Una nube gris dispersó los restos de las pocas obras que Rubén Santantonín conservaba. No fue un accidente, sino una acción premeditada, silenciosa y fantasmal que no tuvo registro. Tampoco disponemos de demasiada precisión histórica sobre esa “gran fogata”, más bien una colección de relatos orales que coinciden en el gesto agónico y decepcionado de un artista que seguía conservando una posición marginal a pesar de la centralidad que tuvieron sus intervenciones artísticas que, sin duda, cambiaron las poéticas de los 60. El fuego que encendió Santantonín al término de la década parece espejarse y deformarse en La destrucción, el happening de Marta Minujín que se desarrolló en un terreno baldío parisino en junio de 1963, en el cual quemó toda la producción realizada durante su estadía en la capital del arte de entonces, mientras las cámaras fotográficas conservaban la memoria del evento para la historia de la neovanguardia internacional.
El impulso piromaníaco de ambos dibuja un círculo de fuego de lado a lado del decenio, de una orilla a la otra del océano, o más bien dos paréntesis para contener la fuerza y el desgarro del arte que tuvo lugar en los míticos años 60. Mientras Marta abre, Rubén cierra; mientras una inaugura, el otro se configura como un abismo, y el aura de su presencia se agiganta paso a paso.
Este juego de contrastes tuvo un punto de encuentro a mitad de camino de sendas carreras: me refiero a la celebración de La Menesunda en 1965 como experiencia parteaguas para la cultura artística de los 60. “¿Qué hicimos?”, se preguntaba Minujín varias décadas después:
Caminamos con Rubén Santantonín, [y nos debatimos sobre] crear una cosa; sobre la trasmisión del alma al objeto, que no era objeto porque éste era más racional. Sacar la cosa de adentro, como también decía Federico Peralta Ramos: “Tengo un algo adentro que se llama coso, coso, coso”. Bueno, la cosa, que es un invento porteño absolutamente porque el concepto “thing”, en inglés, no existía. Entonces, la idea fue reproducir la ciudad. Íbamos caminando todos los días por la calle Lavalle, por la calle Florida, Santantonín y yo, y pensábamos qué sensaciones abstractas podíamos trasmitir en un espacio reducido y limitado dentro del Instituto Di Tella.
El salto a lo real se tradujo en La Menesunda en una mezcla de texturas urbanas, de experiencias cotidianas y domésticas, de consumo popular, de fantasías mediáticas de la comunicación masiva, del boom editorial, de los entretenimientos familiares, de la moda joven y de los lenguajes artísticos contemporáneos como el Pop, el Nuevo Realismo, el happening, el objeto y más allá. Esa mixtura lunfarda se expandió en prácticas del hacer que permitieron amalgamar espectadores y obras, en una unidad capaz de romper la campana de cristal y transformar el código elitista y autónomo del arte en una experiencia porosa, seductora y vivencial. El arte se volvía cuerpo animado.
Rubén Santantonín habló de “la poesía vital del objeto” en la exposición que llamó Cosas y que presentó en 1964 en la célebre galería Lirolay, dirigida por Germaine Derbecq. Pero su idea sobre la cosa iba más allá de la definición convencional de objeto artístico, del ready-made o del assemblage, y se ubicaba con más distancia aún de las disciplinas plásticas tradicionales como la escultura. La materia no era concebida como representación ni tampoco conformaba su estructura, era más bien una presencia: “El material soy yo mismo buscando”.
Encrucijada
La década comenzó con ímpetu y afán de transformación en un movimiento espiralado y vertiginoso que impregnó todo el período. El efecto parecía infinito, pero encontró su propio límite hacia el final del decenio, tras el intento de convertir a Buenos Aires en el centro del arte internacional en una coyuntura política que no podía garantizar un Estado de pleno derecho, ni contener institucionalmente la producción artística que pujaba hacia los bordes. El quiebre se produjo en el itinerario del 68 (Longoni y Mestman 2000), con la posterior renuncia al arte por parte de muchos artistas, el pase a la acción, los exilios internos y forzados. La muerte prematura de Santantonín en 1969 fue también un punto final.
Rubén era un artista autodidacta y algo mayor que el promedio de sus colegas que circulaban por la escena joven. Había irrumpido sin demasiada red artística ni linaje familiar; sin embargo, el impacto de su obra fue inmediato. Luis Wells relata el encuentro de cuando compartieron el espacio en Lirolay, en septiembre de 1961.
“Confluimos de casualidad. Fueron dos muestras separadas que se presentaron juntas. De Santantonín lo que puedo decir es que se había puesto muy en mi línea. Tonos marrones, cartones, cosas de papel. Yo era muy chico y él tenía más discurso que yo. Yo hablaba de la unión de la pintura y la escultura porque no sabía expresarlo, pero tendría que haber hablado de objeto. Entonces él, en su texto de la muestra, dice: ‘Yo no quiero hacer la unión de la pintura y la escultura, lo que quiero hacer son cosas’”.
La frase que cita Wells pertenece a “Hoy a mis mirones”, el primer texto programático de Santantonín, que sin titubeos llamamos “manifiesto”, donde comenzó a ensayar intuitivamente sus conceptualizaciones sobre las formas larvarias y deformes que gestaban claves visuales del futuro y que pugnaban por salirse del marco de encierro.
Si hablamos del itinerario del 68, también deberíamos hacer lo propio del 61, que presenta un paisaje transformado por varios episodios artísticos que constituyeron hitos de la neovanguardia local. A la exposición de Wells y Santantonín en Lirolay se suman Otra figuración en la galería Peuser, primera presentación del grupo integrado por Luis Felipe Noé, Rómulo Macció, Ernesto Deira y Jorge de la Vega, y Arte destructivo, también en Lirolay, la materialización del programa artístico-crítico de Kenneth Kemble y “primera presentación, luego de la muestra ¿Qué cosa es el coso?, de objetos no artísticos cargados de significación por el contexto” (Pacheco 2000: 13). “Esta exposición tiene el carácter de un experimento, de un ensayo tentativo, de una idea que se me ocurrió hace poco más de un año”, afirmaba Kemble.
El nombre propio: ¿qué cosa es el coso?
¿Cómo eludir la traducción en pos de la invención de un nuevo repertorio de palabras? Una táctica posible es operar a través del montaje como procedimiento disruptivo en clave dadá. ¿Cómo decir sin decir? Un grupo de artistas informalistas liderado por Jorge López Anaya se preguntó ¿Qué cosa es el coso? en la Asociación Estímulo de Bellas Artes en 1957, con la convicción de saber que toda operación sobre la herencia de la vanguardia es intervenir sobre el propio lenguaje, sobre el nombre de las cosas. Con un propósito semejante, pero tomando distancia de la academia informal, la obra de Santantonín logró metabolizar de un modo único la energía de toda una generación: “Una carga […] dirigida a actuar en un momento preciso y a materializarse, más que en su propia obra, en la de los otros”. Pablo Suárez decía:
“[Rubén Santantonín] exhibía porque en alguna medida lo que él creía era que tenía que facilitar el [proceso] que se estaba produciendo en ese momento en la pintura. Como si esa situación que vislumbra para el futuro […] requiriese también de la energía transformadora de sus cosas”.
Sus cosas, en efecto, eran un manojo maltrecho de materiales precarios como yeso, trapos, cartones, alambre, engrudo, que apenas resisten el paso del tiempo, que conformaban un repertorio de imágenes esquivo, intenso y resiliente. Las pocas piezas que se conservan son un cuerpo mutilado y sobreviviente, que condensan la memoria de su fragilidad tanto como su potencia. Me gusta esa ambigüedad, al igual que su carácter indeterminado y el modo en que el sujeto se proyecta en el adentro hasta ser parte de lo mismo. El hermetismo autónomo, los bordes netos y el mito creador se quiebran ante la flotación indeterminada. Rubén Santantonín es un antihéroe trágico: es un cráter en la historia del arte local.
Las palabras y las cosas
Arte cosa es también una poética innombrada, un modo de ensayar lo desconocido inventando nuevas imágenes para darle cuerpo a la experiencia sensible. Es desgarro y deformidad, es el tajo maltrecho de Noemí Di Benedetto y la cavidad que aloja su obra; es la aventura de lo real y el vitalismo de Alberto Greco; es la intensificación del existir de La Menesunda (o incluso, su precuela no realizada, “Arte-cosa rodante”). Es el compromiso del cuerpo del Integralismo. Biocosmos de Emilio Renart y la puja por la moral burguesa de la época; es el detritus y la prótesis de Alberto Heredia. Es la “turgencia vital” y la conmoción del material de Aldo Paparella; es el devenir monstruoso de Antonio Berni; lo abyecto y guarango de las pinturas protésicas de Pablo Suárez recreando la técnica de las bandas de tela y yeso de Santantonín que modelan cuerpos que se derriten con el tiempo. Es la parodia realista e hipersexualizada de las esculturas que vinieron después, de las corporeidades no binarias, y las desobediencias al canon que disputaron como acto soberano Yente y Juan del Prete.
Un legado deforme
Arte cosa. Discreta historia local de la deformidad es la escenificación de un sistema intergeneracional que se traduce en modos del hacer, imaginarios, premoniciones y animismos que dibujan la trayectoria del arte de los 60 y su legado precario, materialista y opaco de los 90.
¿Qué trauma encarnan estas obras? Tal vez sea la irrupción de lo monstruoso suplida con fantasías de lujo pobre y plebeyo de Marcelo Pombo, el resplandor de los altares paganos de Alfredo Londaibere y la alquimia de los materiales y el deseo de transmutación de Liliana Maresca. El síntoma se expresa también en la compresión violenta de los cuerpos de Nicola Costantino, en las esculturas blandas que Ariadna Pastorini llamó sencillamente cosas, en el mobiliario animado y deforme de Marina de Caro y en los relieves de repostería de Elba Bairon.
Pintar como si fuera un maquillaje como lo hacía Rubén Baldemar, bordar para arroparnos como Feliciano Centurión cuando las fuerzas escasean; o hacer collages al estilo de Fernanda Laguna como un inventario de cosas elementales expuestas al desnudo. Es hacer con lo dado, como el bricoleur, o como Sebastián Gordín buscando nuevas vidas para las baratijas de la industria china, o con el talento de orfebre de Miguel Harte y su despliegue técnico extraordinario; o buscar la revelación del espíritu creando “fetiches etílicos” como lo hace Laura Códega, a base de sopletear, incrustar, clavar y exaltar los productos industrializados transformados en descarte.
La producción de buena parte del arte de los 90, y sus ecos más contemporáneos, expresa la belleza degradada de las cosas y contiene, a la vez, todo el brillo y la opacidad de la bijouterie barata, como las gemas de Omar Schiliro. El arte como epifanía y la laborterapia para exorcizar el tiempo definen un hacer que intenta enmascarar el dolor y el desgarro de la existencia, como lo decía Santantonín. Tal vez por eso estas obras sean tan hipnóticas como reactivas, tan sofisticadas como modestas e incomunicables.
Coda
Podemos hablar sobre las obras articulando un discurso escrito, como he intentado hacerlo hasta ahora –más o menos coherente y fundado académicamente–, o podemos ensayar decirlo con imágenes. Ese es el modo en que Joaquín Aras despliega sus investigaciones artísticas, haciendo foco en “la manera en que la narración puede preservar la memoria y desafiar la historicidad”. En sus realizaciones parte de problemas teóricos o tópicos del arte moderno y contemporáneo, haciendo uso de los archivos de la historia del arte hasta convertirlos en su propia materialidad. Explora lo monstruoso y la violencia revisitando los itinerarios de la vanguardia para revelar la lógica de la imagen y su deformidad.
Lucrecia Lionti sentencia lacónicamente: “Cualquier cosismo no es arte contemporaño” sobre una hoja escolar donde inventa un neologismo señalando estratégicamente la Ñ. Un gesto simple en la tradición de la poesía visual, que expresa provocación, sensibilidad local y que se inscribe críticamente en la genealogía del arte cosa. El cosismo es también un modo de evitar la palabra obra, proyecto y todo el decálogo del sistema contemporáneo al que también he recurrido a lo largo de estas páginas gobernadas por algunas intuiciones.
Pensar otros modelos de narrar la historia es poner en acto el misterio de las cosas y la flotación del sentido. La deformidad y el cosismo son rasgos idiosincráticos del arte local que nos permiten ensayar esta historia discreta y contingente. Un relato escrito a partir de la huella de los cráteres de Santantonín, de las estelas de sus cometas, de la órbita de su planeta.
Quémese después de leerse (en Buenos Aires, julio de 2022). Fin.
* Arte cosa. Discreta historia local de la deformidad, hasta el 8 de octubre en Roldan Moderno, Juncal 743 (CABA), de lunes a viernes de 10 a 19 hs.
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