Desde hace unos meses estoy viviendo en Copenhague, pero todavía no fui a ver el monumento a La Sirenita, una escultura en honor a Ellen Price, bailarina que cosechó éxito interpretando el cuento que escribió Hans Christian Andersen. Todos los días, paso por la tumba de este escritor que tanto me traumó con Los zapatos rojos. Algo encantador de esta ciudad es cómo ese cementerio fue integrado a la rutina de las personas. Se trata de un parque lleno de flores y especies de árboles distintos. Vamos en busca de silencio, a hacer picnics a la tarde, a tirarnos en el pasto para descansar. Cada mañana, paseo a mi perro por su camino interno de álamos en hilera, y me cuelgo mirando a algunas familias tiradas en el pasto enseñándoles a sus hijos a gatear sobre las tumbas. Después de un fin de semana en el Festival de Literatura de Louisiana, pienso que la literatura es un poco eso: escribir para integrar, darles vida a los fantasmas. Todas las historias son historias de fantasmas.
Édouard Louis (su más reciente libro publicado es Lucha y metamorfosis de una mujer) abre la undécima edición del Festival. Hay un clima inusual para Copenhage: 30 grados de sensación térmica en esta isla dictada por el viento frío y lluvias igual de sorpresivas como incondicionales. Miles de personas esperamos bajo la sombra que comience la primera de cuatro jornadas de literatura en este museo impresionante en el medio del bosque, en las afueras de la ciudad. El Festival de Literatura de Louisiana, como tantos otros encuentros sociales, también sufrió la pandemia y ahora vuelve con todo. Desde la ubicación desde donde espero, puedo ver Suecia a lo lejos y gente nadando en el mar. Me siento sobre el pasto y espero. El escenario principal tiene la forma de un anfiteatro verde al que se llega bajando unas escaleras de piedra. Saluda y da la bienvenida Christian Lund, director del festival, creador del canal de literatura de Louisiana, donde participaron varias escritoras y escritores argentinos como Samantha Schweblin, Mariana Enríquez y César Aira; uno de los canales de entrevistas más completos de literatura para ver y escuchar a escritores y escritoras de la escena cultural contemporánea.
Sube Édouard Louis al escenario. Tiene veintinueve años, viene de una familia de clase baja trabajadora. Su obra es un estudio acerca de la violencia como “una corriente eléctrica” que recorre una sociedad. Lo entrevista Carsten Jensen. Lo primero que aclara es que le pidieron que se sentara en la silla en donde está sentado Édouard, pero se confundió y lo considera un error apropiado, ya que Louis quedó sentado en la silla izquierda, remarcando sus influencias políticas. Más allá de su estudio sobre la violencia, Louis cuenta que sus libros hablan acerca de la vergüenza.
En su publicación más reciente escribe sobre su mamá, explicando que su historia de vida fue un combate. Louis define a su madre como un soldado, que tuvo que atravesar guerras que no eligió. Y que su libro trabaja con la contradicción que existe en la idea de la dominación: su padre le decía marica y todo lo que sufría como hombre tenía que ver con su propia performance de masculinidad, como tomar demasiado alcohol o no poder ir al colegio para trabajar. Sin dudarlo, Édouard aclara que, naturalmente, su libro tiene una lucha política, y es la liberación de su madre. Nos cuenta que ahora ella está feliz y es libre, y hace poco conocieron juntos a Catherine Deneuve. El público se ríe, está contento. Una amiga que me acompañó al festival, Julieta Cabrera, sonríe al lado mío y dice: “Qué bien este festival, arrancado con un hombre que escribe sobre y para su mamá”. Tengo la impresión de que mi amiga tiene razón, y que no es a propósito.
A la mamá de Louis, su padre no la dejaba salir ni usar maquillaje. Incluso a él le empezó a costar ver feliz a su mamá. “Los niños son fascistas, no quieren que el mundo cambie. Verla feliz me asustaba porque no era lo habitual. Cuando tomaba, ponía siempre la misma canción, “Wind of Change”. Yo tenía entre nueve y diez años, y le decía que dejara de sonreír, que parecía ridícula. Tenía miedo de lo que le podía pasar”. Respecto a la escritura autobiográfica, Louis afirma su interés y dice que la familia es una tragedia griega. “La violencia es un fluido que pasa por el cuerpo de una persona, y que en la clase trabajadora en donde me criaron es un fluido esperable, cuando todos los días está la preocupación de cómo pagar el alquiler, comprar comida, alimentar a tus hijos. La violencia es una corriente eléctrica que mi papá tenía en el cuerpo”.
Todos en sus libros son esclavos de la vergüenza, algo que Louis define como “una especie de espejo sobre la falsedad del mundo en el que vivimos”. Los cuerpos y las normas nunca se llevaron bien, y eso siempre resulta en vergüenza, explica. “Hablar de la vergüenza es la forma más radical de autobiografía”. Louis dice que la literatura hay que hacerla con martillos que destruyan las reglas. Y cuando le preguntan cómo se siente ser tan atacado por lo que escribe, Édouard responde con la pregunta opuesta: ¿qué se siente nunca ser atacado por lo que uno escribe?
Apenas termina, corro hacia una lectura en otro auditorio interno al museo. Tiene butacas de mimbre estilo oriental y un ventanal alto que devuelve la presencia del mar, tan cercana. En minutos, vamos a escuchar leer a Natasha Brown, Torrey Peters y Ocean Voung. Natasha lee su novela, Reunión. Lo hace como si estuviera susurrando; nadie habla. Ese susurro es una voz nueva que conmociona a Europa. Brown no viene de la literatura, sino de las finanzas y los números. Nos avisa que va a leer las últimas páginas de su libro, una suerte de guiño que me encanta: así como con las películas, los buenos libros se bancan cualquier spoiler. El acto performático de leer se trata de una comunión casi regresiva, en donde vuelvo a ser niña y no sé dormir sola, una suerte de canción de cuna para adultos.
El Festival de Literatura de Louisiana apuesta a que lo que más queremos de estos autores es escucharlos leer eso que escribieron en soledad. Cómo es la voz de Natasha Brown: pausada, tranquila, dulce y susurradora. La sigue Torrey Peters, autora de Destransition, baby. Con tacos aguja color carmín y breteles llenos de glitter, Torrey lee su novela, un best-seller sobre maternidad trans. Hace reír al público con carcajadas. Me doy cuenta de que el público está lleno de fanáticos y fanáticas de Torrey, es por eso que tiene sentido que pida leer seis minutos más. A los daneses les cuesta el cambio de planes, pero el público aprueba antes de que las autoridades lo confirmen. Para terminar, llega una estrella chiquita y brillante, un poeta bajito y suave como una pluma con un nombre que rebalsa: Ocean Voung. Quizás, lo más esperado de este festival. Por momentos, su voz parece que se quiebra, tiene su propia música.
Vuelvo al escenario principal, el anfiteatro verde. Laurie Anderson se sube al escenario avisando que lo que vamos a ver no se vio nunca, se trata de una premiere mundial. Detrás de ella, un grupo de hombres y mujeres suben al escenario para interpretar un poema leído al revés y escrito con inteligencia artificial. Mientras ella acompaña el ritmo extraño de ese poema dado vuelta repartiéndose entre un piano y un violín, el lenguaje al revés me hace sentir la incomodidad de preguntarme todo el tiempo qué están diciendo, hasta que el loop se vuelve una especie de música extraña en la que consigo entrar, y me doy cuenta de que es absurdo preguntarse qué es la poesía, y que el juego de Laurie Anderson se trata de eso.
La performance termina y Laurie se sienta sola en el medio del escenario para contarnos algunas historias. El último tiempo estuvo demasiado metida con sus equipos en el estudio, y sintió que tenía que ir en busca de nuevas experiencias para preguntarse qué era la felicidad. Empezó yéndose a un campo a pasar unas semanas en un estado más quieto del tiempo, después trabajó en McDonald ‘s y asistió a un retiro de silencio en donde todos terminaron hablando demasiado. En ese retiro, salió a caminar por un paisaje de montañas para encontrar un poco de soledad y, al igual que la naturaleza enfrente suyo, pudo darse cuenta de cómo ella también estaba “atrapada en un momento”.
Laurie Anderson parece buscar la incomodidad. Termina de leernos y, sin respiro, agarra su violín de vuelta. La voz de Lou Reed empieza a sonar en el parlante. Miro a mi novio al lado para que me compruebe que realmente es la voz de Lou Reed. Varios en el público —incluido él— tienen los ojos llenos de lágrimas. De las letras que recita Lou me quedo con tres que resumen no solo este momento, sino también lo que se siente cuando se lee un libro: estado de gracia.
Laurie Anderson le dedica su última performance de la tarde a Salman Rushdie y dice algo así como “esto se lo dedico a Salman y a sus ideas, y a la libertad de expresión y a las mentes abiertas”. Laurie salta de una historia a la otra, es un libro de cuentos y una montaña rusa imparable. Aclara que es una geek y que ama la tecnología, remarcando su postura: “Basado en absolutamente nada, soy una optimista”. Pareciera que el tiempo está por terminar y ella va aprovechar hasta su última gota ahí arriba. Se empieza a poner más y más verborrágica, dice cosas increíbles y termina con un consejo que le dio su maestra, a la hora de escribir: “Traten de practicar cómo sentirse tristes sin estar tristes”.
Últimamente me pregunto mucho desde dónde se escribe. Hay días que me gustaría escribir para vengarme de lo que me dolió, pero después me doy cuenta de que no hay forma más confrontativa de escribir que desde el amor. Eso dijo Deborah Levy en su charla, y que pude comprobar cuando leyó parte de su saga autobiográfica en donde, entre otras cosas, escribe acerca del final de su matrimonio con un amor y una ternura difícil de conseguir en la escritura, como un hilo que se rompe y no hay mucho más que hacer que aceptarlo.
Otra conversación del festival tan única como el clima de estos días en Dinamarca fue la de Maria Stepanova con Kathrine Tschemerinsky. Hace dos semanas, viajé a Finlandia y fui a visitar el museo Kiasma. La muestra actual era una colección de diferentes artistas contemporáneos de todo el mundo, pero habían cancelado la obra de un artista ruso y reemplazado por un texto que decía “No war”. Por eso me alegré el doble de poder tener la posibilidad de escuchar a Stepanova. Dos días previos al festival, había dejado su país por tiempo indeterminado. La charla arrancó con ella leyendo en su idioma original un párrafo de su libro, En Memoria de la memoria. Vestida con un conjunto a rayas, revoleaba mechones de pelo mientras se acomodaba en la silla.
Maria Stepanova suele definirse como poeta antes que narradora, y su apariencia es la de una mujer poeta de otro siglo. Su voz un poco ronca, sólida como una roca, no esconde nada. Maria cuenta que primero pensó en ser taxista, pero que inmediatamente después se dio cuenta de que iba a ser poeta. Esto fue cuando tenía más o menos diez años. Su madre era la memoria de su historia familiar: guardaba cajas llenas de fotos, recuerdos que sacaba para contarle historias a su hija. Todas esas historias le llevaron veinte años darle forma, conectarlas y entenderlas, y explica que para eso escribió su novela. Esos son los temas favoritos de Stepanova: la memoria, la madre, la memoria madre, la lengua.
Stepanova dice que suelen ser las mujeres las que atesoran los cuentos de una familia, quienes se ocupan de llevar ese registro. Nos cuenta que vivió cuarenta años en un mismo departamento y se sorprende pensando: ¿pueden creer que por cuarenta años miré la misma ventana? En ese mismo departamento que vivió durante su infancia y parte de su adultez, Stepanova asegura conectarse con fantasmas, aclara y da por sentado que todos deberíamos tener en claro que los fantasmas existen, aquí y allá, y que eso persigue mientras escribe. Respecto a sus antepasados, dice: “Quería ponerlos a todos en un libro para mantenerlos a salvo, tal como los egipcios se entierran con las cosas que aman”. Incluso con sus gatos, agrega Tschemerinsky, quien también define el libro de Stepanova como un ghost story. Maria le agradece por esa definición, y se ríe con su teoría de que la mayoría en este mundo son muertos, por lo que no queda otra que hacer algo al respecto, ¿no es así?
Al día siguiente, empiezo con una charla de Claire-Louise Bennett, una de las que más esperaba del festival. Hace unos años se publicó Estanque en Argentina y Claire-Louise vino al país dentro del marco de FILBA. Su próximo libro sale el año que viene traducido al español y es la razón por la que fue invitada a Louisiana. Checkout 19 es su nueva novela. Estoy contenta porque me tocó un asiento en la fila dos y desde donde estoy puedo leer hasta la etiqueta de su agua mineral. El día está insoportablemente húmedo y anuncian una tormenta grande durante el resto de la jornada. Me pregunto con qué autor romperá. Creo en el poder de las palabras. ¿Quizás en la charla que va a dar Ocean Voung más tarde? Me doy cuenta de que no traje paraguas, mientras Claire-Louise baja las escaleras con unos jeans gastados, borceguíes y una remera negra con la figura de un zorro rojo en el centro. Es la escritora más rockera que vi jamás. Con un historial en teatro, no me debería sorprender escucharla leer tan bien. Su performance es impecable, parece igual de actriz que escritora. Termina y la entrevistadora le pide que explique para quienes no leyeron el libro, de qué se trata. Bennett se ríe y dice que nada más difícil que explicar de qué se trata lo que escribió, por eso cuenta que siempre que le preguntan eso ella responde algo así como “Bueno, ya sabés, de cosas”.
Bennett cuenta que estuvo bloqueada muchísimo tiempo. De su nuevo libro, solo tenía tres imágenes muy claras y no podía entender cómo se podían conectar. Intentó forzarlo hasta darse cuenta de que necesitaba tiempo. Cuando Bennett se sienta a escribir nunca tiene una idea grande ni precisa, sino más bien ideas chiquitas. Esas ideas chiquitas —o quizás es una sola— la hacen sentarse a escribir, y a partir de ahí se desencadena un pensamiento tras otro, una especie de camino que la lleva hacia donde tiene que ir.
Checkout 19 está compuesto por textos viejos y nuevos que, con el tiempo, lograron unirse. No le preocupan esas costuras, y tampoco estaba interesada en editar demasiado los textos viejos. “Traté de pegar todo y no tenía sentido. Estaba tratando demasiado fuerte, el texto necesitaba tiempo”. Así que lo dejó y gracias a todos los que la admiramos, encontraron su sentido más tarde. Claire-Louise define la fantasía no tanto como un espacio de seres extraordinarios sino más bien como una conversación que te imaginás durante horas, pero nunca sucede en la realidad. Dice que no piensa en quién la lee cuando escribe, pero sí cuando está armando un libro; hace énfasis en esa diferencia.
Cuando salgo de la charla la tormenta empieza a avecinarse, cae lluvia finita pero estable. Voy corriendo hacia la próxima charla. Paso cerca de donde varios escritores y organizadores del festival están armando una lectura improvisada en honor a Salman Rushdie. Entre ellas, una de las gestantes de esta idea es una escritora argentina, Pola Oloixarac. La encuentro firmando ejemplares de Mona, una novela que transcurre en un festival escandinavo, y que ya adoptó un buen número de fanáticos en Dinamarca. Besa cada uno con labial y me cuenta de esta lectura que el Louisiana Literature Festival va a stremear desde sus redes.
Al mismo tiempo, Natasha Brown conversa con Kristina Stoltz acerca de este nuevo libro, Reunión. Brown empezó a escribir hace poco. Nos relata que a la hora de pensar algunos personajes, su mayor influencia fue La fiesta en el jardín de Katherine Mansfield. Reunión no es una experiencia concluyente: tiene una forma extraña, incómoda, pero perfectamente pensada. Para escribir el libro primero escribió los personajes, y después encontró la voz narradora. Su comienzo en la literatura arrancó cuando empezó a preguntarse si el lenguaje era o no algo neutral, a partir de los conceptos de Roland Barthes acerca de la idea del mito. Y entendió que el mito puede transformar la historia. Esa idea de Barthes le cambió la forma de pensar el lenguaje, y entonces decidió hacer un taller de escritura. Brown parece haber pensado mucho cada uno de sus movimientos, cada decisión para encontrar la forma precisa de lo que quería hacer con el lenguaje: jugar con el lirismo para poder construir los silencios, trabajar con los momentos en donde no pasa nada. Natasha primero supo lo que no quería hacer: ni respetar los actos narrativos tradicionales, ni satisfacer al lector.
La crítica en Dinamarca la compara con Virginia Wolff. Natasha lo agradece, pero dice que no se siente tan identificada con su escritura. Cuando le preguntan por sus influencias responde con claridad: vuelve a remarcar el cuento de Mansfield y suma a Claudia Rankine. Salgo corriendo a Deborah Levy, llego justo. No tengo paraguas, la lluvia es cada vez más imparcial. A lo lejos, la niebla tapa la vista de Suecia. Me sumo a dos fanáticas que se escabullen en la fila para poder tener un minúsculo espacio sobre el pasto, pero entre las sillas debajo de la carpa, lugar del cual nos van a terminar echando. Desde cualquier lado, se escucha perfecto.
El padre de Levy estuvo desaparecido después de pelear por la democracia en Sudáfrica. Ella tenía cinco años, volvió a verlo recién cuando cumplió nueve. Cuando desapareció, Deborah dejó de hablar. Quedarse sin voz tan chica le cambió la forma de pensar en el lenguaje, y es a partir de ahí desde donde sintió la necesidad de escribir. Sostiene que no se puede escribir de lo que no se cree, y que cuando arrancó su saga autobiográfica quería escribir acerca del racismo desde la complejidad del punto de vista de una niña a la que le dicen que tiene que respetar a los adultos, mientras escucha adultos blancos y racistas diciendo cosas brutales. Levy está interesada en la falta de palabras, en la dificultad del lenguaje, y dice que esa es su aventura. Respecto a su historia en el teatro, Deborah menciona una teoría interesante: “cuando se escribe en diálogo, se trata de una escritura más vertical, y me doy cuenta que a mí me atrapa más la escritura horizontal, que necesita las frases”.
La noche cierra con el tan esperado escritor Ocean Voung. El cielo está completamente cerrado, es una carpa gigante. La niebla cae rotunda sobre el mar, que se confunde con el cielo en un mismo azul infinito. Ocean Voung abre con un poema. Su cadencia hipnotiza a cientos de personas cubiertas con paraguas o pilotos de lluvia, envueltas en un silencio inmóvil. El respeto por la poesía es casi místico. La entrevista se inicia con una frase tierna de parte su traductor danés: me encanta cómo escribís y qué lindo poder compartir esto todos juntos. Voung habla de que todos los poetas se preguntan en algún momento acerca de la utilidad de la poesía, habla del hambre, de la supervivencia. Menciona algo que me cuesta traducir de manera correcta, pero es clave en su forma de pensar la literatura: the act of care. Se pregunta cómo llegamos hasta acá con tanta destrucción y dice que ese es el motivo de que en su nuevo libro, Time is a mother, haga referencia al pan.
Criado en un campo de refugiados, explica: “Nací y viví observando muchos cuerpos debilitarse por el trabajo”. Ocean cuenta que su mamá le decía que trabajara en McDonald ‘s porque era la manera de acceder a un seguro de salud. Al igual que Stepanova, su obra parece un tributo a las mujeres de su familia, que escuchaba contar historias. Su abuela no sabía escribir, pero era una gran narradora, llena de imaginación, que le contaba historias mientras trabajaba, cocinaba, o le hacía masajes a su mamá. Según Voung, el acto de sobrevivir es siempre un acto de innovación. Una persona en un campo de refugiados necesita ser creativo, increíblemente creativo: un artista. Considera la autoficción como una forma para ganar poder y respeto. Descubrir el poder de lo autobiográfico fue su herramienta para sobrevivir.
Voung se define como un poeta que escribió una novela para que la gente quiera leer más poesía. “Cuando escribimos, es el momento de poner al mundo bajo nuestros propios términos”, agrega. Define la trama como una fuerza tiránica que destruye a los personajes para pensarlos desde cuán útiles pueden ser. Ocean Voung dice que prefiere pensar en las personas, contarlas desde la proximidad. En ese sentido prefiere la literatura japonesa, como Mishima o Kawabata, o la escandinava como la de Karl Ove Knausgaard, en donde la trama está más en el fondo. Apenas termina, camino hacia el mar, directo hacia el muelle. Me cruzo con Laurie Anderson y le digo que mi perro es igual al de la tapa de su libro, no sé por qué digo eso, me escondo entre la niebla de tanta vergüenza. Un grupo de chicos llegan corriendo desde la carpa sacándose la ropa, listos para saltar. Nadan desnudos y se ríen. Es la niebla más cálida que sentí en mi vida.
Fueron infinitas charlas, pero no quiero dejar de mencionar a Benjamin Labatut. Para cerrar el domingo, terminé yéndome a dormir leyendo su novela, Un verdor terrible. La novela recorre ciertos descubrimientos de la ciencia e intenta enfrentarse a cosas que no podemos entender. La ficción está aplicada en diferentes formas durante todo el libro porque, en palabras de Labatut, “necesitamos la ficción para obtener una verdad profunda. Solo la ficción puede iluminar esa verdad, aplicando a la realidad una nueva capa de sentido”.
Labatut tiene un proceso de escritura muy particular: su primer borrador siempre es un ensayo de no ficción y después lo comparte para leer a sus agentes y le dicen que no es suficiente. No se lo toma personal porque sabe que es verdad. Y es así como empieza a jugar con la ficción. “Hay una red de asociaciones en la ficción, una forma maravillosa de encontrar la verdad”. Su próximo libro se publicará el año que viene y también trabaja con la ciencia, más precisamente con la tecnología y la historia de vida de Von Neumann.
Labatut dice que siempre hay tristeza en la escritura, una especie de melancolía, una herida vieja que ya no duele, pero que cargás. Respecto a sus referencias a la ciencia y el trabajo del ensayo sobre estos científicos y sus historias de vida, dice que los usa para hacer literatura: “Cuando me di cuenta de que no podía entender todo, me volví escritor. Tenía nueve años.”
Labatut asegura que ya no lee tanto, que googlea, que prefiere ver películas, pasear a su perro; que merodea en libros y lee pedazos de cosas, pero no se define como un lector aficionado. En un momento de la charla, me empiezo a molestar porque no podemos hacerle preguntas, y tiene que correr al aeropuerto a tomar un avión para volver. Cuando escucho a escritoras o escritores latinos me pasa eso: quiero hablarles para escuchar la lengua desde la cual escriben. La lengua, la madre, la lengua madre: de lo que se trata este festival.
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