Me fascina el poder de invocación de las palabras. Decir, por ejemplo “no hay una tetera sobre la mesa”, y sin embargo forzar así a la gran mayoría de este auditorio, no solo a elegir una tetera, sino a hacer el esfuerzo, casi imposible, de tener que hacerla desaparecer. Así de peligrosa es la imaginación, así de poderosa.
Imaginen que están en la playa con mamá y papá. ¿Qué ven? ¿Que edad tienen? ¿Qué objetos los rodea? ¿En qué momento del día están? ¿Qué están haciendo? Hace tiempo que pienso alrededor de este ejercicio simple, voy probándolo en talleres y seminarios de escritura creativa. Al principio, hacíamos este ejercicio en voz alta: los participantes levantaban la mano y contestaban uno a uno estas preguntas. Enseguida me di cuenta de que lo que descubrían los asustaba, los intimidaba tanto que algunos empezaban a mentir, y en cuanto entendían lo que estaba ocurriendo cambiaban sus resultados. Así que para capturar sus primeras impresiones sin que luego las tergiversen, ahora pido que en lugar de decir lo que ven, se tomen un minuto y lo dibujen. Cuando vemos los dibujos, ya no hay tiempo para cambiar de opinión. La inmensa mayoría -a veces incluso todos los participantes-, dibuja una línea para dividir el mar de la arena, con unas olas del lado del mar y un sol arriba. Se dibujan pequeños, como si tuvieran entre 4 y 10 años, dibujan sombrillas y pelotas. Todos los que dibujan baldes, dibujan al lado una pala. Más de la mitad arriesga alguna toalla en el piso o incluso alguna nube. Y a todos los asusta el resultado, casi diría que los paraliza. Igual que en las mejores historias, por un momento se quedan suspendidos.
Descubrirnos predecibles, pensarnos poco originales, es una sensación desoladora. Incluso hay alumnos que asumen que hay algo que hicieron mal. Pero, ¿y si este ejercicio viniera a demostrar todo lo contrario y no hubiera nada, absolutamente nada que hubiera salido mal?
La literatura “sucede”. Una novela, un cuento, adentro de un libro cerrado, es un texto muerto, ideas más o menos extraordinarias que no “le pasan” a nadie. La literatura “sucede” durante la lectura, y estoy convencida de que es algo que sucede de a dos. Está el que escribe, y está el que lee, si alguno de los dos está ausente, no hay literatura. No es una idea poética, es un suceso sobre el que quiero pensar de la forma más práctica y concreta posible.
La literatura sucede en un tiempo determinado, como por ejemplo, lo que tardo en decir una oración. Durante ese tiempo cada palabra tiene un impacto preciso en la cabeza y en el cuerpo del lector. Sucede al ritmo de un baile de a dos: un paso el escritor, un paso el lector. Y la principal regla del baile es la misma que en la escritura: se baila de a dos, pero sin pisarse.
Si yo escribo: “Estoy en la playa con mamá y papá”, y ese es mi primer paso, el lector va a dar el segundo paso invocando todo lo que hemos estado dibujando sobre el papel. No está mal ese “lugar común” hacia el que tendemos, es parte de la fuerza inicial que invoca la imaginación. El escritor induce un movimiento previendo no solo lo que se leerá sobre el papel, sino también, sobre todo, intuyendo el gesto que provocará en el lector. Forma parte del baile, es cuando el lector hace su movimiento, y siente que el escritor lo acompaña -y no a la inversa-, cuando ocurre la magia de la imaginación y la lectura.
Si a continuación de “estoy en la playa con mamá y papá”, el escritor escribe “el sol está muy fuerte y trajimos sombrilla”, entonces acabo de pisar al lector. No digo que esté mal, puede surgir un gran cuento de esta combinación, no hablo de sentido ni de argumentos. Lo que quiero marcar es algo más sutil, pero que creo poderosísimo. Lo llamo “resistencia”.
Ahora voy a cambiar la segunda parte de la frase. No va a pasar nada espectacular, o sí, pero no en la frase: presten atención a lo que pasa en sus cabezas y en sus cuerpos; esta vez, préstense la atención a ustedes.
Podría decir, por ejemplo:
“Estoy en la playa con mamá y papá. Es de noche, está nevando, papá acaba de cumplir sus ochenta”.
Eso que sintieron, esa resistencia, es el roce entre la tendencia que cualquier texto genera en nuestras cabezas, y algo nuevo que se impone. Para imponer eso nuevo, el escritor cuenta con su propio lugar común, que es muy parecido al nuestro, pero luego toma distancia avanzando un poco más allá. Pisa cerca del lector, pero no exactamente donde hubiéramos esperado. Avanzan juntos en la tendencia, en la intuición de hacia adónde van, pero no es el movimiento ni de uno ni de otro, sino el resultado de esa resistencia.
–¿Cómo usan los baños públicos? –les pregunté una vez a mis alumnos.
Digamos que están parados frente a los cubículos: tres a la izquierda, tres a la derecha, quieren un baño limpio, como todo el mundo, ¿cual eligen? Nos detuvimos a pensarlo. Descartamos los dos que tenían la traba rota, descartamos el que no tenía luz, el que no tenía papel, el que tenía el piso sospechosamente mojado, y elegimos el que quedaba. Es decir que ese baño que estamos usando, es el baño que probablemente hayan elegido todos los estudiantes durante todo el día, y el que se seguirá usando el resto del día, es decir, el baño más sucio. Probablemente, el baño sin luz ni papel y con la traba rota, esté impecable desde el día anterior.
El problema no es el lugar común, el problema es que muchas veces, incluso cuando intentamos salirnos de la norma y optar por decisiones más originales, quedamos atrapados en nuestro propio lugar común, que se parece un poco al de todos. No sé si está mal, no sé si está bien. Pero estoy convencida de que, más allá de las historias, de los personajes o de la musicalidad de un narrador, hay algo en este baile que ocurre entre el que escribe y el que lee, en esta resistencia donde también hay dos impulsándose y desafiándose, hay algo ahí que nos despabila. Que nos saca de ese lugar común. Que nos alarma en el mejor de los sentidos y nos obliga a pisar cerca de donde pretendíamos pisar, pero no exactamente donde queríamos: nos fuerza a poner verdadera atención. Estoy convencida de que es ahí donde la magia sucede, en ese constante ejercicio de intuición de parte del que escribe, y en esa entrega al roce, a la sorpresa, de parte del lector. El salto que damos entre palabras es tan magnífico porque no es ni del escritor ni del lector, es un salto con el otro. De a uno solo, no hay literatura.
Un día sonó el teléfono de mi casa, atendí, y era Abelardo Castillo. Yo lo había leído, pero nunca lo había visto en persona y hasta donde yo sabía, Abelardo Castillo no solo no tenía mi número de teléfono, sino que no tenía ni la más remota idea de mi existencia, por supuesto. Pero llamó, y yo atendí, y él preguntó ¿Samanta? Y yo creo que algo ya intuí en esa voz tan fuerte que él tenía, pero entonces dijo su nombre y yo me puse a temblar. Temblaba y pensaba, ¿qué es esto? ¿Qué está pasando? ¿Cómo es posible?
Era demasiado joven para saber que esas serían mis tres preguntas clave, que todo lo que escribo y todo lo que leo, lo escribo y lo leo para llegar a ese estado prácticamente de gracia, en el que, justamente porque es tan claro que no tengo las respuestas, lo único que me queda es hacerme preguntas, pero preguntas como corresponde: abiertas, con desesperación vital, y con la divina esperanza de que algo de todo lo que se me está escapando en ese momento, de pronto, entre el entramado de las palabras podría serme revelado.
Castillo dijo, solamente, tres palabras: “Samanta... Soy Abelardo”. Dos nombres y un verbo. Tres palabras le bastaron para activar en mi la magia del vilo. Así de bien escribía. Yo en cambio abrí la boca para decir obviedades: “¿Abelardo? ¿Abelardo Castillo?”. Él tuvo la paciencia del maestro, hizo un silencio y luego su jugada magistral: dos palabras que no voy a olvidarme en mi vida. Tendrían que haber estado ahí, sosteniendo el teléfono en medio del living de sus casas, con veintipico de años y la voz de este señor metida en la oreja, para escucharlo decir: “¿Estás nerviosa?”.
Como se imaginarán, pensé en esta pregunta de Castillo por días y semanas y años. ¿Qué me estaba preguntando realmente? ¿Había llamado solo para saber eso? ¿De verdad le importaba? Supuse la respuesta fácil: yo presentaba mi primer libro dos horas más tarde, y le había confesado a mi querida maestra Liliana Heker -que era a su vez una de las grandes amistades de Castillo-, mi absoluto terror de hablar en público. Esta suerte de respuesta calmaba las preguntas más urgentes. Pero yo sabía, por el tono de Castillo, que su pregunta era más amplia y poderosa.
Yo quería decirle lo que sigo queriendo decir cada vez que hablo en público: que escribo para esconderme y que las historias nos protegen, que puedo escribir un cuento, pero hablar en público implica arriesgar una verdad más cruda, demasiuado cercana. Quería decirle todo eso, sí, pero no dije nada, y Abelardo Castillo, que sabía cómo se escribe, leyó en sí mismo mi propio lugar común, y contestó:
—No te asustés. Vos andá y contá una historia.
Les cuento una historia. La primera vez que la escuché me la contó un catedrático de la Universidad de Aarhus, la ciudad más cercana al bosque donde sucedió esto. Y una aclaración, lo que estoy contando pasó de verdad. Lo advierto porque pronto van a inclinar la cabeza con incredulidad, pero todo esto es googleable. Fue hace siete años atrás, en una suerte de “casa fantasma” para adultos perdida en la costa este de Dinamarca. Una pareja deja su coche en el estacionamiento y se dispone a bajar. Son de Copenhague. Están cerrando el coche cuando otra pareja estaciona cerca, baja, y los saluda en inglés, porque son turistas australianos. Los daneses hacen un chiste, los australianos se ríen, y aunque acaban de conocerse ya cruzan juntos los jardines hacia la casona, burlándose entre sí por la tontería infantil de desperdiciar un sábado y un montón de dinero en algo que debieron haber hecho veinte años atrás.
Las parejas retiran sus tickets, se meten en el recinto y se entregan a lo predecible: un Frankenstein detrás de una puerta levantando los brazos hacia ellos, una dominatriz latigando el piso de la segunda sala, un hall a oscuras con un grito por acá y otro por allá, y así por un rato. Pero luego pasa algo fuera de libreto. En lugar de seguir las flechas del recorrido, el australiano se equivoca y abre una puerta que no debía abrirse. Ve un cuarto diminuto, con una rendija de luz bajo otra puerta más pequeña. Llama al resto, que se une enseguida y se distraen turnándose para ver por la rendija. Del otro lado no hay más que un largo pasillo con las luces encendidas. Pero como realmente tienen ganas de aventuras, deciden meterse por ahí en lugar de seguir el recorrido del espectáculo. Bajan un par de escaleras y van a parar a un sótano. Las declaraciones de lo que sigue son de la pareja danesa, porque los australianos no sobreviven.
Y ahora están suspendidos. Ustedes, no los australianos. Y con suspendidos me refiero a estar en vilo. No saben, pero quieren saber. Hay algo que quieren escuchar, y a cambio me “prestan” su atención. Este “estado de suspensión” es el estado de mayor escucha de un lector a lo largo de una historia.
Tensión es atención. Si sigo jugando con palabras, sin avanzar en la historia, pronto voy a perderlos, pero antes, por algunos segundos, seguirán atentos a la posibilidad de entender qué pasa finalmente con los australianos. ¿Es una atención sonsa? ¿Es que nos atomiza el monstruo, la violencia, el top ten netflixiano? Quizá, si el monstruo se presenta en sus formas más obvias. Pero no es de esto de lo que estoy hablando. Lo que quiero pensar es lo que pasa antes del monstruo. Otra vez, quiero pensar en el lector, en qué es lo que les pasa a ustedes, suspendidos en el sótano de esa casona de un bosque danés.
Simone Weil decía que la atención absoluta, sin mezcla, es oración. Cada vez que prestamos verdadera atención, destruimos una parte del mal que hay en nosotros. Creo que hay algo de esto cuando el lector queda en vilo, aún sin reaccionar. En esas milésimas de segundo de atención casi atávica, justo antes de la aparición del monstruo, no hay pistas. ¿Qué es esto? ¿Cómo es posible? ¿Qué está pasando? Incluso intuyendo el peligro, no queremos defendernos, queremos preguntar. Por eso es una atención abierta, porosa. Desnudos de todos nuestros prejuicios, estamos desesperados por entender. Por eso hay una parte del mal que muere en nosotros.
¿Sería demasiado insólito pensar que es en ese estado de incertidumbre, en ese instante de no saber en absoluto -donde a la vez crece la sensación de que algo, una información nueva y vital, será entregada-, cuando encontramos el verdadero placer de la lectura?
Vivimos inmersos en el ruido, saturados de información, y es en el silencio, en la suspensión de un espacio al fin vacío, donde nos despertamos. Lo que me resulta fascinante es esta paradoja: en ese estado de absoluta atención, casi de alarma, yo encuentro como lectora una suerte de descanso, un tipo de verdad quizá más abstracta, pero que casi puedo palpar. O quizá no hay paradoja alguna. ¿Sería demasiado insólito pensar que es en ese estado de incertidumbre, en ese instante de no saber en absoluto -donde a la vez crece la sensación de que algo, una información nueva y vital, será entregada-, cuando encontramos el verdadero placer de la lectura?
De pronto la australiana se detiene, cree haber escuchado algo. El lugar parece chico, pero es más largo de lo que aparenta. Se alejan un poco pero por alguna razón, al final, los daneses no quieren dar ni un paso más, están asustados, quieren volver. La australiana los frena, paren, dice, esperen, porque está segura de haber escuchado algo raro. Gemidos, alguien haciendo gemidos. Y entonces todo pasa muy rápido. Detrás de una ancha columna descubren una jaula. Dentro hay dos adolescentes, amordazadas. Lo que están escuchando. Dos chicas de la edad que podrían tener sus hijas. ¿Por qué estas cosas pasan siempre en los países nórdicos?
–¿Estás nerviosa? –me preguntó Castillo.
Antes de entregar cualquier información, me dijo una vez mi maestra Liliana Heker, hay que hacer que el lector se haga la pregunta. No importa cuántas veces digas lo que sea que quieras decir, si no lográs que antes, el propio lector, se haga la pregunta, la magia no funciona. La pregunta es una sensación. ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? ¿Cómo es posible? El descubrimiento de parte del lector de que, con la información que tiene, no puede anticipar lo que sigue.
La jaula es chica y baja, pero sólida. Los cuatro intentan abrirla al mismo tiempo. La australiana tiene tal ataque de furia, sacude los barrotes con tanta fuerza, que grita. Están haciendo mucho ruido. Entonces oyen un portazo, giran, y ven a un hombre cerca, demasiado cerca. Tira hacia abajo de un cable y un ruido mecánico los confunde por un segundo. Es como en la pesadilla de La matanza de Texas, el hombre tiene una sierra eléctrica y lo que pasa a continuación sucede así de rápido: da dos pasos hacia ellos y en el terror todos retroceden, todos menos la australiana, a la que el hombre le corta de cuajo un brazo, sin siquiera parpadear, y todavía se pone peor. Porque, como ya adelanté, los australianos no sobreviven.
El catedrático que me cuenta esta historia se llama Mathias Clasen, y lleva hace años una investigación sobre el impacto físico y mental del miedo en el ser humano. Su estudio estima, por ejemplo, que ahora mismo un 54% de este auditorio está en vilo en el asiento, no solo “esperando” lo peor, sino algo todavía más interesante, “deseándolo”. Un 29% está angustiado, porque hubiera preferido no escuchar lo que acaba de escuchar, o le parece de mal gusto, o “innecesario”. Y hay un 17% al que le da más o menos igual, y para copiarle el chiste a Clasen, ese 17% no es tan importante, porque corresponde obviamente al tipo de personas que, en las películas de terror, mueren en los primeros cinco minutos.
A ese interesantísimo impulso de “desear lo peor”, Clasen lo llama “la paradoja del horror”. Se ve claramente en esos libros de terror con la contratapa llena de frases tipo “este libro te dará pesadillas”, o “no podrás ni terminarlo”, o “te dejará marcado para siempre”, lo que irónicamente sería garantía de que no podremos parar de leer, y de que ése es exactamente el tipo de sensación que nos gustaría “disfrutar”.
Esta “paradoja del horror” disparó en el equipo de Clasen un estudio exhaustivo sobre el impacto del horror en el cuerpo. Junto con médicos y científicos, lograron contabilizar el impacto psicológico y fisiológico que dispara una escena de horror, y descubrieron que, si experimentar algo terrorífico en la vida real, provocaba una reacción de terror del 100%, entonces la exposición ficcional, ya sea por una película, un video juego, o un libro, era casi del 90%. Es decir que el impacto, a nivel físico y emocional, es casi similar. Pero ¿por qué hablar de algo tan acotado como el impacto del terror en el cuerpo del lector, cuando lo que quiero entender es cómo funciona la imaginación del lector cuando leemos?
Se cree que esta pulsión que tenemos de exponernos al horror, en el contexto seguro de la ficción, tiene que ver con una necesidad fisiológica de “calibración del sistema”. Como esa vez al año en la que llevamos el coche al taller mecánico. No hay nada puntual que necesite ser reparado, pero si el momento llega, y necesitamos clavar los frenos, más vale que funcionen.
Va otra historia para Castillo. En la Segunda Guerra Mundial, mi abuelo paterno formaba parte de un batallón de la milicia francesa. Tenía diecisiete años y era parte del grupo de avanzada. Su trabajo era levantarse antes del amanecer, agarrar una bicicleta y cruzar con ella la noche hasta las cercanías del enemigo. Entonces escondía la bicicleta y seguía avanzando a pie, para asegurarse de hacer el menor ruido posible. Su misión era acercarse tanto como pudiera a los campamentos enemigos, entrar incluso a ellos, y escuchar. Su misión era escuchar. Una sola palabra, un lugar, una fecha, podía salvar pueblos enteros. El problema, claro, era que gran parte de esos soldados de avanzada obtenían la información que buscaban, pero luego no lograban regresar vivos para contarla.
¿Y si ese movimiento de avanzada, ese ir hacia el enemigo para regresar con información vital, fuera el mismo movimiento que ensayamos cuando leemos ficción? ¿Y si de eso se tratara el acto de la lectura?
Imaginen un dispositivo que les permitiera sumergirse completamente en situaciones donde pudieran confrontar sus peores miedos, y probarse, ver cuánto aguantan, cómo aguantan. Hablo de lidiar con preguntas concretas: ¿sería yo capaz de sobrevivir a la muerte de un hijo? Y contestarse a esa pregunta, intuir emocionalmente cuánto dolería. ¿Podría yo dar todo lo que tengo a cambio de esto otro, tanto lo necesito? ¿Qué es realmente lo que necesito?
Imagínense por un momento, la ventaja abismal de contar con un dispositivo que permitiera ensayar esos movimientos, capaz de recrear un espacio seguro donde pudiéramos dejarnos herir, golpearnos contra todo, sin importar cuántas vidas perdamos en el camino, y del pudiéramos regresar a casa ilesos, con toda esa experiencia vital confrontada, experimentada. Si pudiéramos ser soldados de avanzada pero, a diferencia de muchos de los amigos de mi abuelo, lográramos regresar a casa vivos e ilesos y con esa información vital que podría cambiar nuestras decisiones, nuestra manera de ver el mundo o incluso nuestra manera de entendernos.
¿Y si de eso se tratara el acto de leer ficción? ¿No sería entonces el acto de la lectura, ese baile entre dos, una de las herramientas tecnológicas mas potentes que tenemos?
Aunque el estudio de Clasen presentaba un problema. Necesitaban voluntarios, pero también la autorización firmada de que todos esos voluntarios aceptaban ser asustados. Si estaban avisados de que serían asustados, ¿cómo asustarlos realmente, cómo convencerlos por unos segundos de que eso que estaba pasando era real, y no tenía nada que ver con el estudio en el que participaban? El director de la casa de fantasmas tuvo una idea. Dijo que el monstruo aparece siempre después de que se levanta el telón, pero en este caso, tenían que hacerlo al revés. Así que el equipo científico siguió a la pareja de daneses desde que salieron de sus casas. Dos actores se hicieron pasar por australianos, condujeron todo el bosque detrás del coche de los daneses, estacionaron junto a ellos y les hicieron algunos chistes. Se hicieron amigos, se asustaron juntos por un buen rato. Si hacés un amigo, no hay ningún telón: no hay nada mas real que ese amigo. Y si a tu amigo le pasa algo, entonces lo que le pasa a tu amigo es real. Aunque lo corten al medio con una motosierra.
Incluso las sensaciones e ideas más complejas pueden sostenerse en el aire durante un buen tiempo, siempre y cuando estemos conectados por la imaginación y el poder narrativo de las palabras.
Y otro desencanto: mi abuelo nunca fue parte de la avanzada francesa, fue una historia que inventó para no tener que contarnos otra todavía más dura, que había decidido olvidar. Como dice John Coetzee, las historias que nos contamos podrían no ser ciertas, pero son todo lo que tenemos. Y como aprendí de Castillo y de Heker, incluso las sensaciones e ideas más complejas pueden sostenerse en el aire durante un buen tiempo, siempre y cuando estemos conectados por la imaginación y el poder narrativo de las palabras.
El problema es que estas maquinarias narrativas, y esta tecnología maravillosa que es el acto de la lectura, es algo muy complejo de explicar. Si llegara un marciano que quisiera entenderlo, tendríamos que decirle algo más o menos así:
Leer es algo que hacés con el otro, es de a dos, pero todo pasa en tu cabeza.
Si funciona, tu cabeza se enciende, pero en realidad, es como si se apagara.
Es como un avión suspendido en el aire, pero sin motor.
La incertidumbre es absoluta, pero no querés que se termine.
Mientras el avión está en el aire, podés practicar ser, pensar y entender todo lo que quieras y necesites. No importa cuánto riesgo tomes, ni cuanto te duela, ni cuanto te rompas, cuando aterrices, vas a estar bien.
—Pero eso debe salir una fortuna —cantado que pregunta el marciano.
—Casi nada, y si no tenés plata hasta podés pedirlo prestado.
—Pero eso debe contaminar una barbaridad —porque es joven, y viene del futuro.
—Casi nada.
—¿Y decís que es así, como que te calibra todo por dentro?
—Todo, de punta a punta.
—Mira el cacho de nave espacial que tengo, y en mi vida había escuchado una cosa así.
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