Entre los años 1976 y 1983 Argentina atravesó la última dictadura cívico-militar que interrumpió la vida democrática del país. En esos años, el dispositivo represivo incluyó la censura como arma de control cultural y político, los secuestros, la privación de la libertad en centros clandestinos de detención, la tortura, el asesinato, el robo de bebés nacidos en cautiverio con reemplazo de sus identidades y la desaparición forzada de personas.
El mundo del cine se vio afectado por la pérdida de importantes referentes como Pablo Szir, Enrique Juárez y Raymundo Gleyzer y sufrió las consecuencias de la censura, la exclusión y el exilio de figuras centrales. La industria cinematográfica tuvo que revertir en democracia el estado de devastación en que había quedado.
Cine de transición, cine en transición
A la manera en que Pierre Bourdieu entiende la noción de campo intelectual como un sistema de fuerzas en interacción, propongo pensar la rehabilitación del campo cinematográfico argentino en los primeros tiempos de la posdictadura.
El Instituto Nacional de Cinematografía (INC) tuvo un rol protagónico en esa tarea. Uno de los principales ejes de gestión de la entidad fue reactivar la producción tendiendo a una pronta renovación del sector. Para ello se promovió la incorporación de una importante cantidad de operaprimistas, es decir, de directores y directoras que estrenaran comercialmente su primera película.
En esos años, el cine argentino tuvo que enfrentar desafíos económicos y adaptarse a cambios significativos. Se trató del cine de la transición democrática –como con frecuencia se lo menciona–, pero también y sobre todo de un cine en transición. Un cine conmovido por el contexto político en un país que intentaba fundar, de una vez y para siempre, una democracia sostenida y sostenible. Un cine afectado por crisis económicas y por los nuevos modos de producir y consumir imágenes.
Hoy los tiempos vuelven a ser cambiantes (cada vez con mayores niveles de aceleración) y el contexto se torna nuevamente desafiante para sostener la actividad cinematográfica en el ámbito local. Por eso, volver la mirada reflexiva hacia el pasado tal vez pueda brindarnos mejores herramientas para encarar las tensiones del presente, retomar los interrogantes de ayer para confrontar las respuestas que ensayamos hoy y cuestionar las experiencias anteriores reconociendo aciertos y esquivando errores.
Tiempos de cambio: una década, múltiples transiciones
Si observamos la primera década de la última posdictadura argentina tendremos que considerar la transición entre el terrorismo de Estado y la democracia naciente. Por transición se entiende el tiempo comprendido entre un estado de situación y otro que no necesariamente se encuentra determinado de antemano. Como explican los politólogos O’Donnell y Schmitter, se trata del intervalo que se extiende entre un régimen político y otro. En la historia argentina, las interrupciones de la vida constitucional fueron tan frecuentes que más que el retorno a un modelo previo se imponía la necesidad de fundar nuevos consensos.
Este tránsito imprimió un particular ánimo en el cine de la época. Fue un ciclo de producción tironeado entre las sombras del pasado que arrastraba, las promesas de una primavera que no acababa de asentarse y un nuevo cine que llegó recién a mediados de la década del noventa.
Es ese intervalo, ese tiempo entre dos tiempos, sobre el que me interesa centrar mi atención. Una buena parte de la producción cinematográfica del decenio hizo gala de esta cualidad intersticial, inscribiéndose varios de los filmes estrenados en lo que llamaríamos narrativas de transición.
Una de las características más sobresalientes del cine de la época fue constituirse como un eslabón fundamental en términos de memoria(s) y asentar las bases del cine por venir. En este sentido fueron frecuentes las películas que abordaron el pasado reciente. Algunas lo hicieron de manera más directa como la emblemática cinta ganadora del Óscar La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) o Los chicos de la guerra (Bebe Kamin, 1984), La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986), Hay unos tipos abajo (Emilio Alfaro y Rafael Filipelli, 1985) y Un muro de silencio (Lita Stantic,1993), entre muchas otras. Otros filmes como Malayunta (José Santiso, 1986) o Lo que vendrá (Gustavo Mosquera, 1988), por ejemplo, pusieron en diálogo el presente con ese pasado ominoso desvelando los resabios que todavía permanecían latentes.
Manuel Antín, director del INC en los primeros años de la posdictadura, manifestó en una entrevista un particular interés del gobierno en el cine como muestra al mundo de la democracia reconquistada. Quizás se pueda rastrear en ese propósito alguna de las causas del desigual éxito de varias producciones dentro y fuera del país.
Muchas películas que triunfaron en festivales internacionales e incluso resultaron premiadas tuvieron baja afluencia de público en los cines nacionales. Hoy, a la distancia, podemos apreciar que junto con la democracia se reconquistó el lugar de relevancia que el cine argentino había tenido en la escena internacional durante muchos años. Ahora bien, tanto la democracia como el cine precisaron de un tiempo de reconstrucción y consolidación.
Por otra parte, el avance de la década del ochenta y la llegada de los noventa vieron modificarse tanto los modos de hacer cine como el consumo de películas. Desde entonces fue más accesible captar imágenes y creció el consumo hogareño mediante la tecnología que ofrecían el Video Home System (VHS) o el visionado televisivo a través de operadoras de cable. El impacto sobre el campo cinematográfico resultó significativo. Cambiaron las imágenes y cambió nuestra forma de vincularnos con ellas. Algo más tendría que cambiar en ese escenario para conseguir darle continuidad de calidad al cine nacional.
Actualidad: ¿una nueva transición?
En el libro Nuestros años ochenta se señala la necesidad de repensar los años ochenta. Se plantea allí la importancia de esta década como dispositivo de lectura del mundo tal como lo conocemos hoy.
En este caso, extiendo la reflexión hasta los primeros años de la década de noventa, ya que en 1994 se sancionó en Argentina una nueva ley de cine (Ley N° 24377) que intentaba reconocer, incorporar y aprovechar los cambios que se venían dando en el sector. La esfera del cine devino en un campo más amplio: el audiovisual. Si volvemos sobre esta norma notaremos la centralidad que las instituciones estatales tienen en el sostenimiento de la cultura. Tanto ayer como hoy es ineludible y urgente el compromiso del Estado para impulsar la producción cultural.
En la actualidad se debate en Argentina el fortalecimiento del Fondo de Fomento Cinematográfico. La pospandemia y la multiplicidad de plataformas de streaming demandan un análisis profundo que permita revisar los marcos legislativos para que la producción audiovisual pueda mantener una oferta diversa (comercial e independiente). En definitiva, el futuro del cine depende en buena medida de las decisiones del presente. No obstante, es bueno hacer memoria, contemplar otros momentos de la historia y poner en valor las experiencias pasadas. Sin más, considerar de dónde venimos para afirmar el destino hacia donde vamos.
*Viviana Andrea Montes es licenciada y profesora en Artes, doctoranda en Historia y Teoría de las Artes. Área de Especialización: Estudios sobre Cine, Universidad de Buenos Aires.
Publicado originalmente en The Conversation.
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