Hola, ahí.
En estos días recordé un libro que en su momento me impactó mucho y que me hizo conocer a una gran escritora, Maggie O’Farrell. La escritora irlandesa anduvo de boca en boca y de reseña en reseña tiempo atrás por su novela Hamnet, que cuenta la historia de Agnes (Anne Hathaway), la esposa de William Shakespeare y madre de sus hijos.
Es la historia de Agnes y de su maternidad y de su duelo, es también la historia de una peste y es, sobre todo, una maravilla narrativa. Pero te decía que recordé estos días otro libro de O’Farrell (Irlanda del Norte, 1972), se trata de Sigo aquí (Libros del Asteroide), una autobiografía singular en la que, para contar su vida, su autora elige momentos en los que vio de cerca a la muerte, o al menos creyó verla.
Algunos de los episodios son más psicológicos (un avión en picada, unos ladrones al acecho, la caída a las profundidades del mar sin poder regresar a la superficie), otros en cambio tienen que ver con la fatalidad que, estando allí mismo, cambió de rumbo. Hay relatos fuertes, como el de la encefalitis que la afectó cuando era una niña o su primer parto, un drama sangriento aunque previsible, o una infección intestinal feroz que la afecta en un alejado pueblo chino.
Hay un único relato en el que la protagonista no es ella sino su hijita, que padece de una condición alérgica que la hace dependiente de la adrenalina inyectable y para quien cada minuto cuenta. “En situaciones así, el pensamiento se encoge, se afila, se estrecha. El mundo baja las persianas y te quedas reducida a una sola idea cristalina, a un único objetivo: mantener a la niña con vida, atraparla en el mundo de los vivos, agarrarte a ella y no soltarla jamás”, escribe.
Pues bien, como las ideas llegan así, por espasmos, y porque además si hay cita podemos hablar de homenaje y no de plagio, esta vez elegí escribir sobre las veces en que la muerte estuvo dando vueltas sobre mi cabeza.
Seguramente, después de leerme -o mientras lo hagas- recordarás tus propias citas con la señora inquietante a quien todos queremos mantener bien lejos.
Había una vez un circo
Mi mamá contaba siempre este episodio, creo que porque de ese modo se corría del dolor por el que pasó pero también porque la historia estaba buena. Vivíamos en San Justo, yo tendría dos o tres años y mi hermana Mariana era una bebé. La chica que trabajaba en casa se ofreció a llevarme al circo y a mis viejos les venía bien, supongo. También supongo que era durante un fin de semana y que la chica ese día no trabajaba pero, por algún motivo, se ofreció a llevarme de paseo. Todo estaba encaminado, pero cuando llegó la hora del regreso, no hubo regreso. Recordemos -cuesta ubicarse, lo sé- que en la década del 60 no existían los celulares y la única manera de contactarse sin presencia física era a través del teléfono de línea o de la carta de papel. No había manera de calmar la ansiedad ni dominar la espera.
Seguían dando vueltas las agujas del reloj y crecía la angustia de mis padres, al punto que hicieron la denuncia en la comisaría. La incertidumbre rasgaba el alma de mi familia y comenzaron a imaginar las cosas más horribles para mi supuesto destino, esas que van del robo de niños al secuestro y, de ahí, al crimen. La tragedia se presentía.
Eran alrededor de las once de la noche cuando entramos a casa, la chica y yo. No solo no había muerto sino que parece que entré a pura felicidad de niña, golosinas y globo, completamente ajena a la desesperación de los míos. No recuerdo absolutamente nada del romance de la chica que me cuidaba ni de qué hizo con el novio durante las horas en las que estuvimos afuera de casa. Mi madre insistía con que ella me había llevado para encubrir su encuentro con el muchacho y vaya a saber qué chanchadas habían hecho conmigo ahí, pobre criatura.
No registro trauma alguno aunque no puedo desmentir la idea fija de mi mamá acerca de que esas larguísimas horas tal vez hayan sido el inicio -como voyeur- de mi educación sentimental y sexual.
Si lo fueron, no me parece haber tenido mala suerte, la verdad.
En el mar, con Nori
Hace un tiempo conté esta historia para una revista y me gusta cómo la conté, con una escritura que casi no deja lugar a la respiración, de modo que me copio a mí misma (hago “cartoneo de mí misma”, diría María Moreno) porque no estoy segura de que pueda salirme mejor:
Entramos corriendo al mar con Nori; la arena nos quema las plantas de los pies. No paramos de hablar y de contarnos cosas mientras avanzamos ya acariciadas por el agua y escondidas de las miradas molestas que nos persiguen desde la entrada de las carpas, tipos grandes. Tipos grandes. Agitamos los brazos mientras flotamos; cerca nuestro hay más personas que avanzan también y vamos saltando las olas sin medir distancias. Veo de pronto a una mujer embarazada y sola haciendo movimientos raros, como si pidiera ayuda. Miro hacia atrás y advierto que estamos lejos de la orilla y le digo a Nori eso, estamos muy lejos de la orilla, Nori. Intentamos regresar pero no podemos, el agua pesa, nos pesa. Cada avance es un paso chiquito y las olas son más grandes, nos voltean y nos siguen llevando mar adentro. Tenemos 14 años y todo para nosotras se hace drama en cuestión de segundos, empezamos a desesperar y a llorar. Morir ahogadas no es lo que imaginábamos cuando nos metimos al agua; salir con la asistencia de varios guardavidas que se acompañan con cuerdas y nos piden que nos tomemos de ellas mientras buscan tranquilizarnos, tampoco. Ya de regreso en la orilla, en medio de aplausos entusiastas de conocidos y desconocidos, solo me importa acomodarme la bikini marrón y terminar lo antes posible con esa fama fresquita de sobreviviente que me avergüenza muchísimo. Alguien -¿Fanny-Feigue-mamá?- me alcanza la bata de toalla roja con la que me cubro de miradas ajenas.
Pensé en suicidarme dos veces, me arrepentí pronto
La primera:
Él ya no me quería y yo no me había dado cuenta, no podía darme cuenta: mi casa era un caos, mi papá se había ido a vivir a otro lado y yo no tenía más energía que la que me estrujaba esa familia en disolución. Mi novio de entonces no estaba muy interesado en estar con una muchacha sufriente y posiblemente necesitaba emociones fuertes de otro orden, de modo que tomó la decisión de romper de un momento para el otro. Y cuando digo de un momento para el otro soy literal. Un domingo a la tarde subió al baño y cuando bajó me dijo que se iba y que lo nuestro ya no iba a continuar. Shock.
Mi madre había sido abandonada, yo había sido abandonada. Tenía 18 años y comenzaba a convertirme en la mamá de mi mamá. Por lo que me contaban, él no parecía perturbado por el final de nuestro vínculo y yo, en cambio, no encontraba manera de seguir adelante sola y quería decírselo. Lo cité en La Ópera, fue. Le dije que estaba mal, puso cara de circunstancia. Le di una carta de despedida, pero era una despedida más allá de él. No pensaba seguir con vida, eso creía.
Salí de ahí en mi telenovela personal y me fui caminando a Plaza Miserere para tomarme el 88 de regreso a mi casa de San Justo, en donde mi mamá se pasaba los días metida en la cama, hundida en el abandono. Ya sentada y de cara a la ventanilla del colectivo, sentí que alguien ocupaba el asiento de al lado. Cuando me di cuenta, un pibe algo más grande que yo me hablaba del libro que tenía en la falda por si me daban ganas de leer. Y yo le respondía con naturalidad, y seguíamos hablando, y cuando quise darme cuenta me había olvidado de que me quería morir. Y la tarde estaba hermosa, y me sentía ridículamente libre.
Cuando llegué a casa, Marta, que nos cuidaba desde hacía siglos y que por entonces se ocupaba de atender a mi mamá, mostró señales de alivio pero así y todo me frenó en la puerta y me impidió subir la escalera hacia mi habitación: tenía miedo. En pánico, mi ex novio había llamado a casa luego de leer mi despedida del mundo y entonces no querían dejarme sola. Marta no podía saber que yo ya no quería morirme así como tampoco quería saber nada con ese novio que huyó a la primera de cambio.
Ni ella ni yo podíamos saber por entonces todo lo bueno que la vida me tenía reservado para los años por venir.
La segunda:
Fui mamá a los 25, muy joven. No tenía muy claro mi destino profesional y tampoco sabía muy bien por dónde iría mi futuro; solo sabía que quería tener hijos y cuando nació Agus cumplí ese deseo tan Susanita de Mafalda con toda la intensidad posible. Fue un tiempo de pura dedicación a la maternidad.
Mi bebé tenía once meses cuando empezó con fiebre altísima. No era la primera vez, pero tenía vómitos y diarrea y algo me hacía pensar que se trataba de algo diferente. Hacía muchísimo calor, estábamos en una casa prestada, en un country de la zona norte, seguramente era a comienzos de noviembre.
La fiebre no cedía y su papá y yo comenzábamos a desesperar. En un momento, el bebé se quedó con los ojos fijos como dados vuelta, su cuerpito rígido. Lo vi muerto, me sentí morir. Me quise morir. Al borde del patetismo abrí la puerta de calle y salí para tirarme bajo el primer auto que pasara. Era la hora de la siesta. En un country. No había nadie fuera de sus casas por el calor. No había autos.
Empecé a sentirme doblemente horrible; además del dolor por lo que creía que estaba pasando y la vergüenza por mi reacción penosa, me culpaba por haber abandonado a mi hijito. Regresé suicida frustrada pero con una idea en la cabeza. Alcé al bebé y lo puse debajo de la canilla de la cocina, así, de manera automática. Estaba con fiebre, calentito, el agua fría tendría que calmar su estado y, tal vez, si estaba desmayado podría ayudarlo a recuperarse. Pensamiento mágico o no tan mágico.
En cuanto fui consciente de lo absurdo de todo, me iluminé. Una convulsión, eso era lo que estaba teniendo el bebé. Yo misma había sufrido convulsiones febriles y fui medicada por varios años pero no me había dado cuenta de esa relación, y tampoco tenía claro entonces que las convulsiones febriles son hereditarias. El papá de Agus estaba con el pediatra al teléfono cuando volvieron las razones para no morirme. “Decile que es una convulsión”, grité desde la cocina con absoluta convicción.
El chorro de agua fría hizo efecto casi enseguida. Recién cuando los ojos de Agustín volvieron a fijarse en los míos, volví a sentirme de este lado de la vida.
Cuando me creí bajo tierra en Manaos
Fueron un par de minutos en los que no terminaba de saber si estaba despierta o soñando o si había muerto. Es que me sentía despierta y por eso no entendía cómo, si efectivamente tenía los ojos abiertos, no se veía ni una mínima luz, nada de nada. Cuando digo nada de nada es porque la oscuridad era absoluta. Miedo. Me sentía la amortajada, el personaje de la novela de la chilena María Luisa Bombal, que piensa y narra desde su ataúd.
No me animaba a moverme ni a mirar hacia los costados en esa vigilia sospechosa; apenas miraba hacia arriba y hacia adelante y deslizaba las manos sobre la cama despacito en busca de alguna referencia. Estaba aterrada por lo que podía encontrar.
Por un segundo me pregunté si estaba bajo tierra y al mismo tiempo tenía esa leve sensación que las acciones imprimen en tu cerebro: estoy en la cama, sí. Fue anoche cuando me metí a la cama en este hotel, después de una cena divertida. Estoy en Manaos, en Brasil, vine a un congreso de suplementos culturales. Estoy sola.
El silencio cerrado le daba alas al terror de la oscuridad.
Fueron un par de minutos, parecieron siglos. A través de la ventana, unas voces en otra lengua y unas risas jóvenes me devolvieron a lo real y me serené: se cortó la luz, me dije. Hay un corte de luz general, es de madrugada. Y en un rato volverá a salir el sol.
Y me volví a dormir.
Mi falso ACV coreano
En 2015 viajé junto con un grupo de periodistas de todo el mundo a Corea del Sur. Quienes viajaron alguna vez a Asia desde la Argentina saben bien lo que producen en el cuerpo y en la cabeza las 36 horas (de mínima) que dura ese traslado. El efecto del jet lag en esos casos no se parece a ningún otro; ver la noche y el día en un mismo vuelo y viajar doce horas hacia adelante en el tiempo (luego a la inversa) se asemeja a un episodio de una novela de anticipación o de Black Mirror. El cuerpo y la cabeza están al borde de la implosión, no exagero. Todo se desacomoda, hasta el alma.
Lo cierto es que al día siguiente de llegar tenía que leer una ponencia y tenía que hacerlo en inglés. Me habían pedido un texto sobre el tema derechos humanos en Argentina, lo había traducido con ayuda de mis hijos y ahora tocaba leerlo ante un auditorio colmado de desconocidos, hablantes de lenguas completamente ajenas.
Yo tenía cosas para decir sobre mi país y sobre los derechos humanos, de hecho había sido muy interesante escribir sobre el tema pensando en cómo hacerlo llegar a personas de otras culturas; me había hecho reflexionar sobre algo muy cercano pero el ejercicio implicaba intentar verlo por primera vez. Pese a ese entusiasmo, aunque entendía lo que decía, el solo hecho de exponer en inglés durante largo rato me sometió a un estrés desconocido.
El jet lag y el estrés no maridan bien y mientras leía comencé a sentir que la cabeza me estallaba. Yo leía y mi cerebro retumbaba y en paralelo pensaba: estoy teniendo un ACV, estoy teniendo un ACV en Seúl. Le estoy “haciendo” esto a mi familia, a mi marido, a mis hijos. W. va a tener que venir a acompañarme en el sanatorio sin saber cómo voy a quedar si me recupero o, lo que es peor, tal vez va a tener que venir para repatriar mi cuerpo.
O ni siquiera eso, a lo mejor es todo tan triste y desolador que la repatriación se hace sin él y mis restos, solos, atravesarán el mundo para volver a casa. Todo esto pensaba detrás del atril (mis amigas siempre bromean con mi capacidad para el drama), mientras además me esforzaba por pronunciar bien y por tener una mínima gracia como expositora. Cada vez que veo las fotos de ese día pienso: dios mío, en ese momento sentía que me podía morir ahí mismo.
Casi no saludé a nadie cuando terminé de hablar; huí a mi habitación para recuperarme o para morir a solas. Por las dudas, me tomé un ibuprofeno. Dormí unas doce horas.
Y, como pueden apreciar, sobreviví.
La maniobra de Heimlich que me salvó
Es viernes a la noche, llego de trabajar, cansada y bajoneada porque no la estoy pasando bien en mi trabajo.
La cena está preparada, mi marido y mi hijo menor me están esperando para cenar. Me siento a comer, hay colita de cuadril al horno con papas y el mal humor comienza a disiparse. Llevo a la boca un bocado, otro, otro más. Este último fue un poquito más grande, no mastiqué bien, advierto que no puedo terminar de tragarlo y me doy cuenta, además, de que empiezo a tener problemas para respirar. Es extraño, no me quiero morir pero al mismo tiempo siento una especie de resignación, como si me estuviera diciendo a mí misma: ¿al final era esto?
Les hago un gesto a mis muchachos, veo la cara de preocupación de mi hijo y veo cómo se levanta W. y me arranca de la silla y me abraza por la espalda. Apoya fuerte sus manos enlazadas a la altura de mi abdomen y comprime una vez, dos veces.
Hay silencio, solo se escucha su agitación. Mi hijo sigue sentado, paralizado, viendo cómo su padre intenta rescatarme. W. no cede en su intento, yo estoy entregada a lo que venga, me dejo ir, como si estuviera bajo el agua sin poder respirar. No sé por qué no me desespero, más bien es tristeza lo que siento mientras observo a mi alrededor. Me resulta todo inverosímil, mi cabeza funciona en sordina. Tengo pensamientos contradictorios: por un lado se avecina una muerte un poquito indigna pero al mismo tiempo me siento contenida, amada por los míos.
El trocito de carne se dispara y vuelvo a respirar. Estoy temblando, ellos también. Nos miramos los tres como sobrevivientes, casi no hablamos.
Brindamos con vino blanco.
Las cartas de ustedes
A partir de la salida de Fui, vi y escribí recibo cartas y mensajes increíbles de tan bellos y emocionantes. En estos días, muchos de ustedes me mandaron sus propias listas de cosas por las que vale la pena vivir y me identifiqué con muchas de sus elecciones.
¿Cómo no emocionarse o disfrutar con el olor a tierra mojada, el chocolate, los jazmines, el talco en los pies, Vivaldi, el té de menta, las mariposas, los jacarandás, Spinetta, un buen vino o salir en auto a una ruta vacía?
A propósito del tema, dos lectores me recordaron el libro de Umberto Eco, El vértigo de las listas. Y encontré esta definición de Eco en una entrevista de Der Spiegel: “La lista es el origen de la cultura. Es parte de la historia del arte y la literatura. ¿Qué es lo que quiere la cultura? Hacer que la infinitud sea comprensible. También quiere crear orden, no siempre, pero a menudo”.
Por supuesto, cuando uno cree que agota algo, falta algo. Entre las cosas que no incluí en mi lista y me acompañan desde siempre están las bailarinas de Degas, todas, las pintadas y las esculpidas. La obra del impresionista francés me gusta toda pero sus bailarinas particularmente porque son la belleza, el torbellino, esfuerzo, la emoción.
Si te gusta Degas, si te gustan sus bailarinas y te gustan las sorpresas en el cine, te recomiendo Degas et moi, de Arnaud Des Pallieres (2019), un corto que dura menos de 20 minutos y es un retrato poético del gran artista que mezcla danza y dibujos, en un cruce de tiempos que incluye la actualidad y que, además, toca algunos de sus puntos más oscuros y decepcionantes, como su antisemitismo. Puede verse en MUBI.Llegamos al final y no quiero irme sin recomendarte la lectura de dos textos excepcionales de dos autoras excepcionales, Samanta Schweblin y Dolores Reyes. Samanta inauguró el Foro de fomento del libro y la lectura del Chaco, que organiza la Fundación Mempo Giardinelli y Dolores cerró el evento.
Samanta habló sobre la imaginación y el baile de a dos entre autores y lectores y Dolores reflexionó sobre todo lo que hay que hacer para ganar las aulas para la literatura, es decir, cómo convencer a los chicos de la maravilla que es leer. Te aseguro que son dos ponencias muy especiales.
Por último, vuelvo a recordarte que si te dan ganas de escribirme y de contarme aquellos momentos en que sentiste de cerca a la muerte, podés hacerlo a mi correo hpomeraniec@infobae.com. Te aseguro que me vas a encontrar y que te voy a responder.
Te dejo con la bailarina verde de Degas, la que está en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid. La perturbadora imagen del comienzo es La muerte y la doncella de Marianne Stokes.
Hasta la próxima.
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