El domingo 23 de agosto de 1812, a las cinco y media de la tarde, Manuel Belgrano, envuelto en su poncho de vicuña, da la orden de que el pueblo comience el vaciamiento de la ciudad de Jujuy e inicie la retirada hacia Córdoba. La orden del Triunvirato era concreta: retroceder con el Ejército patriota hasta Córdoba y no presentar batalla a los realistas en ningún punto de la huida.
Pero allí estaba él, un general improvisado preguntándose qué debería hacer, porque si cumplía las órdenes de Buenos Aires dejaba a esos pueblos a merced de los enemigos, a su sed de venganza, de saqueo, de muerte, como habían hecho en las provincias altoperuanas.
Belgrano estaba allí preguntándose cómo hubiera podido abandonar a esos hombres, mujeres y niños humildes que, en carretas, a pie, a caballos, sobre mulas, emprendían con silencioso heroísmo el abandono de lo poco que tenían: los ranchos y la tierra que habían visto nacer, crecer y morir a sus antepasados desde los tiempos de los tiempos. El jefe militar recorría las calles de San Salvador, apenas un caserío de miles de personas, enmarcadas entre los ríos Grande y Chico y rodeadas por los cerros, y miraba esos rostros humildes que con estoicismo vaciaban sus casas, quemaban sus campos, arreaban su ganado rumbo a un destino desconocido y sin fecha de regreso posible. Por la ancestral Quebrada de Humahuaca descendían los realistas con ganas de escarmentar a los insurgentes que habían osado desafiar al rey; formaban un ejército profesional, entrenado en el hábito de la estrategia y la crueldad. En cambio, Belgrano tenía bajo sus órdenes a un pueblo indefenso y una tropa que todavía no había decidido convertirse en una milicia.
Terminado el día, pocos minutos después de la medianoche, Belgrano montó en su caballo. Tuvo la heroica delicadeza de ser el último en abandonar Jujuy. Él, que no era el más brillante estratega ni el más inteligente político; él, que no tenía los conocimientos suficientes para ser general ni la astucia del zorro para gobernar y mandar a los hombres; que era ingenuo, a veces, y otras un tanto inocente; el jefe del que muchos se burlaban; el abogado que a fuerza de coraje cívico se había convertido en militar y aceptaba con humilde convicción el mandato de luchar por la patria; él, Manuel Belgrano, sabía que a un pueblo no se lo abandona y que si una misión tiene el Ejército no es dejar a su gente a la buena de Dios sino acompañarlo, protegerlo, defenderlo. Por eso, Manuel iba allí detrás, último, cubriendo la retirada de los jujeños, como un valeroso guardián del pueblo. La Argentina habría sido otra, sin duda, si a lo largo de la historia las fuerzas armadas hubieran tenido más Belgranos y menos Mitres.
Todo había comenzado en julio cuando, tras la represión de Cochabamba, Goyeneche había decidido enviar a Tristán al mando de tres mil hombres para destrozar definitivamente al ejército patriota. Alertado Belgrano de esos movimientos, decidió poner en marcha el operativo de retirada ordenado por el Triunvirato en el mes de febrero. La situación lo ameritaba: para ser efectiva, la táctica militar conocida como “tierra quemada” o “tierra arrasada” depende, justamente, de que el éxodo sea masivo y que a espaldas de quienes se retiren de sus lugares sólo quede un desierto que en nada pueda ser de utilidad al enemigo. El nombre de “Éxodo Jujeño” no es el que los protagonistas le dieron al movimiento cívico militar, sino que fue bautizado así un siglo después, cuando el escritor Ricardo Rojas, autor de El santo de la espada, La restauración nacionalista y Blasón de plata, se dedicó a organizar el Archivo Capitular de Jujuy durante el Centenario de Mayo, en 1910. El nombre que tanto Belgrano como el Triunvirato le pusieron fue “la retirada”.
Sacrificio y victoria
La acción de la retirada es el último recurso de un pueblo en situación de debilidad porque no requiere de grandes adelantos técnicos ni recursos económicos: al retirarse, los combatientes tienen como objetivo retrasar o detener el avance enemigo al dejarlo sin alimento, sin agua, sin recursos que le permitan moverse con facilidad. Se trata de una acción de último recurso, pero ha sido muy eficaz a lo largo de la historia y permitió a aquellos grupos reducidos vencer a ejércitos más nutridos y mejor preparados.
Después de los primeros días de motivación y entusiasmo por el torrente de actividades que debía realizarse, la marcha comienza a ser anodina e insoportable. Niños, mujeres, ancianos, campesinos, soportan caminatas de 50 kilómetros diarios para escapar del temible ejército realista. Las deserciones comienzan a ser una salida tentadora para muchos soldados sin convicciones. Y allí está Belgrano mandando a fusilar de inmediato a un par de desertores para ejemplificar a la tropa y a los parroquianos. Pero, al mismo tiempo, comprendía lo difícil de la situación y tomaba conciencia de que la retirada era insostenible y que, si seguía huyendo, la revolución iba a caer por peso propio.
Al llegar a la ciudad de Tucumán, Belgrano se reúne el 12 de septiembre con el gobernador Bernabé Aráoz. El general se salía de sí. Se frotaba las manos. Se encontraba en una disyuntiva complicada. O hacía caso al gobierno y seguía hasta Córdoba o respondía a su propia conciencia y a las exigencias de los pueblos norteños y se plantaba frente al invasor. Si elegía lo primero, se enemistaba con el pueblo; si optaba por lo segundo y le salía mal, lo pagaría con su vida. Belgrano optó por enfrentar al enemigo.
El 24 de septiembre por la mañana, ambos ejércitos se encuentran frente a frente por primera vez desde Huaqui en el Campo de las Carretas, en las afueras de la ciudad de Tucumán. Belgrano contaba con 1.800 hombres y cuatro piezas de artillería. Tristán, con una fuerza superior de 3.200 soldados y trece piezas de artillería. Faltaban apenas unos minutos para que comenzara la batalla más importante de todas las que se libraron en el actual territorio argentino. Y fue ese combate el que determinó la suerte y el destino de una nación que comenzaba definitivamente a despertarse. Fueron siete meses de dolor y sacrificio. El Éxodo Jujeño fue la primera manifestación de guerra popular que tuvo la Independencia por estas tierras. Miles y miles de personas protagonizaron el sacrificio más brutal que un pueblo puede realizar: abandonar todo –casa, hacienda, ciudad– en busca de la causa de la emancipación y siguiendo la voluntad de un líder con la convicción histórica de Manuel Belgrano.
*El autor conversará con Pedro Saborido. Miércoles 31 de agosto a las 18 hs. Centro Cultural Borges - Auditorio Alberto Williams - Viamonte 525 2do piso. CABA.
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