿dónde estoy?, ¿qué hago? Si hay algo que hizo la pandemia fue eso: ¿dónde me ubico? Distancia social, barbijo, no sabíamos cómo estar en la calle. Fuiste a un cumpleaños y no sabías como saludar a la persona: beso, no beso. El clima es un clima desorientado. La buena noticia es que tenemos mucha capacidad de adaptación: rápidamente dejamos el barbijo, volvimos a saludarnos. Sin embargo, el horizonte catastrófico permanece.
—GR: Hoy la única utopía posible es viajar, el turismo, algo que se interrumpió con la pandemia. Pero el turismo, “la mejor plata invertida”, como dice la propaganda, tiene su contracara en las migraciones forzadas. El tema del turismo, la gran promesa de felicidad de nuestro mundo, es un horror. Un mundo súper automatizado. El placer y la utopía están automatizadas, mediadas a través de internet, todo preseteado. Una utopía extraña: deseamos lo que nos han acostumbrado a desear.
—IS: Pienso en las promesas del all inclusive.
—GR: El único lugar donde todo funciona. Ahí o en Nordelta, ese tipo de promesas para pocos.
—IS: La literatura ballardiana apunta a eso. Noches de cocaína, una de las últimas, habla de un lugar, un club vacacional, donde empiezan a suceder crímenes porque la gente se aburre. Había un párrafo que decía que la gente a los veinticinco años la gente ya se jubiló, ya viajó, ya se compró todo, ¿qué hace entonces?, comete crímenes.
—GR: Estamos cerca de eso.
—IS: Sí, porque aparece la idea de aburrimiento. Mientras tanto subsistimos. Esa es la conclusión a la que siempre llegamos cuando hablamos de la Filosofía de la Técnica y estas miradas catastróficas: que seguimos sobreviviendo. Estamos en una tarde hermosa de sol tomando cafecito en un lugar muy lindo donde la gente civilizadamente charla, algunos solos y conectados. La vida sigue.
—Pero la tecnología también reproduce las desigualdades. Lo digo pensando en esas islas que son, claro, para pocos.
—IS: En España hay un movimiento que se llama los desconectados: gente que ha decidido no tener más celular entonces vive su vida a partir de la posibilidad de recorrer ciertos circuitos. Por ejemplo, se avisan de fiestas de boca en boca. La tecnología o la no tecnología, en los dos casos, muestran la cara de la desigualdad. La posibilidad de decirle no a la tecnología pone en evidencia la desigualdad. La posibilidad de poder gozar de ciertos placeres también pone en evidencia la desigualdad. Podemos pensar en Conectar Igualdad o en otros programas que suponen que por darle computadoras a los chicos están supliendo la desigualdad. No estoy tan segura. Lo que sí estoy segura es que podés resolver algo de la brecha digital, pero me parece que hay algo del modo de organización mundial que las tecnologías potencian en esa desigualdad.
—GR: Hay algo para agregar que en algún sentido me parece peor: que las tecnologías reproducen igualdades, y eso es un espanto: el proceso de uniformación creciente. Estoy de acuerdo en todo lo que dijo Ingrid, pero hay algo más poderoso e invisible que va creciendo y creciendo que es que cada día somos iguales. Iguales en el peor de los sentidos: la uniformación. La universalización de Whatsap, por ejemplo, produce igualación, pero es una igualación que quién puede desearla. Queremos liberté, égalité, fraternité, y tal vez se esté produciendo la égalité pero es al costo de la digitalización de todos nosotros. Como datos somos muy similares. Cada vez somos más datos que diferencias. La diferencia igual resiste a los datos, pero cada vez se vuelve más chiquito el espacio de diferenciación, por lo menos del que podamos ser conscientes. Justamente por eso se vuelve tan importante distinguirse. Antes era, como aparece en las grandes distopías, una manera coercitiva; ahora es amable, atractiva y todos queremos participar. Ahí es donde tiene una eficacia tremenda. Y no parece algo distópico, entonces cuando no te parece que es distópico ahí está funcionando la distopía.
—Si la tecnología avanza cada vez más sobre nuestra cotidianeidad y a la vez no hay un orden natural al cual volver, ¿dónde ven hoy expresiones de resistencia, si es que las ven?
—IS: Creo que las resistencias son individuales y chiquitas, pequeños actos de rebeldía relacionados con gestos individuales. Hay una teoría en Comunicación que es de la década del sesenta que se llama Teoría de usos y gratificaciones donde cambiaban la pregunta por ¿qué hacen los medios con la gente? por ¿qué hace la gente con los medios? Creo que el acto de resistencia sería invertir la pregunta: qué hago yo con eso. Si eso que hago es algo proactivo, productivo. El arte digital, para mí, es una zona de resistencia. Es dar vuelta la tecnología y construir otra cosa. Leí un artículo que se preguntaba si el arte digital conservaba el aura, retomando a Benjamin. Lo leí y dije: claro, el arte digital es un acto de subversión a la repetición de siempre lo mismo. Con esos materiales, hacer algo distinto.
—GR: La resistencia, como concepto, es sumamente peligrosa. En general está asociada a formas anacrónicas, anticuadas. Coincido con Ingrid en que la manera donde uno puede resistir no es el puño cerrado, sino que pasa por la creatividad: permitirse imaginar extrañezas.
—IS: Es construir una singularidad.
—GR: Son narrativas, lo que hablábamos antes. Creo que el arte es la forma más fácil de ver cómo encarar eso desde una resistencia creativa.
—IS: Personalmente creo que la revolución ya está, ya pasó. 1917 ya pasó.
—GR: La palabra resistencia lleva mucho a eso y me parece que eso es súper anacrónico, es no entender por donde siguió la cosa.
—IS: Como las vanguardias del siglo XX trataron de formular ciertas cuestiones de la reproducción de la obra de arte, en el arte del siglo XXI se ve eso. No solo en el arte digital. Pienso en el bioarte. Hay una artista que se llama Heather Dewey-Hagborg y que tiene una obra súper interesante que es como un paradigma de esto: ella lo que hizo fue salir a la calle y juntar colillas de cigarrillos, pelos, chicles, sacó el ADN, fue obviamente al laboratorio, y armó máscaras. La obra se llama Stranger Visions: una exposición de máscaras de gente de la cual extrajo su ADN. Eso da cuenta de cómo cierta tecnología avanza en la construcción de la identidad y ella te lo muestra. Eso no quiere decir que salga con una cofia a la calle para que no se me caiga el pelo. En todo caso lo que te muestra el arte es lo que la técnica avanza y lo que puede construir en términos identitarios. Es impresionante ver esas máscaras.
—GR: Es producir extrañamiento. El arte resiste porque produce extrañamiento. Si nos dan una lógica de cómo nos vamos a empezar a conectar y nosotros la pudiéramos empezar a perturbar, a trastornar. En ese sentido “Espacios trastornados” podría llevar signos de admiración y funcionar como un manifiesto: ¡trastornémoslos!
* La segunda edición de Posthumania se llevará a cabo el sábado 3 y domingo 4 de septiembre entre las 12 y las 19 horas en la Fundación Andreani: Av. Don Pedro de Mendoza 1973, CABA. Para mayor información, aquí.
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