La Argentina y gran parte de los países latinoamericanos están atravesados por la palabra “desapariciones” y también por “desaparecer” o “hacer desaparecer”. Todas adquieren un oscuro peso político: estatal, primero, por el actor que produce la “desaparición” y, luego, colectivo, por la masividad repetida de esos hechos en un tiempo y lugar determinados, es decir, como parte de un método no circunstancial sino estratégico. En la Argentina y otras naciones se sabe esto por la razón de la experiencia.
Sin embargo, existe otro tipo de desapariciones de carácter macabro, en las que los hacedores son un puñado de individuo o individuos, cuya acción no responde a un método similar a otro y cuyos fines quedan inciertos hasta que el caso (policial) se resuelva, si es que se resuelve.
Más si quien desaparece es un niño.
En 1972, Steven Stayner era un chico de 7 años que vivía en el pequeño pueblo de Merced, en California, cerca del Parque Natural Yosemite. Un lugar en el que todo el mundo conoce a todo el mundo, donde los niños, si las madres o padres no llegan a tiempo a buscarlos a la salida de la escuela, se van solos, caminando. Ese día la madre de Steven no llegó a la escuela. Steven comenzó a caminar. Un adulto le habló. Mencionó a sus padres. Steven subió al auto. No se supo más de él. Estaba desaparecido.
Esta es la base sobre la que se yergue el documental en tres partes Captive Audience (Audiencia cautiva), que lleva por subtítulo “Una historia americana real del horror” y que está alojada en Star Plus. Ya contar el secuestro de un niño podría ser suficiente para justificar una narración que dé cuenta de ese crimen. Sin embargo, la historia de Steven Stayner implica más. Lamentablemente, mucho más. Horrorosamente, mucho más.
Cuando un niño desaparece, ¿qué hacer? Después de unas horas de especulaciones acerca de que se fue con algún amigo a algún lugar se pasa a llamar a las casas de los amigos, luego a buscar, encontrar un rastro, preguntar a los comerciantes, a los vecinos, finalmente, si no aparece, se llama entonces a la policía, que lo declara desaparecido. Al menos, así hicieron los Stayner, y probablemente muchas familias más que atravesaron ese pesar, ya que esta nota no pretende ser un manual de cómo actuar en esos casos, sino contar lo que muestra el documental. Empiezan entonces las imágenes de archivo, ya que la televisión, los diarios, acuden al llamado de la noticia, mientras dure el rating y la atención del público, aparezca el niño o no. Steve no apareció. Cada tanto, en los aniversarios, frente a un hecho, volvía a ser noticia, el primer año, el segundo, el tercero, y así. A veces, la madre decía a las cámaras: “Esperamos que no le haya pasado nada y que solo haya sido una persona que deseaba tener un hijo”, así de espantoso el consuelo. El padre no podía salir a manejar sin detenerse ante un montículo que antes no había notado o mirando cada auto como si su hijo fuera a estar ahí. Pasó entonces el séptimo aniversario.
Al séptimo año, Steve Stayner, de 14 años, apareció.
Iba en una camioneta conducida por un mexicano que lo había recogido en la ruta, pero no solo. Steve estaba con un niño de cinco años llamado Timothy White. Reconocieron una comisaría, bajaron. “Sé que mi primer nombre es Steven”, dijo Steven, que usaba el nombre Dennis, que le había sido otorgado. Antes de que su familia lo pudiera ver, prestó su primera declaración policial.
Kenneth Parnell, con la ayuda de Kevin Murphy, secuestró a Steven de 7 años con engaños. Le dijo que su familia se lo había entregado porque no lo quería más. Lo llevó a una cabaña, primero, luego a un motorhome, finalmente a un monoambiente. Durante siete años, Steve había decidido escapar cuando Parnell llegó con Kevin. “Feliz San Valentín, este es tu nuevo hermanito”, le dijo.
Steve había sido una víctima, ahora era también un héroe.
Este es el centro de la historia. Aquí interviene el documental.
La miniserie desarrolla la historia de Steve con astucia dramática, recurriendo no solo a filmaciones y diarios de la época, sino al testimonio de los hijos de Steve, sus compañeros de escuela durante el secuestro (el criminal Parnell lo anotaba bajo su apellido y permitía cierta libertad en los pequeños pueblos donde vivía), la hermana de Steve, su madre. Y, esta es la herramienta formal que propone, la película que se hizo sobre el caso en 1989, de la que extrae fragmentos que usa de manera intercalada con los documentales, a la vez que convoca a los actores que hicieron de Steve y su hermano Cary, quienes leyeron las entrevistas que el guionista de la película hizo a los dos hermanos durante el proceso de producción del telefilm (cuya audición es muy precaria, según se ve en el documental). El recurso es efectivo, dos actores leen, sienten y opinan sobre lo que sus interpretados hace veinte años habían dicho. Pero sobre todo es el espectador el que escucha.
Entonces, si el solo secuestro es horroroso, más lo es aquello que siguió.
Se muestra que la familia Stayner, principalmente el padre de Steve, no le permitió hacer terapia. Que lo que había sucedido durante el secuestro no se contaba. Que Cary desarrollaba celos profundos por la atención que recibía Steven. Se muestra la hora del juicio. La parte acusadora del criminal Parnell preguntó, con detalle, si había sido abusado sexualmente. Y exactamente había sucedido así. Y en la escuela su vida fue otro pozo de bullying.
La tercera parte del documental roza lo inverosímil. Pero es un documental: muestra hechos de la realidad.
Una pregunta recorre la exploración de las relaciones familiares y, en particular, la relación entre los hermanos Steven y Cary y sus celos. ¿Cómo podría superar esa acción que convirtió en víctima, héroe y celebridad a su hermano?
Tres mujeres desaparecen en el Parque Yosemite (una de ellas, una adolescente argentina).
Cary Stayner las mató.
Parece inverosímil, pero sucedió. Miren el documental Captive Audience. Respiren al comenzar.
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